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20 de DICIEMBRE de 2012 » 36

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—El aire de ahí abajo podría por sí solo infectar a un centenar de personas. Has de ponértelo.

Stanton extendió el traje hermético.

Chel sudaba tanto que era incapaz de imaginar que volvería a tener frío.

—Ya estoy infectada. Dijiste que el calor sólo empeoraría la situación.

—Cuanto más elevada sea la concentración a la que te expongas, mayor velocidad de propagación. Cuanto antes…

Ella no le dejó terminar la frase.

La ayudó a ponerse el traje. Chel no tenía ni idea de cómo lograría entrar en la tumba con él: era tan voluminoso como caluroso. Había estado en muchas tumbas antes, y nunca había padecido claustrofobia, pero la idea de entrar en una catacumba con aquella cosa puesta… Imaginó que sería como estar enterrada viva. Con el casco puesto, el ruido del mundo enmudeció. Miró a través del cristal y experimentó la sensación de que todo su entorno (el dosel de la selva, la ciudad de Paktul, Stanton y su equipo) se hallaba muy lejos. El corazón le dio un vuelco.

—¿Preparada? —preguntó él.

La ayudó a pasar por la abertura de la piedra que habían descubierto al lado del pico de Volcy. Después se embutió detrás de ella y alzó el brazo por encima de su hombro para iluminar el camino con la linterna.

Chel vio que su aliento nublaba el cristal del casco mientras avanzaba de rodillas. Restos de lo que habría sido moho se habían formado sobre las piedras incontables años antes. Incluso a través del equipo, notó la superficie extraña y mohosa. Sabía que el olor a guano de murciélago impregnaba el aire, pero lo único que podía oler dentro de la mascarilla era el antiséptico del mecanismo de purificación del traje.

Por fin, el estrecho pasadizo se abrió a un espacio más ancho. El techo tendría un metro y medio de altura. Chel se vio obligada a inclinarse un poco. Stanton tuvo que acuclillarse.

Ella apuntó su linterna a la pared del fondo y se maravilló de los grabados de víctimas de sacrificios con trabajados tocados de animales, y de seres con cabeza de serpiente y cuerpo de hombre. Chel los tocó y eliminó una gruesa capa de polvo con el guante. No albergaba la menor duda de que los dibujos eran obra de contemporáneos de Paktul. Tardaban horas en grabar cada línea, y el precio de una sola equivocación habría sido la muerte.

Al final de la plataforma, había unas escaleras que bajaban. Estaba claro que habían diseñado el templo como una serie de estancias estrechas, con cuatro o cinco escaleras en cada lado, que al final conducían al nivel más inferior, bajo tierra. Allí, sospechaba Chel, encontrarían varias habitaciones rituales más pequeñas y otra más grande, donde el rey estaría sepultado, como en los templos de El Mirador.

Continuaron el descenso. Cada escalera era más estrecha que la anterior, y con los trajes herméticos tenían que ponerse de lado para embutirse entre las paredes. Chel sabía que el aire se iba enfriando a medida que descendían, y habría dado cualquier cosa por sentirlo, pero el traje lo convertía todo en viciado y reciclado.

Por fin, resultó imposible continuar avanzando. Chel enfocó la linterna hacia un pasillo con puertas practicadas en la pared a ambos lados. Se encontraban ahora a unos cinco o seis metros bajo tierra, e incluso a mediodía no habría llegado luz natural tan abajo. Pero aquí los techos eran más altos. Hasta Stanton pudo casi incorporarse.

—Por aquí —dijo Chel, y se internó en el pasadizo. Alumbró dos habitaciones vacías antes de encontrar lo que iba buscando.

En mitad de la estancia más lejana se erguía un sarcófago de piedra caliza.

La última morada de Imix Jaguar.

—¿Es eso?

Aunque estaba detrás de ella, Chel oyó la voz de Stanton por un diminuto auricular que llevaba en el oído.

Un vistazo al suelo le reveló que la tumba había sido saqueada. Pero Volcy había dejado muchas cosas: sílex tallado y collares oxidados, pendientes de concha, estatuas de serpientes.

Y esqueletos.

El cuerpo de Chel había agotado sus fuerzas, pero su mente estaba ansiosa todavía por asimilarlo todo. En el suelo que rodeaba el sarcófago había catorce o quince esqueletos antiguos, dispuestos de manera ritual, todos espolvoreados de cinabrio color marrón. Habrían muerto de la misma enfermedad que la estaba matando a ella ahora, y se habrían sentido igual que ella: acalorados, cansados y aterrorizados por la certeza de que nunca más volverían a soñar.

—¿Quiénes son los demás? —preguntó Stanton.

—Los antiguos creían que la muerte de un rey robaba tan sólo una de sus treinta y nueve almas —explicó Chel—, y que las otras treinta y ocho continuaban viviendo o iban a la Región Celestial. El ajaw necesitaba otras almas que sacrificar a los dioses durante su viaje para poder realizar la travesía. —Señaló los seis esqueletos más pequeños—. Incluidos niños.

Stanton se agachó.

—¿Ves la formación de los extremos de las caderas de éste? Es un adulto muy bajito.

El enano, Jacomo, enterrado con su rey.

Un repentino aullido en la oscuridad sobresaltó a Chel. Se volvió a tiempo de ver una explosión de murciélagos que se precipitaban hacia ellos.

—¡Al suelo! —gritó Stanton—. ¡Destrozarán los trajes!

La nube de seres voladores consiguió que Chel se desorientara un momento. Extendió las manos hacia la pared, pero no encontraron nada y cayó al suelo. Encima de ella, Stanton agitaba los brazos para expulsar a los murciélagos hacia el pasillo.

Sus gritos agudos se extinguieron.

Chel se preguntó si tendría fuerzas para levantarse. El traje momificaba sus brazos y piernas. Le dolían los músculos. Se quedó tendida, cara a cara con los esqueletos, y se sintió abrumada. Después, cuando estaba a punto de cerrar los ojos, vislumbró algo metálico escondido en el polvo cerca de ella. Era un anillo de jade grande con un glifo tallado en él.

El escriba hombre-mono.

Extendió la mano y lo cogió. El anillo de Paktul.

El príncipe había escapado, y las hijas de Auxila también, todos siguiendo al espíritu animal del escriba, el guacamayo escarlata, en dirección a Kiaqix. Pero Paktul, el hombre, no había escapado. Los guardias de Imix Jaguar debieron matarle, para después enterrarle a él, su anillo y su libro con el rey.

Contempló las calaveras, y se preguntó cuál sería la de Paktul. En algún lugar, entre estos restos, se hallaba el padre de su pueblo. Nunca podrían identificarlo, pero Chel se alegraba de estar en presencia del escriba. De saber que le habían encontrado.

Stanton la ayudó a ponerse en pie, pero ella no podía caminar sin ayuda. La ayudó a arrastrarse hasta el sarcófago del rey. Aun en su estado, vio que la lápida de piedra caliza estaba grabada con signos trabajados de extremo a extremo, una obra de arte creada en una sola piedra. Sabía que Volcy no lo había mancillado. La pesada tapa continuaba en su lugar, y nunca se habría tomado la molestia de devolverla a su sitio. Habría encontrado el libro enseguida, y comprendido que no necesitaba más.

—¿Puedes levantarla? —preguntó a Stanton.

Él sujetó la lápida de piedra, la movió hacia atrás y hacia delante por una esquina cada vez. Por fin, se estrelló en el suelo, y el ruido resonó en toda la cámara.

Entonces Chel volvió a apoyarse en la pared y le vio levantar huesos y objetos. Una máscara facial de jade con ojos de perlas y colmillos de cuarzo. Una lanza larga con una punta de jade afilada. Placas de jade talladas.

Pero no había cuencos. Ni aguadores. Ni contenedores de chocolate o maíz. Ni vasijas de ningún tipo. Sólo joyas, máscaras y armas.

Todo de incalculable valor. Pero inútil.

Chel había confiado en que encontrarían objetos de cerámica, que habrían enterrado con el rey, y que dentro de ellos hallarían residuos de lo que los antiguos habían comido.

—No sé qué decir, Gabe. Pensaba…

Chel se detuvo cuando cayó en la cuenta de que Stanton ni siquiera la estaba mirando. Se había dirigido hacia los esqueletos más pequeños; una vez allí, arrancó la calavera del enano de su cuerpo, que cedió con facilidad. Ella sólo podía imaginar la frustración que estaba experimentando.

—¿Qué haces? —le preguntó.

Stanton señaló.

—Los dientes.

—¿Qué quieres decir?

—Podríamos saber lo que comían a partir de los dientes. Los granos de comida pueden sobrevivir eternamente. Aunque hubieran agotado sus provisiones, granos consumidos mucho tiempo antes de que murieran podrían continuar entre sus dientes.

Stanton reunió más calaveras y empezó a prepararlas. Por un momento, Chel le miró desde la pared contra la que estaba apoyada, y luego cerró los ojos. Todo continuaba brillando. Incluso en la oscuridad. Y el aire del interior del casco estaba cociendo su cerebro.

—Si has de dejarme… —empezó a decir, pero ya estaba pensando sólo en Paktul, cuyo anillo se había puesto en el dedo enguantado, y después en su madre, y en lo equivocada que había estado respecto a ella. De modo que no oyó las siguientes palabras de Stanton cuando empezó a trabajar.

—Nunca te dejaré.

En primer lugar, Stanton extrajo todos los cálculos visibles y tomó muestras de cada porción de dientes con la ayuda de una navaja de precisión. Hizo cada sección tres veces antes de depositar las muestras sobre portaobjetos de microscopio. Era un trabajo difícil en las mejores condiciones; utilizando una sola linterna en la oscuridad, era casi imposible.

Pero, con sumo cuidado, lo hizo poco a poco.

Empleando un texto de referencia, comparó lo que veía en estos portaobjetos con especies de plantas conocidas. Identificaba una variedad gracias a la forma única de sus moléculas de almidón: maíz, frijoles, aguacate, ojoches, papaya, pimienta, cacao. Cientos de depósitos reposaban en los dientes, pero parecía improbable que alguno de estos alimentos comunes protegiera a los nobles del VIF.

Después, bajo la tenue luminiscencia del microscopio a pilas, vio algo inesperado. No era necesario ningún libro de texto para reconocer aquella molécula de almidón.

Stanton no podía creer que estaba viendo aquí restos de hayas. Las hayas crecían por lo general en climas montañosos auténticos, como México central. Nunca habría esperado encontrarlas en las selvas de Guatemala, ni él ni ningún botánico que conociera. Lo cual significaba que podía tratarse de una especie desconocida, nativa de este pequeño rincón del mundo.

El haya era el ingrediente activo del pentosán, que en un tiempo había parecido el fármaco más prometedor para ralentizar la velocidad de la propagación de priones. Pero nunca habían descubierto una forma segura de introducir pentosán en el cerebro, y ninguna especie de haya podía cruzar aquella barrera crucial que separa la sangre del cerebro. Por lo tanto, no la habían probado con el VIF.

Pero algo carecía de lógica para Stanton. El fruto del haya era comestible, si bien su sabor, como el olor cuando quemaba, era famoso por su amargura. Sin embargo, para lograr la inmunidad de la enfermedad priónica, toda la ciudad tendría que haberlo consumido, semana tras semana, en grandes cantidades.

Se acercó a Chel y palmeó su hombro con suavidad.

—He de hacerte una pregunta —susurró—. ¿Los mayas masticaban corteza de árboles?

Sabía que estaba despierta, pero tenía los ojos cerrados, perdida en su mundo. La había empujado a continuar pese al calor de la selva, a avanzar más de lo que ella creía posible. Le había inyectado esperanzas. Y, con esperanzas, la había conducido hasta aquí. Pero ahora se estaba muriendo.

In Lak’ech —fue lo único que dijo.

Stanton volvió corriendo a los portaobjetos. Había recordado algo del códice, que hablaba acerca de que el enano masticaba y escupía algo, y lo apostaría todo por esta idea nacida de la intuición: había sido corteza de haya, y esto le había curado. Una nueva especie del conocido árbol había evolucionado en esta selva, capaz de filtrarse a través de la barrera entre la sangre y el cerebro. Y comerla protegió a los antiguos mayas, hasta el día en que acabaron con todas las existencias.

Stanton tenía que creer que en algún lugar, cerca del templo, la población nativa de hayas podría haber renacido después del desastre. A menos que los mayas hubieran arrasado una selva entera (algo que incluso el hombre moderno hacía en raras ocasiones), era imposible que hubieran acabado con ellas por completo. La naturaleza sobrevivía a todo. El único problema era que sería incapaz de localizar esos árboles si no encontraba una forma de reconocerlos.

Stanton sabía que, en la noche de la selva, sería imposible ver hojas. La única forma de diferenciar los árboles sería por su corteza. El instinto le decía que estos árboles guatemaltecos compartirían el rasgo que diferenciaba a las hayas: su corteza gris plateada perfectamente lisa.

Cuando salió del túnel, vio que su linterna empezaba a fallar. La había utilizado durante horas en la tumba. Para conservarla, decidió recoger ramas de un árbol cercano e improvisar una antorcha.

Junto a la entrada de la tumba vio pinos y robles, pero nada con la suave corteza gris del haya. Detrás de los templos gemelos crecían plantas más pequeñas en todas las grietas, y reunió un paquete más grueso de ramas para utilizarlo como segunda antorcha cuando la primera se apagara. El silencio se había impuesto en la selva. Sólo una sinfonía de grillos sonaba en la noche, de modo que se llevó una sorpresa cuando dos ciervos se cruzaron en su camino, en el momento en que se agachaba para encender el fuego.

Una vez prendida la antorcha, continuó adelante. Con la sensación de que sus probabilidades de triunfo se estaban agotando, se internó más en el bosque, donde los árboles se espesaban, con sus troncos como fuselajes de aeronaves. En la oscuridad, era imposible para Stanton calcular su altura. Era difícil incluso seguir un camino recto, y pronto se descubrió describiendo círculos, pues veía los mismos puntos de referencia una y otra vez.

Cuando se acercó al lado contrario de la pirámide funeraria del rey, la frustración dio paso a la desesperación. No tenía ni idea de cómo había terminado donde había empezado. Palpó el suelo en busca de ramas. Su guante tocó algo afilado y, tras encender otra cerilla, vio lo que era. En el suelo de la selva, apenas mayor que el extremo de su pulgar, había un bulto marrón cubierto de diminutas espinas.

Un hayuco, el fruto del haya.

Levantó en el aire la nuez, como para invertir su camino cuando cayó al suelo. Aquí, muy cerca de la tumba del rey, estaba el árbol de corteza lisa del que había caído. Su tronco se alzaba más de lo que alcanzaba la luz de Stanton.

Y, ante su estupefacción, no era el único. Una docena se elevaban en hilera. Sus ramas se extendían hacia la cara de la pirámide, como si quisieran tocarla.

Chel entraba y salía flotando de la oscuridad, se agitaba como un pájaro azotado por un viento fuerte mientras volaba. En aquellos momentos en que podía ver la luz, sentía la lengua como papel de lija, y le dolía todo el cuerpo debido al calor. La enfermedad reptaba como una araña a través de sus pensamientos. Pero en los instantes en que la luz desaparecía y volvía la oscuridad, se hundía agradecida en un mar de recuerdos.

El antiguo padre de su pueblo (Paktul, espíritu fundador de Kiaqix) estaba acostado a su lado y, pasara lo que pasara después, se sentía segura en su presencia. Si tenía que seguirle, si tenía que reunirse con Rolando y con su padre, tal vez vería el lugar del que siempre hablaban sus antepasados. El hogar de los dioses.

Cuando Stanton volvió a entrar en la tumba, Chel estaba en el mismo sitio donde la había dejado, derrumbada contra la pared con una mirada vidriosa en los ojos. Pero le embargó la desesperación cuando vio que se había desprendido del biocasco y del traje. El calor la estaría volviendo loca. Y ahora estaba respirando un aire que, sin duda, no haría otra cosa que empeorar la situación. Stanton pensó en si debía obligarla a ponerse el traje de nuevo, pero sabía que el daño ya estaba hecho.

Su única esperanza residía en otra parte.

Utilizando la energía restante de la linterna, empezó a preparar la inyección a base de triturar hojas, corteza y fruto en diminutas partículas, para combinar luego la mezcla con una suspensión de enzimas salinas y disolventes. Por fin, llenó una jeringuilla con el líquido y clavó la aguja en la vena del brazo de Chel. La joven apenas se movió.

—Vas a salir de ésta —le dijo—. Quédate conmigo.

Consultó su reloj con el fin de establecer un punto de partida con el cual cronometrar las primeras señales de reacción. Eran las 23.15 horas.

Sólo había una forma de que Stanton supiera si el fármaco había cruzado la barrera entre la sangre y el cerebro: una punción lumbar que analizara el líquido cerebroespinal de Chel. Si el haya se encontraba ahora en él, habría pasado del corazón al cerebro y penetrado en el líquido que lo rodeaba.

Al cabo de veinte minutos, introdujo una aguja en el espacio situado entre las vértebras de la joven, y pasó el líquido a otra jeringuilla. Stanton sabía de hombres que habían gritado cuando les efectuaban una punción lumbar. Chel, en su estado, apenas emitió un sonido.

Dejó caer líquido espinal sobre seis portaobjetos y esperó a que se fijaran. Después cerró los ojos y susurró una sola palabra en la oscuridad: «Por favor».

Depositó el primer portaobjetos bajo el microscopio y analizó todos sus aspectos. Después examinó el siguiente portaobjetos, y luego el tercero.

Tras estudiar el sexto, se sumió en la desesperación.

No había moléculas de haya en ningún portaobjetos. Esta especie, como todas las demás que Stanton había probado, como todas las utilizadas para fabricar pentosán, no podía atravesar la barrera del cerebro.

Una oleada de desesperación le invadió. Habría tirado la toalla en aquel momento para sumirse en la pena, si no hubiera oído los sonidos que emitía Chel al otro lado de la tumba.

Corrió hacia ella. Sus piernas se agitaban sin control. Estaba sufriendo un ataque. No sólo había fallado el fármaco; las condiciones de la tumba (el calor, la concentración de priones) habían acelerado el progreso de la enfermedad. Si la fiebre continuaba subiendo, moriría.

—Quédate conmigo —susurró—. Quédate conmigo.

Buscó otra camisa en la bolsa de pertrechos, la convirtió en harapos y los empapó con los restos de las cantimploras. Pero antes de que pudiera aplicar las compresas, notó que la frente de Chel se estaba enfriando. Sabía que el cuerpo se estaba rindiendo. Pasó los dedos sobre la piel de su cuello, justo debajo de la mandíbula, y encontró un pulso errático.

El ataque se calmó poco a poco, y por primera vez en mucho tiempo, Stanton rezó. ¿A qué?, lo ignoraba. Pero el dios al que había reverenciado durante toda su vida adulta, la ciencia, le había fallado. No tardaría en salir de esta selva, tras haber fallado a los miles, y a la larga millones, que morirían de VIF. De modo que rezó por ellos. Rezó por Davies, Cavanagh y los demás de los CDC. Rezó por Nina. Pero sobre todo rezó por Chel, cuya vida ya no estaba en sus manos, como todas las demás. Si moría (cuando muriera), sólo le quedaría la certeza de que no había hecho lo suficiente.

Consultó su reloj: las 23.46.

Al otro lado de la cámara, las antiguas calaveras se mofaban de él con sus secretos. Stanton no permitiría que Chel pasara la eternidad disputando un concurso de miradas con ellas. La sacaría de aquí. La…

Fue entonces cuando comprendió horrorizado que tendría que enterrar a Chel en la selva. Pensó en algo que ella había dicho la noche anterior, cuando se derrumbaron contra otra pared, en las afueras de Kiaqix. Se le antojó que había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Le había preguntado si sabía por qué los mayas quemaban incienso por sus muertos.

Cuando se llevan un alma, es necesario humo de incienso para efectuar la transición entre el mundo medio y el inframundo. Todos los que vivimos aquí estamos atrapados entre dos mundos.

¿Cómo quemaría incienso por ella? ¿Qué podría utilizar? Entonces recordó que Paktul también había escrito sobre el incienso.

Cuando dejé al guacamayo en el suelo y besé la vieja piedra caliza, el aroma había cambiado. Ya no podía sentirlo en el fondo de la garganta como antes.

¿Y si el olor y el sabor del incienso en el aire cambiaban por algún motivo? Paktul conocía la combinación de incienso habitual del rey. Si el sabor había desaparecido hacía rato del fondo de su lengua, tal vez se debía a que ya no era amargo

Stanton se levantó y tomó en brazos a Chel. Tenía que sacarla de la cámara.

Transportó su peso por el pasillo, después se la cargó al hombro y empezó a subir el primer tramo de escaleras. Pese a lo difícil que había sido bajar la escalera solo, ahora se le antojó todavía más empinada y estrecha que antes.

Pero minutos después llegaron al final y saboreó el aire de la noche. Había un pequeño claro a unos tres metros de la cara norte de la pirámide, con espacio suficiente para encender una pequeña fogata, muy probablemente donde Volcy había plantado su tienda.

Depositó a Chel en un pequeño hueco entre raíces de árboles y corrió al lado opuesto de la pirámide. Recogió más ramas de haya, dio la vuelta y dejó caer las ramas en una pila delante de la joven. Un momento después estaba encendiendo la hoguera, y las llamas no tardaron en elevarse bailando hacia el cielo. El olor acre del humo de haya impregnó el aire.

Se sentó cerca del fuego, con la cabeza de Chel sobre el regazo. Apoyó las manos sobre su cabeza y le abrió los párpados tanto como pudo. También se obligó a mantener abiertos los ojos, aunque el humo consiguió que empezaran a llorar. Si el VIF llegaba al cerebro a través de la retina, quizá lo haría también su tratamiento.

Durante cinco silenciosos minutos, a medida que las llamas crecían, Stanton permaneció sentado abrazando a Chel en la noche de la selva, en busca de alguna señal. Cualquier señal. Apartó el pelo de su cara para comprobar su pulso. No se fijó en su reloj (estaba concentrado en los latidos del corazón de Chel), pero el segundero desgranó los dos últimos segundos del cuarto mundo.

Era medianoche.

21/12.

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