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CISNE Y PAULINE Y WAHRAM Y GENETTE

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—¡Déjame pilotar el traje!

—¡De acuerdo, pero vamos! ¡Ya!

—Ya volamos a plena combustión. Tengo que frenar si quieres alcanzarlo.

—¡Hazlo!

Volaron a través de las estrellas. Wahram se volvió mayor aún. Cisne asumió de nuevo el control de los mandos, a pesar de las objeciones de Pauline, y siguió acercándose a él lo más rápido posible, hasta el último segundo, cuando se dio la vuelta y encendió de nuevo el chorro del traje hasta que estuvo a punto de chocar con él, pues tuvo que esquivarlo con otro chorro, pasar junto a él a unos centímetros y ver fugazmente al pasar por su lado que estaba inconsciente y que tenía la boca abierta.

Lanzó un grito, accionó el chorro al máximo, dio la vuelta al traje trazando una curva cerrada y volvió hacia él. Pauline no podría haberlo hecho mejor.

Reparó en que Wahram tenía una perforación en el traje, por debajo de la rodilla izquierda. Había sangre congelada, como una costra de sangre coagulada, una costra gigante. Ella lo aferró y lo sostuvo mientras cerraba la fisura del traje.

—Dame una manguera. Voy a aislar la pierna.

Su propio traje habría cortado la ruptura con mamparas como torniquetes. Cabía la posibilidad de que su pierna ya estuviera congelada, inservible, pero a los trajes se les daba bien aislar las fugas, y también controlar la conmoción. Cisne sacó la manguera del cinturón y metió el extremo de ella a través del pequeño agujero del traje de Wahram, que medía menos de un centímetro de diámetro, apenas lo bastante grande para admitir el extremo de la manguera. Metió el dedo en el agujero por el otro lado de la pierna, llenó de aire caliente la pernera y lo mantuvo inmovilizado, todo ello sin dejar de gritar:

—¡Aquí estoy, Wahram! ¡Despierta!

Pero sólo respondió Pauline:

—Por favor, cállate. No puedo escuchar los signos vitales si hablas a gritos.

—¿Qué quieres decir?

—Respira. Su corazón está latiendo.

—¿Qué pasa con la pierna?

—La piel está congelada, probablemente la carne también. La presión arterial es de noventa sobre cincuenta, por tanto ha perdido mucha sangre. Está en estado de shock.

—¡Estabilízalo, que entre en calor! ¡Hazte cargo de su traje!

—Tranquila, por favor. Estoy comunicada con su traje. Cállate, por favor.

Ella calló y dejó trabajar al qubo. El tratamiento médico de emergencia era un antiguo algoritmo de la Inteligencia Artificial, perfeccionado durante siglos, y desde hacía mucho tiempo demostraba ser mejor incluso que la respuesta humana. Pauline le había asegurado que había motivos para pensar que podrían estabilizarlo.

—El traje está algo dañado —dijo entonces Pauline—. Quiero asumir sus funciones de control.

—¿Puedes?

—Sí. Es más fácil hacerlo conectado a él, por lo que a partir de entonces tendréis que seguir juntos.

—Pues mejor. Adelante.

Cisne se concentró en el agujero de la pernera del traje. El traje podría ser reparado con el juego de parches que tenía, y se dispuso a preparar el parche, unida a él por el cable de alimentación e información de la cintura. Giraban lentamente a través de las estrellas que Cisne no se volvió para mirar. Los parches eran en su mayoría cuadrados de bordes romos; había que retirar la película protectora, aplicarla después suavemente y presionar el tiempo que dure la reacción química.

Una vez sellado el traje, preguntó a Pauline si tenía que hacer algo en la herida de la pierna. Comprendió que tenía que haber empezado por eso, pero estaba muy nerviosa. Además, Pauline dijo que no.

—El traje ha aplicado coagulantes y compresión del aire —informó Pauline—. La hemorragia se ha detenido considerablemente.

—¿El traje le proporciona suero?

—Sí.

Era un consuelo recordarse a sí misma que el traje de vacío no sólo era una pequeña y flexible nave espacial, sino también una especie de hospital de personal.

—¿Estás ahí, Wahram? —preguntó—. ¿Te encuentras bien?

—Aquí me tienes —respondió con voz ronca—. No estoy bien.

—¿Qué te duele?

—Me duele la pierna. Y estoy… mareado. Estoy tratando de no vomitar.

—Estupendo, no vomites. Pauline, ¿puedes darle algo contra la náusea?

—Sí.

Flotaban en la noche estrellada. Aunque a Cisne no le gustaba admitirlo, no había nada más que pudiera hacer en ese momento. La Vía Láctea era como una madeja de blanca y reluciente leche, con el Saco de Carbón y otras manchas negras en ella más negras aún de lo habitual. El resto de las estrellas salaban la negrura que hasta el propio color negro corría peligro, como si detrás de él, ejerciendo una fuerte presión, hubiera una blancura mayor que la que el ojo era capaz de absorber. El negro puro de la Vía Láctea debía indicar una gran cantidad de carbón en el Saco de Carbón. ¿Estaba todo el negro del cielo hecho compuesto de polvo? ¿Si todas las estrellas del universo estuvieran visibles, el cielo nocturno quedaría reducido a un blanco puro?

Las grandes estrellas parecían hallarse a diferentes distancias de ellos. Al verlo, el espacio surgió de pronto ante sus ojos, convertido en una extensión que se expandía hacia afuera, en lugar de un telón de fondo suspendido a pocos kilómetros de distancia. No estaban en una bolsa negra, sino en una extensión infinita. Un pequeño cálculo en una gran sala.

—¿Cómo te encuentras, Wahram?

—Un poco mejor.

Buena noticia. Era peligroso vomitar dentro del casco, por no mencionar lo desagradable que era.

Flotaron en el espacio. Pasaron algunas horas. Cuando llegó el momento de comer, absorbieron líquidos por una pajita instalada en el casco; había incluso pedazos de barras nutritivas que podían extraer por un puerto en el interior correspondiente a la parte situada en la mejilla del casco, masticó y tragó. Hecho ambas cosas, Cisne orinó en el pañal del traje.

—Wahram, ¿tienes hambre?

—No tengo hambre. No parecía cómodo tampoco.

—¿Tienes náuseas otra vez?

—Sí.

—Eso no es bueno. A ver, voy a conseguir que nos estabilizamos en relación con las estrellas. Sentirás algún tirón. Tal vez deberías cerrar los ojos hasta que nos acomodemos.

—No.

—Está bien, de todos modos no creas que será tan rápido. Allá vamos. —Se impulsó en dirección contraria a la dirección en que giraban. Costaba hacerlo con el peso añadido de él a su lado. Mejor abrazarlo y convertirlo en un peso frontal. Se dispuso a hacerlo y le dio un pequeño apretón; él en respuesta lanzó un gruñido imperceptible. Cisne logró estabilizarlos más o menos en relación con las estrellas, y extendió un brazo para señalar Venus con intención de que la tomasen como punto de referencia. Seguía a la sombra. Si habían destruido el escudo solar, o incluso si estaba dañado, estaba segura de que lo habrían visto; una media luna, o tal vez una región que de repente se volvía de un blanco cegador, y como habían estado en el lado del escudo que hubiera sido alcanzado, no le pareció que ninguna parte iluminada de Venus pudiera estar totalmente al otro lado del planeta respecto a ellos. Quizá sí, porque tuvo que admitir que estaba desorientada. Al parecer, habían logrado frustrar el ataque.

—Pauline, ¿puedes decirnos qué ha pasado con la nave, el escudo solar y demás?

—Los informes de radio siguen siendo prematuros, pero señalan una colisión, ocurrida según lo previsto, entre el ETH Móvil y una multitud de guijarros de aproximadamente cuatro veces la masa de la nave. Sucedió tal como se predijo, y la nave iba más rápido que los guijarros, lo suficiente para apartar buena parte de la masa de colisión hacia un vector de dirección distinto a la ubicación del escudo solar.

—Por tanto ha funcionado.

—Excepto que parte del material expulsado por la colisión alcanzó la nave que se nos acercaba, y la explosión extendió fragmentos, uno de los cuales ha herido a Wahram.

—Sí, por supuesto. Pero eso sólo ha sido mala suerte.

—Varias de las personas que iban en esa nave deben haber muerto.

—Ya lo sé. Eso sí es mala suerte. Alcanzados por la metralla, a todos los efectos. Sin embargo, ¿el escudo solar está a salvo?

—Sí. Y el sistema de defensa del escudo parece haber repelido los restos que volaron en su dirección.

—Así que ahora tiene motivos para creer en la multitud de guijarros.

—O por lo menos en lo que fuera que se disponía a destruirlo. No sé qué problema tenía antes.

—¿Era consciente de la existencia de este nuevo sistema de detección de partículas finas de Wang?

—Wang les puso al corriente de ello, pero es un sistema cerrado, operan así para evitar manipulaciones externas. No sé si se habían sumado a la nueva vigilancia o no.

—Tal vez los sistemas cerrados sean más fáciles de manipular que los abiertos. ¿Pudo verse comprometida?

—Parece poco probable. Está bajo el control del Grupo de Trabajo de Venus, al que se considera muy comprometido con la seguridad.

Wahram no contribuyó a esta conversación. Cisne sostuvo su mano, apretándola de vez en cuando. No había nada más que pudieran hacer. Presionó de nuevo, brevemente. Notó que él aflojaba la mano.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Más o menos —respondió.

—¿Has intentado comer algo?

—Todavía no.

—¿Beber?

—Aún no.

Flotaron en el espacio negro, ingrávidos y disfrutando de la temperatura agradable proporcionada por el traje. Eran como lunas de Venus, o como pequeños planetas independientes, en órbita alrededor del sol. A veces la gente comentaba esta situación que comparaban con el retorno al vientre materno, el alto amniótico. Tomar algunos medicamentos que causen alucinaciones, conviértete en un hijo de las estrellas. Y, de hecho, no era un espectáculo tan terrible como debería de haberlo sido. Por unos momentos, Cisne incluso se quedó dormida. Al abrir los ojos, pensó que Venus era quizá un poco mayor. No tenía mucho sentido, porque al abandonar la nave debían desplazarse a una velocidad bastante significativa.

—¿Sigues ahí?

—Ajá.

Bueno, pensó Cisne. Ahí estaban. No había nada que hacer, excepto esperar. Esperar no formaba parte de proceder habitual. Por lo general siempre había más por hacer de lo que ella tenía tiempo para dedicarse, así que siempre iba con prisas. Ahora aquello se parecía más a un rescate que a una evacuación. Cuando abandonaron la nave se comentaba la presencia de naves en las inmediaciones. Tal vez Wahram se había visto empujado en dirección opuesta; Cisne lo había seguido sin pensar siquiera. Posiblemente se alejaban del plano de la elíptica, por tanto del camino de las naves que acudirían al rescate. Tal vez la desdichada nave destruida era la única que había en la zona, y tendrían que esperar hasta que recogieran al resto de los evacuados. La destrucción de la pequeña nave arrojaría probablemente el mayor número de víctimas mortales del suceso, por lo cual llamaría la atención. Caerían en la cuenta de que faltaba gente, les seguirían buscando. Los trajes disponían de potentes transpondedores. Estar fuera de la elíptica justificaría el retraso. O tal vez reunir a todos los evacuados llevaba su tiempo. La última aceleración del ETH Móvil podría suponer que llevaba una velocidad mayor que la mayoría de las naves espaciales podrían alcanzar cuando las últimas personas la abandonaron, en cuyo caso esas personas también lo harían. Si todo era como debía ser, entonces los trajes mantendrían con vida a sus ocupantes durante diez días, y después de todo llevaban allí… ¿Cuánto? Tuvo que preguntar a Pauline: veinte horas. Se le había hecho más largo, o más corto, no sabría decirlo. Venus parecía haber crecido en tamaño ante sus ojos. Cisne recordó historias de náufragos, a la deriva, nunca hallados y congelados durante eones. ¿Cuántos habían muerto así en la historia de la humanidad? ¿Docenas, cientos, miles? Oyó en su cabeza el coro de la vieja canción de Marte, que en la traducción perdía su rima.

Flotaba pensando en Peter

Segura de que me rescatarían

Pero mienten las historias

Y así muero

La negrura del espacio será mi tumba

Sin duda, muchos de esos desgraciados había quedado a la deriva, confiando hasta el final en que se salvarían. La esperanza desaparecía con mayor lentitud que el oxígeno y los alimentos de los trajes. Recordarían la historia de Peter en torno a Marte, o de alguna otra persona que fue rescatada, y creerían en que aparecería una pequeña nave espacial que flotaría sobre ellos como un OVNI, como la redención, como la vida misma. Pero para muchos esa nave nunca había llegado, y habría un momento en que tuvieron que admitir que la historia era falsa, o que al menos no era cierta para ellos. Sí para otras personas, pero no para ellos. Ellos eran el pretérito, los perdidos. Los olvidados. Así de cruda era la canción marciana.

Quizá esta vez se sumarían a los olvidados. Cisne hizo un esfuerzo por espabilarse, comprobó el canal común, donde había un coro de voces, pasó al canal de emergencia y dio mediante gruñidos un informe, seguido por una petición. Media hora después llegó la respuesta: los tenían controlados, una nave de rescate se dirigía hacia su posición. En efecto, habían salido del plano y todas las demás naves estaban empeñadas en el rescate de los demás pasajeros. Pero estaban en la lista y era cuestión de tiempo que recibiesen ayuda.

Por tanto… A mirar a su alrededor. Contárselo a Wahram, tranquilizarlo. Procurar que se relajara.

Pero ella no lo estaba. Un intenso temor se apoderó de ella. Pauline debía de ser consciente de ello, cabía la posibilidad de que en ese preciso instante le estuviera administrando alguno de los medicamentos para combatir la ansiedad de que disponía el traje. Cisne confiaba en ello. No había nada que hacer excepto esperar. Seguir respirando. Esperar y ver. Había sido un lujo en su vida la posibilidad de actuar, de hacer algo, y evitarse la espera. Pero la realidad había llegado para quedarse: A veces no queda más que esperar.

Pues bien, que así fuera. La espera no era tan mala. Era preferible a viajar en el crucero a oscuras. Venus parecía más próximo, tal vez un poco más brillante porque quizá el escudo solar había sufrido algunos daños en el extremo más cercano a la explosión. Distinguía nubes oscuras que giraban alrededor de un parche negro, posiblemente la montaña de Ishtar. Había allí manchas más brillantes y oscuras bajo las nubes arremolinadas, pero no tenía ni idea de si representaban océano congelado o tierra helada. No vio azules, pardos o verdes, sino nubes grises justo sobre la tierra gris, oscuras y más oscuras.

—Me encuentro mejor —anunció Wahram, vacilante, como si al mismo tiempo pusiera a prueba su afirmación.

—Ah, estupendo —dijo Cisne—. Mira de beber algo. Probablemente estés deshidratado.

—Sí, tengo sed.

Pasó más tiempo. Al cabo de un rato, Wahram comenzó a silbar por lo bajo una de las melodías que había silbado en los túneles. Reconoció una obra de Beethoven, y no una de las sinfonías, de modo que lo más probable era que se tratase de uno de los cuartetos tardíos. Un movimiento lento. Posiblemente el que había compuesto Beethoven después de recuperarse de una enfermedad. Un acto de acción de gracias. No la reconocería hasta que alcanzase la frase final. Era una de las buenas. Silbó suavemente un acompañamiento con su voz de alondra al tiempo que apretaba la mano. La melodía era lenta, no podía limitarse a seguirlo, sino que tenía que hallar el modo de acompañarlo, de unirse a él. La parte de alondra que había en su cerebro recordó las partes de aquella melodía que él le había enseñado en los túneles subterráneos de Mercurio. Fue durante su convivencia submercurial, de la que daba la impresión de haber pasado una eternidad. Esa vida era cosa del pasado; aquella no tardaría en serlo. No había sido capaz de marcar una gran diferencia entre esa vida y la presente, y no importaría mucho que sobrevivieran o no. ¡Ay, la belleza de esa canción, algo a lo que aferrarse. El cerebro de alondra siguió cantando en su interior, levantándola lejos de la melodía lenta. Diferentes momentos quedaban entrelazados.

—¿Te acuerdas? —preguntó tras interrumpirse. La voz tensa, aplastándole la mano—: ¿Te acuerdas de cuando estuvimos en el túnel?

—Sí, claro.

Recuperaron la melodía. Su silbido era apenas audible, o al menos lo hacía con un estilo que hacía parecer que lo era. Quizá seguía dolido. Musicalmente lo habían hecho mejor en el túnel. Ahora sonaban como Armstrong y Fitzgerald. Él fingía un esfuerzo que apenas alcanzaba una perfección accidental, minimalista, mientras que ella era perfecta sin el menor esfuerzo, simplemente interpretando la música. Dúo de opuestos. El esfuerzo y la interpretación, creando algo que era mejor haciéndolo juntos que por separado. Tal vez fueran necesarios ambos. Puede que ella hubiese convertido su interpretación en una lucha, cuando necesitaba luchar para interpretar.

Al final alcanzaron la melodía; sí, era la acción de gracias. El himno de acción de gracias tras recuperarse de una grave enfermedad, así había dicho que se llamaba Wahram, todo ello a la manera de Lidia. Y el título describía bien la sensación, y es que no siempre lo hacían. Una acción de gracias trenzada en la propia melodía, con un oído infalible para la música como expresión de los sentimientos. ¿Cómo era posible? ¿Quién era? Beethoven, el ruiseñor humano. Hay canciones en nuestro cerebro, pensó Cisne, les hubiesen insertado o no en el cerebro las células de ave, puesto que ya estaban allí, en el cerebelo, conservadas durante millones de años. Allí no existe la muerte; tal vez la muerte fuese una ilusión, quizá aquellos patrones fueran eternos, la música y la emoción a través de los universos, una tras otra, en las alas de las aves migratorias.

—Hemos tenido una relación desde lo del túnel —le dijo cuando dejó de silbar.

—Hmm —respondió él, de acuerdo o no con la anterior afirmación.

—¿Tú no lo crees?

—Sí, lo creo.

—Si no hubiéramos topado el uno con el otro, podríamos habernos evitado. Así que he estado pensando que eso no es lo que queríamos. Lo que queríamos…

—Hmm —insistió él, ambiguo.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso lo niegas?

—No.

—Entonces, ¿a qué viene eso?

—Quiero decir —empezó él, lentamente, meditándolo bien, haciendo una pausa, pero después no pareció tan dispuesto a hablar. A través del visor vio por fin que él la miraba, en lugar de mirar las estrellas, y eso le pareció una buena señal, pero también desconcertante porque él estaba tan serio y concentrado. Esa inmersión mental era una labor anfibia, y su sapo la realizaba silencioso y con aire abstraído.

—Me gusta estar contigo —continuó él—. Me parece que las cosas son más interesantes cuando estoy contigo. —Siguió mirándola fijamente—. Me gusta silbar contigo. Disfruté del tiempo que pasamos juntos en el túnel.

—¿Disfrutaste?

—Claro, por supuesto. Ya sabes que sí.

—No —dijo ella—. No sé qué es lo que sé o no. Eso es parte de mi problema.

—Te quiero —dijo.

—Claro, por supuesto —dijo ella—. Y yo a ti.

—No, no —dijo—. Te quiero.

—¡Entiendo! —dijo—. Pero, dios mío, no estoy segura de saber lo que quieres decir.

Él esbozó su sonrisa tímida. Tan pequeña, casi oculta detrás del visor, y, sin embargo, sólo asomaba cuando algo le hacía gracia de verdad. Nunca era un gesto amable. Cuando quería mostrarse así se limitaba a abrir los ojos como platos.

—Yo tampoco sé lo que quiero decir —admitió—. Pero lo digo de todos modos. Quería decírtelo, es esa clase de amor.

—Oh oh —dijo ella—. Mira, esto es una locura. La pierna se te congela y debes estar en estado de shock. El traje te ha administrado toda clase de sustancias.

—Probablemente sea cierto —admitió con expresión soñadora—, pero quizá sea por eso que me permito decir lo que siento de verdad. Con cierto apremio, por llamarlo de algún modo.

Wahram sonrió de nuevo, pero brevemente. La miraba como un… en fin, no supo definirlo. No como un halcón, ni con la mirada larga de un lobo, sino con una mirada curiosa, interrogante incluso. La pregunta de una rana: ¿qué clase de animal era Cisne? ¿Robot? ¿Limite? ¿Ladrona? ¿Robert?

No lo sabía. No había forma de decirlo. Su sapo la miró fijamente, los ojos como canicas de jaspe en la cabeza. Ella le miró a su vez: tan lento, tan él, autónomo, amante de los rituales… Si es que eso era cierto; trató de resumir todo lo que había visto en él en una sola frase, pero no funcionó. Tenía una mezcla de piezas, de pequeños incidentes y sentimientos, y también el tiempo que habían pasado juntos, que también era una mancha y un revoltijo. ¡Pero interesante! Eso era el quid de la cuestión, esa palabra que acababa de usar. Él la interesaba. Se sentía atraída por él como a un paisaje o una obra de arte. Actuaba con seguridad; Wahram había trazado una línea perfecta. Le enseñaba cosas nuevas, y también nuevos sentimientos. ¡Tranquila! ¡Presta atención! Él la sorprendía con esas cualidades.

—Hmm, bueno, yo también te quiero —dijo—. Hemos pasado muchas cosas juntos. Déjame pensarlo. No he pensado en ello en la forma en que me das a entender.

—Que sugiero —sugirió.

—Vale, sí. Voy a pensar en lo que significa.

—Muy bien. —Y de nuevo esbozó su sonrisa.

Flotaban en el negro teñido de blanco. El brillo del diamante. Solía decirse que había cien mil estrellas visibles a simple vista cuando se está en el espacio. Parece un cálculo difícil y probablemente tan sólo era un recuento de ordenador, hasta el alcance de una magnitud considerada visible para el ojo humano. A ella le pareció que había muchas más de un centenar de miles.

Flotaban ingrávidos, rebullían al tiempo que respiraban y parpadeaban. Cisne podía oír su respiración y los latidos de su corazón, y también la sangre que circula por sus oídos. La prisa animal que era su esencia en el espacio, a través del tiempo. Latido a latido. Y había vivido un siglo y un tercio, su corazón había latido alrededor de cinco mil millones de veces. Parecía mucho hasta que empezabas a contarlo. Contarlo implicaba un número finito, que era, por definición, demasiado corto. Era una sensación extraña.

Pero también contar la propia respiración era una ceremonia budista, acompañada por la adoración del sol en Mercurio. Cisne lo había hecho anteriormente. Ahí estaban, enfrentados al universo, viéndolo desde el interior de la fortaleza del traje de vacío y de los cuerpos. Atentos el cuerpo, contemplando las estrellas y la negrura infinita. Vio la constelación de Andrómeda y, en ella, la galaxia de Andrómeda, elíptica citología en lugar de un punto minúsculo y denso. Al pensar en lo que era, a veces Cisne podía distinguir la tercera dimensión aún más allá, en la negrura: no sólo percibir la profundidad de campo orada por las estrellas en las diferentes distancias, que uno podía fingir que se caracterizaban por su brillo, sino ver también Andrómeda en su conjunto galáctico, mucho más allá que cualquier otra cosa que pudiese ver: tachán, allí estaba, el espacio más profundo, la extensión del vacío ante la mirada.

Fueron momentos increíbles, y a decir verdad no duraron mucho, no podían hacerlo. Era demasiado inmenso, el ojo y la mente humanos no estaban preparados para verlo. Sabía que sobre todo tenía que ser un salto de la imaginación, pero cuando esa idea encajaba con lo que veía en la realidad, en ese preciso instante, podía llegar a convertirse en algo completamente real.

Entonces volvió a suceder, y allí estaba ella: el universo en su totalidad. Trece mil setecientos millones años de expansión, y más por venir, de hecho, con la expansión acelerándose, florecería hacia afuera como una llamarada coronal del sol, disipando todo cuanto ardía en ella. Eso era lo que parecía estar sucediendo en ese momento, antes de sus ojos.

—Estoy alucinando —confesó—. Estoy viendo Andrómeda como una galaxia que perfora un agujero a través de la oscuridad, como si estuviera viendo una nueva dimensión.

—¿Te apetece algo de Bach para acompañarlo? —preguntó Wahram.

Ella se pudo evitar reír.

—¿Qué quieres decir?

—Estoy escuchando la suite para chelo de Bach —dijo—. Creo que encaja perfectamente con la escena. ¿Quieres sumarte?

—Por supuesto.

Una pieza para violoncelo solo, solemne pero ágil, enhebrando la oscuridad de la noche.

—¿De dónde la has sacado? ¿Va incluida en el traje?

—No, en la Inteligencia Artificial que llevo en la muñeca. No le llega a Pauline a la suela del zapato, pero al menos a esto llega.

—Ya veo. Así que llevas una Inteligencia Artificial débil.

—En efecto. —Un pasaje particularmente expresivo de la pieza de Bach llenó el silencio. El violoncelo era casi una tercera parte de la conversación.

—¿No tienes nada menos lúgubre? —preguntó Cisne.

—Supongo que sí, aunque a mí me parece muy viva.

Ella se echó a reír.

—¡Cómo no!

Él se limitó a tararear, pensándolo bien.

—Podemos cambiar a la música para piano de Debussy —dijo después de que el chelo ejecutase una frase especialmente profunda, el timbre animado negro como el espacio—. Creo que podría ser justo lo que necesitas.

El piano sustituyó al chelo, los claros sonidos como de campana fueron de un lado a otro como dardos, componiendo melodías que se desplazaron como gatos sobre el agua. Cisne comprendió que Debussy tuvo una mente de pájaro, y silbó una frase repitió uno de las suyas, ajustándola a la siguiente. No resultó sencillo. Se detuvo.

—Muy bonito —dijo.

Le apretó la mano.

—Me gustaría poder silbarla contigo, pero no puedo.

—¿Por qué no?

—Me cuesta mucho recordarla. Siempre me sorprende cuando la escucho. Me refiero a que la reconozco cuando la interpretan, la habré escuchado diez mil veces, pero si yo no la escucho en voz alta, no podría silbarte las melodías de memoria, son demasiado… demasiado huidizas, supongo, o sutiles. Expectantes. Inesperadas. Y no parecen repetirse. Presta atención porque no deja de cambiar de tercio.

—Es preciosa —dijo, y silbó otro contrapunto de ruiseñor.

Al cabo de un buen rato, Wahram apagó la música. El silencio era inmenso. De nuevo oyó su propia respiración, los latidos de su propio corazón. Era el eco del golpeteo doble, algo más veloz de lo habitual, pero al menos ya no corría desenfrenado. Cálmate, pensó otra vez. Estás abandonada en el espacio, y con el tiempo te rescatarán. Entre tanto, aquí estás, y Wahram contigo, y Pauline. Ningún otro instante se diferencia fundamentalmente del presente. Concéntrate y mantén la calma.

Tal vez decir que alguien era de un modo u otro no era sino el empeño de sumar un recuerdo en un tablón donde los organizas, como mariposas en una colección de lepidópteros. No era la generalización que parecía, sino el esfuerzo por comprenderlo. ¿Se parecía Wahram a cualquier cosa que ella pudiera decir de él, si lo intentaba? Él era así, él era asá… No tenía ni idea. Uno tenía impresiones de otras personas, nada más que eso. Nunca se escuchaba lo que pensaban, tan sólo se escuchaba lo que decían; era una gota en un océano, el tacto a través del abismo. Una mano que sostiene la tuya mientras flotas en la negrura del espacio. No era gran cosa. No podían conocerse realmente bien. Por tanto decían: Él es así, o ella es asá, y a eso lo llamaban persona. Emitían un juicio, una conjetura. Se tendría que hablar con alguien durante años para proporcionar a esa conjetura cierta validez. Ni siquiera entonces había forma de conocer a alguien.

Cuando estoy contigo, dijo mentalmente a Wahram mientras flotaban juntos, a la espera, de la mano… Cuando estoy contigo me siento un poco inquieta; juzgada; inadecuada. No la clase de persona que te gusta, lo que me parece ofensivo, y por tanto me comporto más como esa parte de mí que nunca. Aunque también quiero causarte buena impresión. Pero ese deseo me parece irritante, y me esfuerzo por contradecirlo. ¿Por qué iba a importarme? A ti no te importa.

Y, sin embargo, te importa. Te quiero, dijiste. Cisne admitió que quería que él se sintiera así cuando estaban juntos. De esa forma. ¿Era eso el amor, el anhelo de un sentimiento que no estaba claro aún cuando lo sentías? ¿Se debía a eso que a veces la gente lo considerase una locura? Las palabras siguen siendo las mismas, incluso los sentimientos lo son, pero hay huecos entre las palabras y los sentimientos difíciles de rastrear. El deseo de saber, de ser conocido, de ser apreciado por lo que se es y no por lo que los demás piensan que deberías ser… Pero entonces, lo que eres… Le costaba creer que alguien que la amara no estuviese cometiendo un gran error. Porque ella se conocía mejor, por tanto sabía que ese amor era proclive a errores. Por lo tanto tienen que ser muy insensatos, a pesar de lo cual anhelaba precisamente ese amor. Alguien que la quisiera más de lo que ella se quería a sí misma. Alguien que la quisiera a pesar de sí misma, alguien que se portase mejor con ella. Así era Alex. Y cuando se vive algo así, cuando sientes eso, cuando te aman mucho más de lo que mereces, con esa especie de generosidad, eso pone en marcha otros sentimientos. Un resplandor. Un desbordamiento. Ponía algo en marcha que era recíproco. El reconocimiento mutuo. De nuevo la sala de los espejos. Pon un rayo de luz láser entre dos espejos, el haz va y viene, dos partes de algo más, no sólo a la bestia de dos espaldas (aunque también lo sea, lo cual es una gran cosa, un gran animal), sino algo más, una especie de… emparejamiento, como Plutón y Caronte, con el centro de gravedad entre ambos. No un único super organismo, sino dos que trabajan juntos en algo que los trasciende. Un dúo. Una armonía.

Silbó una de las otras piezas de Beethoven que Wahram había interpretado a menudo en el túnel. Aún tenía problemas para clasificar cuál era cuál, pero sabía que era la pieza de agradecimiento, el que seguía a la gran tormenta cuando todas las criaturas asoman de nuevo al sol. Una melodía sencilla, como las melodías populares. La escogió porque era una de las pocas a las que Wahram podría sumarse para interpretar mediante silbidos el contrapunto, introduciendo unas florituras que aseguró formaban parte del original. Wahram se sumó, no con la intensidad de otras ocasiones. Había en su dolor una costura de hilo de oro. No era un gran músico, ésa era la verdad. Pero tenía buena memoria para las piezas que amaba.

Ella despegó y trinó a su alrededor, y él recuperó la melodía principal. Tal vez los dúos fueran eso.

—Quizá te quiero —dijo—. Tal vez sea eso lo que he estado sintiendo estos últimos años. Tal vez nunca supe lo que era.

—Tal vez —dijo él.

¿Se refería a que los tal vez no cuentan, o que ese tal vez era mejor que nada?

—El movimiento lento de la Séptima —dijo—, si no te importa. —Y entonó otra melodía del tiempo que habían pasado bajo Mercurio, una que ella siempre había disfrutado, llena de posibilidades. A veces la habían silbado durante horas, durante medio día o más. Majestuosa, solemne, elegíaca, parecida al propio Wahram, caminando a lo largo de los días. En marcha. Alguien en quien se puede confiar.

—Tal vez —repitió—. Podría ser.

Interpretaron la pieza como lo habían hecho con anterioridad, como cuando estaban en la estacada y todo dependía de cómo seguirían adelante. Como en ese instante, en ese preciso instante, flotando en el espacio a la espera del rescate, teniendo fe en que sucedería.

Fe justificada.

—Se nos acerca una nave —informó Pauline.

Destacó un punto blanco entre los demás, y en cuestión de segundos se convirtió en otra pequeña nave espacial que flotó ante ellos como un sueño extraño y mágico.

—Ah, estupendo —dijo Cisne.

También ellos eran ahora Peters. Tuvo que recordarlo. Sólo continuaban gracias a un rescate. A medida que se impulsaron hacia la nave de rescate, Cisne trató de grabar en la memoria todo lo que había significado aquel episodio: flotar, Andrómeda, la mirada de Wahram, el dúo. Podrían haber sido sus últimas horas. Pensó de nuevo en Alex. Nuestras historias se desarrollan un tiempo, algunos genes y algunas palabras persisten, luego nos vamos. Era algo que costaba tener presente. Y en cuanto la escotilla de la esclusa se hubo cerrado y ambos estuvieron de nuevo en el interior, volvió a olvidarlo.

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