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20 de DICIEMBRE de 2012 » 34

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Se marcharon de Kiaqix a primera hora de la mañana. El sol no tardaría en abrasar el Petén, y la leve brisa que entraba por las ventanillas abiertas del jeep aliviaba bien poco a Chel. Casi podía sentir el VIF dentro de ella. Desvió la vista hacia Stanton, sentado al volante. Apenas la había mirado mientras cargaban los suministros médicos en el jeep, junto con la comida que Initia les había proporcionado. Repetía una y otra vez que, con la enfermedad tan concentrada como estaba en aquel lugar, era muy probable que la prueba diera un falso positivo a causa de la contaminación. No quería aceptar los resultados de una prueba que él mismo había diseñado.

Chel no podía leer muy bien el lenguaje corporal de Stanton, pero a estas alturas ya le conocía lo bastante para saber que se culpaba por el hecho de que hubiera enfermado, por llegar un segundo demasiado tarde. Quería hacerle entender que no era culpa suya, que habría muerto en el suelo de la capilla de no ser por él. Pero era incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

Devolvió su atención a la carretera. La ruta de los guacamayos corría a 232,5 grados sudoeste. Stanton seguía una senda a través de la selva, alternando tierras de labranza utilizadas en exceso con selva virgen. Chel sabía que estaban buscando lugares llanos y elevados, donde se habrían construido ciudades antiguas como Kanuataba. A las dos horas de viaje, el terreno se hizo más accidentado. En realidad, no había carreteras en la zona, y sabían que, a la larga, tendrían que seguir a pie.

El jeep oscilaba de un lado a otro, levantando barro. Era casi imposible ver a través de las ventanillas. El mundo de Chel se estaba volviendo más ruidoso, luminoso y extraño. Los ruidos del coche le crispaban los nervios, y los aullidos y chillidos de la selva la aterraban como nunca antes.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban viajando, cuando Stanton paró el jeep de nuevo.

—Si la orientación es buena —dijo—, hemos de seguir por aquí.

Ante ellos aparecía la selva más espesa que habían visto hasta el momento, y docenas de árboles caídos bloqueaban su camino. El jeep había llegado al final de su ruta.

—Vamos —dijo Chel, intentando demostrar energía—. Puedo andar.

Stanton se inclinó sobre el cuentakilómetros.

—Estamos a noventa y tres kilómetros de Kiaqix. Si viajaron tres días para llegar a ese lugar, no puede estar mucho más lejos, ¿verdad?

Chel asintió en silencio.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó él—. Si no puedes hacerlo, iré solo y volveré en cuanto lo encuentre.

—La gente ha venido a cazar aquí durante siglos —logró articular Chel—. Nadie ha encontrado las ruinas. Deben de estar bien escondidas. Nunca las encontrarás solo.

Stanton cargó todo el material a su espalda, herramientas para rascar residuos de los cuencos que esperaba encontrar en la tumba de Imix Jaguar, un microscopio, platinas y otros elementos esenciales para pruebas in situ. Se adelantó y cortó arbustos y ramas con un machete que había cogido en casa de Initia. Atravesaron bancos de lodo irregulares y se aferraron a la rugosa corteza de altos árboles para no perder el equilibrio. Empezaron a formarse ampollas en los pies de Chel, y le dolía la cabeza. Experimentaba la sensación de que un millón de diminutas cosas reptaban por todo su cuerpo.

Al cabo de casi una hora, Stanton se detuvo. Habían subido hasta lo alto de un terraplén rocoso, desde el cual gozaban de una vista de varios kilómetros a la redonda. Alzó la brújula en el aire.

—La ruta migratoria conduce a aquel valle. Debe de estar ahí.

Había dos pequeñas montañas delante, cada una de varios kilómetros de anchura. Entre ellas se extendía un amplio valle de selva tropical ininterrumpida.

—No puede estar ahí —repuso Chel. El agotamiento se estaba apoderando de ella a marchas forzadas—. Los antiguos no habrían construido entre montañas. Los… hacía vulnerables por ambos lados.

La expresión de Stanton le dijo que, en su estado, no sabía si confiar o no en su instinto.

—¿Hacia dónde quieres ir, pues? —preguntó él.

—Más arriba. —Señaló la más grande de las dos montañas—. A buscar templos por encima de los árboles.

Los troncos de los árboles que crecían al pie de la montaña eran delgados y ennegrecidos, mondadientes carbonizados clavados en el suelo. Se había producido un incendio, probablemente provocado por un rayo. En la temporada de tormentas, abundaban los pequeños incendios provocados por rayos. Los antiguos creían que era una señal enviada desde el cielo para advertir de que una parcela de tierra necesitaba tiempo para rejuvenecer.

En la linde del bosque, llegaron a una parte más verde de la pendiente. Entonces Chel vio por el rabillo del ojo un grupo de enredaderas de vainilla a lo lejos, a mitad de camino de la cumbre. Se volvió hacía la extraña pero a la vez familiar presencia de aquella planta, sin saber si debía confiar en sus ojos. La vainilla era común en toda Guatemala. Se enredaba alrededor de los troncos de los árboles y trepaba hasta lo alto del dosel en busca de lluvia y luz. Las enredaderas podían alcanzar decenas de metros de altura.

Pero estas enredaderas se estiraban tan sólo unos cinco metros en el aire, como si hubieran talado el árbol y cortado sus ramas. Chel gritó a Stanton que esperara, pero él no la oyó. Dejó que continuara y se desvió de la ruta. Los cincuenta y pico metros pendiente arriba se le antojaron interminables, cada uno de sus pasos más difícil que el anterior, pero se sentía arrastrada hacia las delgadas hojas alargadas. La espesa maraña de enredaderas que abrazaba el árbol estaba más suelta de lo normal, una señal de que lo que había debajo estaba cubierto por algo más que corteza de árbol.

Para un ojo inexperto habría sido imposible discernirlo, pero cientos de piedras mayas habían sido descubiertas en la selva bajo enredaderas como aquélla. Las manos de Chel temblaban (ya fuera de impaciencia o a causa de la enfermedad), y apenas tuvo fuerzas para arrancar las ramas. Pero al final consiguió ver lo que había debajo. Era un enorme peñasco, de al menos dos metros y medio de alto, cortado en forma de lápida alargada.

—¿Adónde habías ido? —Stanton la había localizado. Se inclinó para mirar por encima de su hombro—. ¿Qué es eso?

—Una estela —dijo Chel—. Los antiguos las llamaban árboles de piedra. Las utilizaban para documentar fechas, nombres de reyes y acontecimientos.

Estas estelas aparecían en ocasiones cerca de las ciudades, explicó, pero también eran erigidas en los pueblos para honrar a los dioses. Lo único que sabía con seguridad de ésta era que nadie había visto su superficie durante mucho tiempo. El tiempo y la edad habían resquebrajado una esquina.

Chel intentaba respirar a un ritmo constante, mientras Stanton despejaba el resto de enredaderas hasta revelar una superficie cubierta de grabados e inscripciones erosionadas. Había una borrosa representación del dios del maíz en mitad de la piedra, mientras que representaciones de Itzamanaj, la deidad suprema maya, adornaban los bordes.

Entonces Chel vio tres glifos familiares.

—¿Qué dicen? —preguntó Stanton.

Ella indicó la primera talla.

Naqaj xol quiere decir «muy cerca» en ch’olan. Y éste, u’qajibal q’ij, significa que nos encontramos directamente al oeste de la ciudad.

Stanton señaló el último glifo.

—¿Y éste?

Akabalam.

Árboles caídos y maleza cubrían cada centímetro de la pendiente, y cada paso significaba un reto agotador para Chel. Subieron y bajaron por la empinada pendiente en busca de un sendero transitable. Se detenían cada cincuenta metros para que ella pudiera descansar. El aire era insoportablemente caliente y húmedo, y cada vez que respiraba pensaba que no podría continuar. Pero con la ayuda de Stanton fue avanzando, atravesando otro tramo de bosque.

Por extraño que pareciera, la pendiente de la ladera se allanaba cuanto más avanzaban hacia el oeste, lo cual concedió un breve descanso a las piernas de Chel y le permitió seguir adelante. Al cabo de tres kilómetros, ya no parecía una montaña. Todavía se hallaban a bastante altura sobre el nivel del mar, a mitad de camino del pico, pero la cara oriental había dado paso a una inmensa meseta, lisa como cualquier llanura. Kanuataba significaba la ciudad en terrazas, pero Paktul no había hablado en ningún momento de su relato de terrazas agrícolas. Tal vez, pensó Chel, la ciudad había recibido su nombre de este saliente que un río talló en la montaña millones de años antes, una terraza natural que eludió el descubrimiento después de que sus antepasados la abandonaran.

Minutos después descubrieron más motivos de esperanza. Cientos de ceibas, sagradas para los mayas, se alzaban en la distancia. Los troncos tenían espinos, y las ramas estaban cubiertas de hierba y musgo de un verde fosforescente.

… en otro tiempo Kanuataba fue hogar de la colección más majestuosa de ceibas, el gran sendero que conduce al inframundo, en todas las tierras altas. En otros tiempos la densidad de ceibas era la más grande del mundo, bendecidas por los dioses, y sus troncos casi se tocaban. ¡Ahora queda menos de una docena todavía en pie en todo Kanuataba!

Continuaron a través de la densa zona de árboles sagrados que habían regresado a la selva. Los árboles se alzaban hacia los cielos, en dirección a la Región Celeste, y Chel vio contornos de rostros de dioses en las hojas: Ahau Chamahez, dios de la medicina; Ah Peku, dios del trueno; Kinich Ahau, dios del Sol, y todos la animaban a continuar.

—¿Estás bien?

Stanton caminaba unos pasos más adelante. ¿Podría interpretar como ella lo que les decían de las hojas? ¿Oiría la llamada de los dioses igual que ella?

Chel parpadeó, con la intención de ver con más claridad. Intentó formar palabras para contestarle. Avanzó hacia él, y vislumbró una grieta en las ceibas. Entre los troncos había un fragmento de piedra.

—Allí —susurró.

Caminaron durante medio kilómetro hasta la base de una antigua pirámide. La niebla bañaba su cumbre. Árboles, arbustos y flores brotaban en todas direcciones, ocultaban cada rincón. Más árboles habían crecido en los escalones, hasta llegar a la cumbre. Una fachada estaba tan invadida de flora que habría podido confundirse con una pendiente natural. Sólo en lo alto se veía piedra caliza, donde columnas en forma de aves alargadas formaban tres aberturas contiguas.

Fragmentos rotos de piedra se transformaron en la mente de Chel en escalones angulares. Aparecieron esclavos y trabajadores de corvea, cargando cantos rodados a la espalda. En la base, vio tatuadores y anilladores, fabricantes de especias que trocaban pimentón por esquisto. Para Chel, la apagada y decrépita piedra arenisca estaba ahora pintada con un arco iris de colores: amarillo, rosa, púrpura, verde.

La cuna de su pueblo, en toda su gloria.

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