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12 de DICIEMBRE de 2012 » 11

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¿Qué bicho raro era, se preguntó Chel, que incluso ahora seguía obsesionada con el códice y el hecho de que, probablemente, nunca más le permitirían verlo, con que tal vez nunca gozaría de la oportunidad de saber quién era el autor, y por qué había arriesgado su vida al enfrentarse al rey? ¿Cómo era posible que aun ahora, mientras el médico y ella iban en coche a casa de Gutiérrez, continuara obsesionada por las cosas que no debía? Para Stanton, sentado en silencio al volante, ella era alguien más que despreciable. Había dedicado toda su vida a intentar evitar que una enfermedad se propagara, y su pequeño ejercicio académico había puesto toda la ciudad en peligro.

Aunque pareciera extraño, en su cabeza sólo podía oír ahora la voz de Patrick. Estaban en Charlottesville, Virginia, para un encuentro sobre el proyecto de Bases de Datos Epigráficas Mayas, y planeaban recorrer la Ruta Apalache después de que terminaran. Cuando Chel le dijo que iba a presidir otro comité y que no podía ir, Patrick se lo dijo.

—Algún día te darás cuenta de que has sacrificado demasiadas cosas por tu trabajo, y no podrás recuperarlas.

En aquel momento, Chel pensó que estaba hablando así por rencor, y que se le pasaría como en tantas otras ocasiones. Se fue de casa un mes después.

Se removió en su asiento y notó que algo se enredaba con el tacón de su zapato: una correa de perro. A juzgar por el tamaño del collar, daba la impresión de que el animal no era pequeño.

—Tírelo atrás —dijo Stanton, sin la menor cordialidad en la voz.

Era la primera vez que hablaba desde que habían empezado el trayecto hacia el sur. Chel le observaba mientras conducía, con ambas manos sobre el volante, como un estudiante de autoescuela. Debía ser el típico individuo que jamás quebrantaba ninguna norma. Le parecía que era un hombre severo, y se preguntó si estaría tan solo como aparentaba. Bueno, al menos tenía perro. Miró a través del parabrisas la Pacific Coast Highway, sembrada de vallas publicitarias. Tal vez se compraría una mascota después de que la despidieran del Getty y tuviera más tiempo libre.

—Démela —dijo Stanton.

Chel le miró.

—¿Qué?

Entonces se dio cuenta de que todavía estaba aferrando la correa del perro de una forma ridícula. Stanton se apoderó de ella y la tiró al asiento trasero mientras aceleraba.

Chel había recordado que Héctor Gutiérrez vivía en Inglewood, al norte del aeropuerto. Cuando frenaron ante la casa de dos plantas de estilo californiano, no sabía qué esperar. Era posible que la familia del hombre aún no estuviera enterada de lo sucedido. Nadie había ido a identificarle.

—Vamos —dijo Stanton, y apagó el motor.

Llamó a la puerta, y un minuto después se encendió una luz en el interior. Una mujer latina con el pelo negro como ala de cuervo fue a abrir la puerta con una bata larga azul marino. Sus ojos hinchados sugerían que había estado llorando. Chel comprendió que ya lo sabía. Y también por qué no se había puesto en contacto con las autoridades: no sólo había perdido a su marido, sino que corría el peligro de perder todo lo demás. El ICE y el FBI eran implacables a la hora de apoderarse de los beneficios del mercado negro.

—¿Señora Gutiérrez?

—¿Sí?

—Soy el doctor Stanton, de los Centros de Control de Enfermedades. Le presento a Chel Manu, quien ha hecho negocios con su marido. Hemos venido a transmitirle una noticia muy difícil. ¿Sabe que su marido se ha visto implicado hoy en un accidente?

María asintió poco a poco.

—¿Podemos entrar? —preguntó Stanton.

—Aquí ya estamos bien —dijo la mujer—. Mi hijo está intentando dormir.

—Lamentamos muchísimo la muerte de su esposo, señora Gutiérrez. Sólo puedo imaginar lo que usted y su hijo están padeciendo en este momento, pero he de hacerle algunas preguntas. —Stanton hizo una pausa, y cuando la mujer asintió por fin, continuó—: Su marido estaba muy enfermo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ha tenido usted problemas de sueño?

—Mi marido no durmió ni un segundo las últimas cuatro noches. Ahora he de explicarle a mi hijo que ha muerto. De modo que sí, he tenido problemas de sueño.

—¿Algún sudor extraño?

—No.

—¿Se ha enterado de lo que está pasando en el Hospital Presbiteriano?

María se ciñó más la bata al cuerpo.

—He visto el telediario.

—Bien, otro hombre estaba muy enfermo y murió esta mañana, y ahora sabemos que su marido y él padecían la misma enfermedad. Creemos que esa enfermedad se está propagando a través de algún alimento que el primer paciente, recién llegado de Guatemala, le dio a su marido. ¿Tiene idea de cuándo o dónde pudo hacer negocios su marido con un hombre llamado Volcy?

María negó con la cabeza.

—Yo no sabía nada de los negocios de Héctor.

—Hemos de registrar su casa, señora Gutiérrez, para ver si encontramos algo más. Y hemos de tomar muestras de todo lo que contenga su nevera.

María se cubrió la cara con la mano y se frotó los ojos mientras hablaba, como si ya no pudiera soportar más su presencia.

—Se trata de una emergencia —dijo Stanton—. Ha de ayudarnos.

—No —contestó María, en un débil intento de resistirse—. Váyanse, por favor.

—Señora Gutiérrez —dijo Chel—, ayer por la mañana su marido vino a verme con un objeto robado y me pidió que se lo guardara. Y yo lo hice. Lo hice, y después mentí al respecto, y resulta que por culpa de mi mentira tal vez más gente haya enfermado a estas alturas. Tendré que llevar esa carga sobre mis hombros toda la vida. Pero usted no, si nos hace caso. Déjenos entrar, por favor.

Stanton se volvió hacia Chel, sorprendido por el tono decidido de su voz.

María abrió la puerta.

La siguieron por un estrecho pasillo forrado de fotografías de partidos de rugby y fiestas de cumpleaños en patios traseros. En la cocina, Stanton sacó todo el contenido del frigorífico e indicó a Chel que hiciera lo mismo con la despensa. Pronto tuvieron más de veinte productos sobre la encimera, incluidos muchos que contenían derivados lácteos, pero ninguno procedente de Guatemala, y ninguno era raro o importado. Stanton registró a toda prisa la basura y tampoco encontró nada de interés.

—¿Su marido trabajaba en algún otro sitio cuando estaba en casa? —preguntó.

María los condujo hasta un estudio situado al final de la casa. Un sofá blanco manchado, un escritorio metálico y unas cuantas estanterías bajas descansaban sobre una alfombra persa de imitación. La pequeña habitación hedía a humo de cigarrillos. El resto de la casa era un altar erigido en honor a la familia, pero no había fotos en el estudio. Hiciera lo que hiciera allí, Gutiérrez no quería que su mujer o su hijo fueran testigos.

Stanton empezó por los cajones del escritorio. Los fue abriendo y descubrió material de oficina, un montón de facturas y otros papeles domésticos: documentos hipotecarios, nóminas, manuales de electrónica.

Chel se quitó las gafas y clavó la vista en el ordenador.

—Ya no hay comerciante en el mundo que no venda online —dijo a Stanton.

Tecleó eBay.com. Apareció el enlace con HGDealer y pidió una contraseña.

—Pruebe «Ernesto» —dijo María desde la puerta.

Funcionó, y apareció una lista de artículos en la pantalla.

Sílex auténtico precolombino / 1472,00$ / venta completada

Sección de sarcófago maya / 1200,00$ / subasta finalizada

Maceta de piedra maya auténtica / 904,00$ / venta completada

Collar de jade maya / 1895,00$ / venta completada

Jarro de arcilla hondureño / 280,00$ / subasta finalizada

Cuenco con imagen de jaguar del clásico maya / 1400,00$ / venta completada

—Guarda objetos vendidos durante sesenta días —explicó Chel—. Esto es lo que ha vendido, o intentado vender, durante los últimos dos meses.

—Esto es lo que Gutiérrez vendía, de acuerdo —dijo Stanton—. Pero él compró el libro. ¿Hemos de entrar en la cuenta de Volcy para eso? —Examinó la interfaz—. ¿Cómo es posible que Volcy supiera utilizar un sitio como éste? ¿Dónde habría conseguido el acceso?

—Todo el mundo en mi país sabe cómo funciona —dijo Chel—. La gente viaja durante días para conseguir un ordenador si tiene objetos que vender. De todos modos, no habría vendido un códice por mediación de eBay. Habría atraído demasiada atención. El objeto más caro de esta lista cuesta menos de mil quinientos dólares. Existe un límite a lo que la gente está dispuesta a pagar por algo online. Por lo tanto, los vendedores con objetos caros encuentran una forma de ponerse en contacto mediante eBay, y después hacen el negocio en persona.

Hizo clic sobre el tabulador y apareció una ventana de eBay, con una bandeja de entrada llena con casi mil mensajes. Muchos eran diálogos acerca de los objetos de la lista de Gutiérrez. Pero también había mensajes con lugares, fechas y horas en los que pensaba reunirse con gente que quería venderle objetos.

—Son todos nombres de usuarios —dijo Chel.

—¿Cómo podríamos averiguar cuál era el de Volcy?

Stanton miró a María. La mujer se encogió de hombros.

—Mire —dijo Chel. Movió el cursor sobre un mensaje que le había enviado una semana antes el usuario Chuyum-thul.

El halcón.

De: Chuyum-thul

Enviado: 5 dic. 2012, 10:25 h.

Algo muy valioso que poseo, algo que ciertamente usted querrá comprar.

Contacto teléfono +52 553 77038

—Da la impresión de que es una traducción de ordenador —dijo Chel—. Escribe con la sintaxis maya.

—¿A qué país corresponde el prefijo cincuenta y dos?

—A México. Y el código de área es el de Ciudad de México. Es un nido de antigüedades, y tal vez la mejor probabilidad de Volcy de conseguir un precio decente por el libro al sur de la frontera. Si allí no pudo conseguir lo que quería, decidió probar en Estados Unidos.

Se oyó arriba el llanto de un niño, y María salió a toda prisa de la habitación. Stanton y Chel intercambiaron una mirada compasiva.

Cuando ella encontró un correo electrónico dirigido a Chuyum-thul, el círculo empezó a cerrarse:

De: HGDealer

Enviado: 6 dic. 2012, 14:47 h.

Viernes 7 de diciembre de 2012 Vuelo AG 224

Salida Ciudad de México, México (MEX) 6:05 h.

Llegada a Los Ángeles, CA (LAX) 9:12 h.

Martes 11 de diciembre de 2012 Vuelo AG 126

Salida de Los Ángeles, CA (LAX) 7:20 h.

Llegada a Ciudad de México, México (MEX) 12:05 h.

—Gutiérrez debió comprar el billete a Volcy.

Stanton reconstruyó la cronología. Volcy subió a un avión en México, vendió el códice a Gutiérrez, y después se alojó en un Super Ocho, a la espera del vuelo de regreso. Sólo que aquella noche llamaron a la policía y le llevaron al hospital. Nunca subió al vuelo AG 126 de vuelta a Ciudad de México.

—¿Y qué pasó con el dinero que Gutiérrez le pagó? La policía no encontró dinero en la habitación del motel.

—Se lo debió pensar dos veces antes de intentar cruzar la frontera con tanto dinero. Debió depositarlo en una cuenta de un banco de aquí con oficinas en Centroamérica.

Pero entonces Stanton echó un vistazo al itinerario de Volcy, y de repente cayó en la cuenta de algo más: el vuelo 126 de AG. Era extrañamente familiar. Se volvió hacia la puerta para que María se lo explicara, pero había desaparecido.

Entonces recordó.

—El vuelo de regreso se estrelló ayer por la mañana.

Chel alzó la vista.

—¿Qué está diciendo?

Stanton sacó su smartphone y le enseñó la prueba de lo imposible: el 126 de Aero Globale era el vuelo que había terminado en el océano Pacífico.

—¿Es una especie de coincidencia? —preguntó Chel.

—Todo esto tiene que estar relacionado de alguna manera.

—Volcy ni siquiera llegó a subir a ese avión.

—Quizá no, pero ¿y si tuvo algo que ver con que se estrellara?

—¿Cómo?

Diferentes posibilidades cruzaron su mente, hasta que la lógica se impuso. Posiblemente la causa del accidente era un error humano, habían repetido una y otra vez en los informativos.

—Volcy subió al primer vuelo —dijo Stanton—. Los pilotos hacen recorridos de ida y vuelta en rutas regulares. ¿Y si el piloto que se estrelló también fue el del vuelo Ciudad de México-Los Ángeles en el que iba Volcy? Este pudo mantener contacto con él durante ese recorrido.

—¿Cree que le dio al piloto algo contaminado? —preguntó Chel.

Pero ahora Stanton estaba considerando otra posibilidad, muchísimo más aterradora. Conocía las relaciones observadas entre grupos con tuberculosis o con Ébola. Si dos hombres con los que Volcy había entrado en contacto casual habían quedado infectados en dos lugares diferentes, sólo existía una posibilidad epidemiológica.

Stanton experimentó una sensación de vértigo mientras hablaba.

—Volcy se infecta en Guatemala, vuela aquí desde Ciudad de México y se cruza con el piloto. Se estrechan la mano cuando bajan del avión y el prión se transmite. Volcy se encuentra con Gutiérrez. Tal vez se estrechan también la mano, llegan a un acuerdo y cada cual sigue su camino. Un día después, el piloto enferma. Después, Gutiérrez también. Unos días después, el piloto estrella el avión, y al día siguiente Gutiérrez estrella su coche.

—Pero ¿qué fue lo que los enfermó? —preguntó Chel.

—Volcy —contestó Stanton, al tiempo que corría hacia la puerta—. El propio Volcy.

El niño estaba llorando de nuevo, y Stanton subió corriendo la escalera al tiempo que gritaba a María que no tocara nada de la casa.

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