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12 de DICIEMBRE de 2012 » 9

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Todos los rincones de urgencias del Hospital Presbiteriano estaban atestados de pacientes. Stanton atravesó corriendo el lugar. Tropezó con técnicos. Derribó carros de paradas. En frenética búsqueda del hombre que había causado todo esto. Los accidentes de tráfico eran habituales en informes de casos de IFF. En un caso alemán, fue la primera señal de que el insomnio había sido total. Desde la perspectiva de un testigo, dio la impresión de que el conductor se había dormido en la Autobahn.

Stanton descorrió cortina tras cortina del saturado pabellón de urgencias, tras las cuales vio residentes de cirugía llevar a cabo operaciones sin supervisión que no tenían por qué realizar, y enfermeras tomando decisiones médicas por su cuenta porque no había médicos suficientes. Lo único que no vio fue a alguien que pudiera decirle quién había causado el accidente, y si habían ingresado a dicha persona.

Se detuvo y examinó la sala. Dos paramédicos estaban al otro lado del área de aparcamiento, reclutados a la fuerza porque el hospital no contaba con personal suficiente.

Corrió hacia ellos. Estaban bombeando oxígeno a través de la mascarilla de un paciente.

—¿Estuvieron en el lugar de los hechos? ¿Quién provocó el accidente?

—Un latino —dijo uno de ellos.

—¿Dónde está? ¿Aquí?

—Busque un Juan Nadie.

Stanton dio media vuelta y examinó la lista de pacientes. ¿Otro Juan Nadie? Aunque no hubieran identificado al conductor, ya tendrían que haber localizado su coche.

Cerca de la parte inferior de la lista, descubrió a un paciente anónimo. Corrió hacia la cortina catorce. La abrió. En el interior reinaba el caos: los médicos daban órdenes a gritos y un hombre ensangrentado se retorcía de dolor y gemía.

—He de hablar con él.

Stanton exhibió su tarjeta de identificación del CDC.

Los médicos se quedaron confusos, pero dejaron sitio para que se acercara.

Acercó la boca al oído del hombre.

—Señor, ¿ha tenido problemas para dormir?

No hubo respuesta.

—¿Ha estado enfermo, señor?

Los monitores pitaron ruidosamente.

—La presión está fallando —advirtió una enfermera.

Un médico de urgencias apartó a Stanton de un empujón. Inyectó más fármacos en la intravenosa del hombre. Todos miraron el monitor. La presión continuaba bajando al tiempo que el corazón del tipo disminuía la velocidad de su ritmo.

—¡Carro de paradas! —gritó el otro médico.

—¡Señor! —dijo desde atrás Stanton—. ¿Cómo se llama?

—Ernesto tenía su cara —gimió por fin el conductor—. No quería pegarle…

—Por favor —dijo Stanton—, ¡dígame su nombre!

Los ojos del conductor se agitaron.

—Pensé que Ernesto era el hombre pájaro. El hombre pájaro me hizo esto.

Estas palabras provocaron que un escalofrío inexplicable recorriera la espina dorsal de Stanton.

—El hombre pájaro —insistió—. ¿Quién es el hombre pájaro?

Un largo suspiro surgió de la garganta del conductor, y después siguió la secuencia habitual: ECG plano, carro de paradas, electrodos, inyecciones, más gritos. Luego, silencio. Y la hora de la muerte.

Chel estaba sentada en su despacho del Getty fumando el último cigarrillo del paquete. Nunca había visto morir a un hombre. Después de ver a Volcy expirar sobre la mesa, había huido sin decir ni una palabra a los médicos. Durante horas, había hecho caso omiso de las llamadas telefónicas del hospital, incluidas dos de Stanton. Se limitó a contemplar aturdida la pantalla del ordenador, actualizando los sitios importantes una y otra vez.

Aunque el CDC sabía que Volcy era vegetariano, la prensa todavía continuaba concentrando su cobertura en que la enfermedad debía proceder de carne contaminada. La blogosfera estaba al rojo vivo, con titulares sobre la Cuenta Larga y teorías demenciales acerca de que no podía ser una coincidencia que una nueva variedad similar a la de las vacas locas hubiera aparecido tan sólo una semana antes del 21/12.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta, y a continuación Rolando Chacón asomó la cabeza.

—¿Tienes un momento?

Ella le indicó con un ademán que entrara. El hombre había escuchado sin comentarios lo que le había contado del hospital, incluido que había mentido a los médicos sobre los motivos de Volcy para ir a Estados Unidos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Rolando, y se sentó frente a ella.

Chel se encogió de hombros.

—Tal vez deberías ir a casa y dormir un poco.

—Estoy bien. ¿Qué pasa?

—Los datos del carbono catorce acaban de llegar: el códice es de alrededor de 930, ciento cincuenta años más o menos. Justo lo que pensábamos. Mitad del clásico tardío.

Chel tendría que haberse sentido extasiada. Era la prueba que habían estado esperando.

—Es una noticia estupenda —dijo sin sentirlo. Todo cuanto había descubierto y comprendido sobre su trabajo se había combinado, y el códice podía ser el portal a inmensos descubrimientos. Aun así, no sentía nada.

—También estoy avanzando con las reconstrucciones —dijo Rolando—. Pero hay un problema.

Entregó a Chel una hoja de papel, en la que había dibujado dos símbolos:

En maya antiguo, se pronunciaban chit y unen.

—Un padre y un hijo varón del padre —dijo Chel con aire ausente—. Un padre y su hijo.

—Pero no es así como lo utiliza el escriba. —Rolando le entregó otra hoja—. Esto es una burda traducción del segundo párrafo.

El padre y su hijo no son nobles de nacimiento, por lo que muchas cosas desconocen el padre y su hijo de las costumbres de los dioses que nos vigilan, del mismo modo que padre e hijo no saben gran cosa de lo que los dioses susurran en los oídos de un rey.

—Por tanto, ha de referirse a una sola cosa —dijo Rolando—. Un noble. Un rey. Algo por el estilo. No obstante, sea lo que sea, este par de símbolos aparecen en todo el manuscrito.

Chel volvió a estudiar los glifos. Por lo general, los escribas utilizaban pares de palabras de maneras novedosas para dotar a la escritura de una floritura estilística, de modo que, probablemente, éste utilizaba el par de forma que significara algo más que la traducción literal.

—¿Podría estar relacionado con los títulos nobiliarios que pasan de padres a hijos? —preguntó Ronaldo—. ¿Patrilinealidad?

Chel lo dudaba, pero le costaba concentrarse.

—Déjame pensarlo.

Rolando tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ya sé que no quieres oírlo, comprendo tus preocupaciones, pero se trata de una cuestión de sintaxis, y Victor es el mejor en ese campo. Podría sernos de gran ayuda, y creo que deberías dejar de lado tus problemas personales.

—Tú y yo podemos descifrarlo.

—Hasta que sepamos qué es, será difícil avanzar mucho. Sólo en la primera página la combinación aparece diez veces después del primer párrafo. En algunas páginas posteriores aparece dos docenas de veces.

—Trabajaré en ello —insistió Chel—. Gracias —añadió.

Rolando volvió al laboratorio, y ella regresó a su ordenador portátil. Buscó el sitio web de Los Angeles Times y encontró nuevos artículos colgados sobre Volcy y el Hospital Presbiteriano. Pero otra cosa atrajo su atención: impresionantes fotografías de coches apilados unos encima de otros en la autovía 101, donde estaban sacando a gente de entre las llamas.

En mitad de aquel caos había un todoterreno verde.

Stanton se encontraba con Davies en el depósito de cadáveres, situado en el sótano del hospital. El cadáver del conductor yacía sobre una mesa metálica. Al lado de ellos, sobre una segunda mesa, estaba el de Volcy.

Davies efectuó una incisión de oreja a oreja en el cráneo del conductor, separó el cuero cabelludo y extrajo el casquete craneal para dejar al descubierto el cerebro.

—Preparado —dijo.

Stanton avanzó, desgajó el córtex central de los nervios craneales y lo desconectó de la médula espinal. Extrajo el cerebro del cráneo. Oculta entre los pliegues de este órgano se hallaba su mejor esperanza de diagnosticar un caso de VIF. Depositó el cerebro sobre una mesa esterilizada, procurando ignorar el hecho de que todavía estaba caliente.

Ambos hombres empezaron a cortar. Durante su burdo examen del tálamo, Stanton vio montones de agujeros diminutos. Bajo el microscopio distinguió un erial de cráteres y tejido deforme. IFF de manual. Sólo que muchísimo más agresivo.

—¿Algo? —preguntó Davies.

—Concédeme un segundo.

Stanton se frotó los ojos.

—Pareces hecho polvo —dijo Davies.

—No tengo ni idea de qué quieres decir.

—Estás hecho una mierda. Necesitas dormir, Gabe.

—Todos lo necesitamos.

En cuanto terminaron con el cerebro del conductor, llevaron a cabo la misma operación en el cuerpo hinchado de Volcy. Una vez preparadas las secciones de ambos cerebros, Stanton volvió a aplicar el ojo al microscopio, aumentando la luz de fondo. Los cráteres del cerebro de Volcy eran más profundos, y el córtex parecía más deforme. No cabía duda de que se había infectado antes.

Stanton ya lo había sospechado, pero hasta ahora no se había dado cuenta de lo que podía lograr con la información.

—Toma imágenes de todas estas secciones —dijo a Davies—. Quiero que localices las resonancias magnéticas que le hicimos a Volcy cuando aún estaba vivo para calcular la velocidad con que la infección se propagó en su cerebro y luego inferir todo el proceso hacia atrás. Si somos capaces de calcular la velocidad de progresión, podremos saber cuándo enfermaron ambos.

Davies asintió.

—Una cronología.

Si podían determinar cuándo había enfermado Volcy, tal vez podrían deducir dónde había enfermado. Con suerte, podrían hacer lo mismo con el conductor.

El conductor era la clave: alguien en esta ciudad le conocía. En cuanto identificaran al conductor, aparecerían cuentas bancarias y facturas de tarjetas de crédito que demostrarían dónde había comprado sus comestibles, dónde comía. Una pista de papel que conduciría directamente a la fuente.

—Cavanagh al teléfono —dijo Davies, al tiempo que le tendía el móvil.

Stanton se quitó su segundo par de guantes.

—Confirmado —fue lo único que dijo al teléfono.

Cavanagh respiró hondo.

—¿Estás seguro?

—Misma enfermedad, diferentes fases.

—Voy a subir a un avión ahora mismo. Dime qué necesitas para mantener esto bajo control.

—Una identificación del conductor. Tenemos dos pacientes, y ambos eran Juan Nadie cuando ingresaron.

El Explorer no estaba registrado, y su conductor, al igual que Volcy, no llevaba encima ningún carnet de identidad. Lo preocupante es que no se trata de una coincidencia. Pero ¿qué significaba eso?

—La policía está trabajando en ello —dijo Cavanagh—. ¿Qué más?

—La gente ha de saber que hemos descubierto un segundo caso. Y la información la hemos de proporcionar nosotros, no cualquier bloguero que no sepa de la misa la mitad.

—Si estás pidiendo una conferencia de prensa, la respuesta es no. Todavía no. Todo el mundo en la ciudad pensará que está enfermo.

—Al menos, ordenemos a las tiendas de comestibles que suspendan la venta de productos lácteos, y también de carne, para curarnos en salud. Que el Departamento de Agricultura investigue todas las importaciones posibles de Guatemala. Y di a la gente que ha de tirar la leche y todo lo demás que tenga en la nevera.

—No hasta que confirmemos el origen de la enfermedad.

—Si quieres confirmación, envía a todos nuestros agentes aquí para que examinen el tamaño de las pupilas de todos los pacientes de todos los hospitales. Y no estoy hablando sólo de Los Ángeles. Estoy hablando del valle, Long Beach, Anaheim. Necesito tener más datos.

—Ya estoy supervisando a nuestros agentes destacados ahí. Dejémosles hacer su trabajo.

Stanton imaginó la mirada impasible de Cavanagh. Se había convertido en la estrella más rutilante del CDC en 2007, cuando sospecharon que un avión de pasajeros portaba una tuberculosis resistente a los fármacos. Fue una de las pocas personas del centro que mantuvo la sensatez hasta que el miedo pasó, y había sido una de las favoritas de Washington desde entonces. Pero ahora no era el momento de obrar con sensatez.

—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —preguntó a Cavanagh por fin.

—Porque deduzco que tú no lo estás —replicó ella—. Dime una cosa: ¿cuánto has dormido? Aterrizaré dentro de seis horas, y te voy a necesitar despierto y descansado. Si no has dormido, hazlo ahora.

—Emily, yo no…

—No es una sugerencia, Gabe. Es una orden.

De vuelta en Venice, Stanton se quedó sorprendido cuando comprobó que nada había cambiado. Las masas nocturnas invadían las terrazas. Vagabundos sin techo se sentaban debajo de los toldos de las tiendas. En la acera, los hombres continuaban empeñando amuletos para protegerse del apocalipsis maya. Por un momento, todo esto consiguió que se sintiera algo mejor.

Poco después de las once de la noche, estaba en su cocina, hablando por teléfono con el responsable del Servicio de Salud guatemalteco, el doctor Fernando Sandoval.

—El señor Volcy nos dijo que cruzó la frontera cuando ya estaba enfermo —dijo Stanton—. Fue muy claro al respecto. Tienen que registrar clínicas, instalaciones de la carretera Panamericana y los consultorios de todos los médicos locales que visitan a indígenas.

—Hay equipos investigando la zona donde el paciente dijo que enfermó —contestó Sandoval—. Pese al hecho de que nos costará millones de dólares que no tenemos, hemos enviado personal nuestro a visitar cada granja del Petén y tomar muestras del ganado. Hasta el momento no hemos obtenido nada, por supuesto. Ni un solo rastro de prión de ningún tipo.

—Todavía no, pero comprende la urgencia del asunto, ¿verdad? Por lo que hemos visto aquí, pronto podría desencadenarse una epidemia en su país.

—No existe la menor prueba de que su segundo paciente estuviera aquí, doctor Stanton.

Habían enviado la fotografía de la segunda víctima a todos los informativos vespertinos, pero ningún familiar o amigo del conductor había dado señales de vida.

—Todavía no le hemos identificado, pero…

—No tenemos más casos, y es irresponsable por su parte sugerir algo por el estilo. Volcy no enfermó aquí. Aunque, por supuesto, haremos todo lo posible por ayudarles en su investigación.

La llamada finalizó bruscamente, y dejó a Stanton frustrado. Sin casos denunciados, los guatemaltecos aún no estaban lo bastante asustados como para entrar en acción de verdad. Hasta que no tuvieran un caso confirmado, sabía que sería difícil obtener gran cosa de ellos, e incluso entonces tampoco resultarían de gran ayuda, pues su capacidad en el campo de la salud pública era deficiente.

Stanton oyó que una llave giraba en la cerradura y unas patas de animal que correteaban sobre el suelo. Fue a la sala de estar, y encontró a Nina con unos tejanos gastados, una cazadora y unos chanclos todavía relucientes. Mientras Dogma corría hacia él, la mujer le dedicó una mirada compasiva antes de seguir al perro y rodear con los brazos su cuello.

—Supongo que has encontrado un lugar donde amarrar, capitana —dijo él mientras le daba un beso en la mejilla.

—Servirá hasta el amanecer. Estás hecho una mierda.

—Todo el mundo me dice lo mismo.

Dogma empezó a gimotear, y Stanton acarició las orejas del perro en círculos.

Nina se quitó la cazadora.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?

—Ni idea.

Ella le indicó que fuera a la cocina.

—No me obligues a utilizar la fuerza.

Había un contenedor de comida china a medio consumir en la nevera, y Nina obligó a Stanton a comerla, pero le dejó escuchar las últimas noticias mientras lo hacía. El periodista del informativo estaba entrevistando a un especialista en comunicaciones del CDC del que Stanton nunca había oído hablar. Estaban hablando del VIF de una manera que delataba la absoluta ignorancia de ambos acerca de la ciencia de los priones. Sintió una opresión en el pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó Nina.

Stanton jugueteó con el tenedor y pinchó los dados de tofu pasados por el microondas para vaciarlos de líquido.

—Esto va a empeorar.

—Menos mal que te tienen a ti.

—Muy pronto, la gente se dará cuenta de que no sabemos cómo controlar una enfermedad así.

—Siempre les has estado advirtiendo de que llegaría este día.

—No me refiero al CDC. Me refiero a todos los demás que preguntarán por qué no tenemos una vacuna. El Congreso enloquecerá. Querrán saber qué hemos estado haciendo desde lo de las vacas locas.

—Hiciste todo lo que pudiste. Como siempre.

Su voz era reconfortante y sus ojos estaban llenos de afecto. Él cogió su mano. Siguieron sentados en silencio. Deseaba decir muchas cosas, y presentía que los acontecimientos de los dos últimos días habían despertado algo en ella. Nina había desechado la insinuación con una carcajada, pero Stanton sabía que se sentía agradecida por el hecho de que le hubiera avisado antes que a nadie sobre la carne y los productos lácteos.

Ella besó el dorso de su mano, le condujo hasta la sala de estar y encendió el televisor. Apoyó la cabeza en su hombro. Wolf Blitzer informaba desde la sala de emergencias, y explicaba que todavía desconocían la identidad del segundo paciente.

—¿Tienes bastantes provisiones en el barco? —preguntó Stanton.

—¿Para qué? No me vengas con ideas pesimistas. Deprimen al perro.

Stanton la miró y experimentó algo que nunca había esperado antes de esta noche. Después de una década en el laboratorio, una década de luchar para conseguir fondos con el fin de estar preparados para afrontar las enfermedades priónicas, una década de advertir acerca de que un brote se hallaba a tan sólo un accidente de distancia, ahora que lo inevitable había sucedido, todo cuanto deseaba en este momento era seguir a Nina hasta el muelle, subir a bordo del Plan A con ella y Dogma y olvidar para siempre las enfermedades priónicas.

—¿Y si nos marchamos? —preguntó.

Nina levantó la cabeza.

—¿Para ir adónde?

—Quién sabe. ¿Hawái?

—No hagas esto, Gabe.

—Hablo en serio —dijo él, y la miró a los ojos—. Lo único que deseo es estar contigo. Es lo único que me importa. Te quiero.

Ella sonrió, pero con cierta tristeza.

—Yo también te quiero.

Stanton se inclinó hacia delante para besarla, pero antes de que pudiera apoyar los labios sobre los de ella, Nina giró la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó él al tiempo que se apartaba.

—Estás sometido a una gran presión, Gabe. Lo superarás.

—Quiero superarlo contigo. Dime qué quieres tú.

—Por favor, Gabe.

—Dímelo.

Nina no apartó la vista cuando habló.

—Quiero a alguien a quien no le importe llegar tarde al trabajo porque hemos pasado demasiado tiempo en la cama. Alguien capaz de subir a ese barco y dejar todo esto atrás. Eres el hombre más tenaz que he conocido, y me encanta eso. Pero aunque te marcharas conmigo, al cabo de dos días volverías nadando al laboratorio. No querrías alejarte. Sobre todo ahora.

Stanton ya había oído versiones de aquellas frases antes, y cada vez se había dicho que era una fantasía de Nina. Que el hombre al que estaba describiendo no existía, y que sus diferencias les volverían a complementar algún día. Esta noche, sin embargo, le resultaba difícil llevarle la contraria.

Nina apoyó de nuevo la cabeza sobre su hombro. Siguieron sentados en silencio.

Al poco, Stanton oyó la lenta respiración que conocía tan bien. No le sorprendió: Nina era capaz de dormirse en cualquier sitio, en cualquier momento, en los bancos de los parques, en los cines, en las playas abarrotadas. También él cerró los ojos. La tensión de su mandíbula se calmó. Pensó en llamar a Davies, en preguntar por la cronología. Pero la idea se la llevó una oleada de agotamiento y tristeza. Deseaba esconderse en la comodidad de la inconsciencia.

De todos modos, el sueño no llegó. Mientras veía transcurrir los minutos, se descubrió reiterando todos los motivos por los cuales no podía estar enfermo. Hacía meses que no consumía productos lácteos. Hacía años que no consumía carne. No obstante, se descubrió valorando las preocupaciones de Cavanagh sobre la facilidad con que la gente se creería afecta de VIF.

Stanton levantó a Nina y la llevó al dormitorio, depositándola en su antiguo lado de la cama. Dogma entró, y aunque pocas veces le permitía subir a la cama, palmeó el colchón varias veces, hasta que el animal saltó y se acomodó al lado de la mujer.

Stanton se dirigía a su estudio para echar otro vistazo a los correos electrónicos cuando su móvil zumbó. Vio un número que no reconoció.

—¿Doctor Stanton? Soy Chel Manu. Lamento molestarle tan tarde.

—Doctora Manu. ¿Adónde fue? La hemos estado llamando.

—Siento haber tardado tanto en ponerme en contacto con usted.

Stanton captó algo en su voz.

—¿Se encuentra bien?

—Necesito hablar con usted.

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