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14 de DICIEMBRE de 2012 » 15

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La autovía 10 estaba cerrada cerca de Cloverfield con el fin de que la Guardia Nacional pudiera transportar cargamentos de pertrechos y comida al lado oeste. Stanton utilizó las calles laterales, dejó atrás centros comerciales abandonados, escuelas elementales y talleres de reparación de coches. El tráfico avanzaba despacio, pese a que había pocos coches en la carretera, con puntos de control de la Guardia Nacional casi a cada kilómetro. El gobernador de California había aceptado el controvertido plan de Cavanagh y Stanton, y firmado una ley de poderes extraordinarios, que autorizaba la primera cuarentena de una ciudad en la historia de Estados Unidos.

La Guardia Nacional había reforzado las fronteras: desde el valle de San Fernando al norte, hasta San Gabriel por el este, hasta Orange County por el sur, y hasta el mar por el oeste. Ningún avión estaba autorizado a despegar de los aeropuertos, y la guardia costera había desplegado casi doscientos barcos para reforzar el puerto y la costa. Hasta el momento, casi todos los angelinos habían reaccionado a la cuarentena con una calma y una colaboración que sorprendió incluso a los más optimistas en Sacramento y Washington.

Además de la cuarentena, el CDC estaba realizando análisis a gente que había ido a Los Ángeles o a residentes que habían viajado durante la semana anterior. Examinaban los manifiestos de todos los aviones que habían despegado en fecha reciente del aeropuerto de Los Ángeles, localizaban a usuarios de los Amtrak mediante recibos de tarjetas de crédito y seguían la pista de muchos que habían llegado por carretera gracias a los teletacs y fotos de matrículas. Hasta el momento se habían detectado ocho casos en Nueva York, cuatro en Chicago y tres en Detroit, además de las casi mil cien personas enfermas de VIF en la zona metropolitana de Los Ángeles.

Stanton observó pautas demoledoras a medida que aumentaba el número de infectados, pero lo único que podían hacer los demás médicos y él era intentar que los pacientes no sufrieran demasiado. En casi todas las víctimas, el insomnio parcial y los sudores empezaban después de un breve período de latencia, seguidos de ataques, fiebre e insomnio total. Era muy difícil contemplar los sufrimientos de los que llevaban despiertos tres días o más. Empezaban a padecer delirios y ataques de pánico, y después las alucinaciones y los estallidos de violencia que habían mostrado Volcy y Gutiérrez. Stanton sabía que la muerte se produciría al cabo de una semana, y no podía hacer nada por impedirlo. Casi veinte de los infectados habían sucumbido ya.

Ver vehículos Humbees camuflados, así como hombres y mujeres con uniformes color canela provistos de ametralladoras en Lincoln Boulevard, resultaba muy inquietante para Stanton mientras esperaba a exhibir su identificación al volver a Venice. Echó un vistazo a su teléfono, a la última lista de nombres de pacientes infectados. Las víctimas eran de todas las etnias, de todas las clases socioeconómicas y de casi todas las edades. Las gafas habían protegido a algunos, pero muchos de los que las utilizaban habían resultado infectados. Daba la impresión de que los únicos grupos inmunes al VIF eran los ciegos, cuyos nervios ópticos estaban desconectados del cerebro, y los recién nacidos. Los nervios ópticos no están desarrollados en los bebés, y hasta que la vaina que los rodeaba madurara, la enfermedad no podría abrirse paso hacia el cerebro. Esa protección no se prolongaría más allá de los seis meses, lo cual procuraba escaso consuelo a Stanton.

Fue avanzando poco a poco en la cola con su Audi. En la lista de pacientes había médicos y enfermeras que había conocido en el Hospital Presbiteriano, así como dos funcionarios del CDC que le caían bien.

Por fin vio a María Gutiérrez y a su hijo, Ernesto.

En teoría, debía llevar con elegancia lo de la mortalidad. Y había visto casos muy graves en su momento. Pero nada le había preparado para esto. Necesitaba aferrarse a algo, y en otra época habría llamado a Nina. Había vuelto a zarpar después de marchar de su apartamento, pero cuando la había llamado para decirle que el VIF se propagaba por el aire, todo fueron incómodos silencios, residuos de la conversación de anoche. Técnicamente, tendría que haberle ordenado que volviera a tierra y se hiciera un análisis, pero ella no presentaba síntomas de ningún tipo, y él quería que se mantuviera alejada, lo más alejada posible. Autobuses, lavabos públicos, y casi todos los hospitales de la ciudad mostraban signos de priones, y ni siquiera los productos de limpieza de materiales peligrosos podían descontaminarlos.

Su móvil sonó.

—Stanton al habla.

—Soy Chel Manu.

—Doctora Manu. ¿Ha hecho progresos?

La joven describió la revelación del glifo padre-hijo y la primera parte del códice que habían traducido. Aunque no la seguía del todo, Stanton se quedó impresionado por su evidente ingenio, su dominio del complicado idioma y la inmensa cantidad de historia que tenía a su disposición. También percibió pasión en su voz. Tal vez no podía confiar en esta mujer, pero su energía elevaba el ánimo.

—No existe una geografía definida en la primera parte —continuó Chel—. Pero la narración es muy minuciosa. Albergamos la esperanza de que el escriba nos revelará más acerca de su emplazamiento en las últimas páginas.

—¿Cuánto tardarán en traducir el resto?

—Estamos en ello. Tal vez unos cuantos días.

—¿Cuánto les costó traducir esa primera parte?

—Unas veinte horas.

Stanton consultó el reloj. Al igual que él, Chel había trabajado sin parar.

—¿Le cuesta dormir? —preguntó.

—He arañado unos minutos de sueño. Sólo me he dedicado a trabajar.

—¿Tiene familia en la ciudad? ¿Se encuentran bien?

—Sólo mi madre vive aquí, y está bien. ¿Y su familia?

—No tengo, pero mi perro y mi ex mujer están bien.

Stanton observó que la palabra «ex mujer» le había salido de la boca con más facilidad que antes.

Chel suspiró.

Ma k’o ta ne jun ka tere’k.

—¿Qué significa eso?

—Es una oración de los indígenas. Significa «Que nadie quede abandonado».

—Si presenta síntomas, llámeme enseguida —dijo Stanton al cabo de una pausa.

Raras veces se podía oír el romper de las olas en el paseo, pero aquella noche era lo único que Stanton oía. Habían desaparecido los ruidosos adolescentes apelotonados ante las tiendas de marihuana y los gritos de las fiestas de madrugada en la arena. Aparcó debajo del inmenso mural de Abbot Kinney y vio que el paseo marítimo estaba desierto. La policía había enviado a todo el mundo a su casa o a los centros de acogida.

Pero en lo tocante a esconderse, los ciudadanos de Ocean Front se contaban entre los más habilidosos de la ciudad. Stanton sacó las seis cajas de protectores oculares que había cogido del laboratorio y las guardó en su bolsa. Había un millar de cosas que debía hacer, pero los frikis del paseo eran sus amigos y vecinos. Era difícil no sentirse impotente en aquel momento, y se trataba de algo que podía hacer, por absurdo que fuera.

En primer lugar inspeccionó los lavabos públicos, donde descubrió a una pareja acurrucada en el interior. Después de darles protectores oculares, continuó adelante y, en un rincón entre tiendas de tatuajes, encontró a un tipo al que conocía vagamente, quien se hacía llamar el «Borrachuzo más Divertido del Mundo», y cuya canción habitual era «Navidad, Navidad, vamos a beber». Esta noche, Marco no dijo nada, sino que se limitó a reír groseramente cuando Stanton dejó un protector delante de él.

Detrás del Centro Judío para Adultos, encontró a cuatro adolescentes escondidos en una furgoneta VW, fumando un porro.

—¿Quieres? —le preguntó uno, ofreciéndole el canuto.

—Poneos estos protectores para los ojos, muchachos —dijo Stanton, al tiempo que desechaba la invitación con un ademán.

Se detuvo ante la única tienda de cirugía plástica de Venice y contempló la pintada que había sobre la fachada de BOTOX EN LA PLAYA. Stanton ya había visto el símbolo en otros lugares de Venice, pero nunca había comprendido su relación con 2012:

Continuó hacia el sur, desconcertado por la extraña imagen. Recordó que una serpiente mordiéndose la cola era un símbolo griego, no maya, pero en aquel momento la gente estaba estableciendo toda clase de extrañas relaciones.

Las puertas metálicas del Groundwork Coffee estaban bajadas, y un pequeño letrero en la ventana anunciaba: «CERRADO HASTA QUE NOS PASE POR LOS COJONES». El letrero le recordó a una persona de la que se había olvidado. Minutos después, se encontraba unas manzanas más al norte, subiendo la escalera del Venice Beach Freak Show. Llamó con los nudillos sobre el signo de interrogación amarillo pintado en el centro de la puerta. El Freak Show era lo más parecido a un hogar que tenía su amigo.

—¿Estás ahí, Monstruo?

La puerta se abrió unos milímetros y una mujer de edad indefinida con piel de porcelana, medias a rayas y minifalda, apareció en la entrada. La Dama Eléctrica tenía el pelo negro rizado, en teoría como resultado de haber sido alcanzada por un rayo cuando era pequeña. Stanton la había visto en una ocasión encender un palo cubierto de gasolina con la lengua, sentada en una silla eléctrica. También era la novia de Monstruo. Electrizante.

—Se supone que no debemos dejar pasar a nadie —dijo la mujer.

Stanton levantó las cajas.

—Esto es para vosotros.

El Freak Show tenía una sala principal y un pequeño escenario, donde los artistas tragaban sables y se grapaban billetes de dólar en la lengua. La Dama Eléctrica indicó a Stanton que se dirigiera hacia el fondo, y después volvió a dar de comer al zoo de animales bicéfalos más grande del planeta. Había tortugas «siamesas», una serpiente albina con dos cabezas, una iguana con dos cabezas y un minidóberman con cinco patas. En botes de conserva había los cadáveres de un pollo con dos cabezas, un mapache y una ardilla.

Stanton encontró a su amigo tatuado en la pequeña oficina de contabilidad del Freak Show. Había prendas de ropa diseminadas sobre un pequeño catre en un rincón. Monstruo estaba sentado a la mesa, delante del antiguo ordenador portátil que no parecía abandonarle jamás.

—Tu nombre sale por todas partes, Gabe —dijo—. Imaginaba que estarías en Atlanta.

—Estoy atrapado aquí, como todo el mundo.

—¿Por qué estás en Venice? ¿No deberías estar en algún laboratorio?

—No te preocupes por eso. —Stanton levantó un protector ocular—. Hazme un favor y ponte uno. Coge más y se los pasas a cualquiera que no tenga.

—Gracias —dijo Monstruo. Pasó las correas por detrás de las anillas que recorrían la parte superior de su oreja y se ciñó el protector—. Electra y yo estábamos hablando de ti, doctor. ¿Te crees esa mierda del ayuntamiento?

—¿Qué mierda?

—¿No lo has visto? Lo dijeron hace unos minutos. Hasta mencionaron tu nombre un par de veces. —Giró el ordenador para que Stanton pudiera ver la pantalla—. Han colgado en Internet una copia de todos los correos electrónicos enviados desde la oficina del alcalde ocho horas antes y después de la decisión de decretar la cuarentena. Una de esas webs que filtran secretos. Llevan dos millones de visitas ya.

Stanton sintió que se le revolvía el estómago mientras miraba las noticias. Había correos electrónicos del CDC dirigidos a la oficina del alcalde que describían la celeridad con que podían aumentar los casos de VIF, preguntas improvisadas de la alcaldía sobre cuánta gente moriría en el plazo de una semana, y comentarios acerca de que, debido a que el prión era indestructible, los espacios públicos no podrían descontaminarse, y la posibilidad de que ciertas partes de Los Ángeles nunca más volverían a ser habitables.

—Son suposiciones arriesgadas sobre la peor posibilidad —dijo Stanton—. No hechos.

—Estamos en 2012, hermano. La diferencia ya no existe.

Otro artículo sugería que Volcy podría haber cruzado la frontera a sabiendas de que estaba enfermo, y había propagado aposta el VIF por motivos políticos.

—Eso es ridículo —dijo Stanton.

—Pero no impedirá que la gente se lo trague. Hay un montón de chiflados que pasan de los hechos. No sólo los creyentes del 2012. Hay mucha gente asustada, de modo que ve con cuidado. Tu nombre sale en estas páginas, tío.

Stanton no estaba preocupado por él, sino que tenía miedo de la reacción del público cuando viera sin censura lo asustados que estaban quienes, en teoría, se hallaban al frente de la crisis. La calma que reinaba en las calles era frágil, y la situación podía degenerar en cualquier momento.

—Déjate puesto el protector —dijo Stanton a su amigo—. Y si necesitas algo más, ya sabes que estoy al final del paseo.

Stanton abrió la puerta de su apartamento y encontró todo el espacio patas arriba. El sofá de la sala de estar y la mesa del comedor estaban colocados de lado y embutidos en la cocina. Dos alfombras, enrolladas e introducidas en tubos, se erguían sobre su extremo hasta la altura del pecho en las esquinas, y cada centímetro del espacio de la encimera estaba ocupado por los libros de la mesita auxiliar, lámparas y chucherías. Necesitaban toda la superficie disponible.

—¿Eres tú, cariño?

Stanton encontró a Alan Davies sentado en un banco de laboratorio en la sala de estar. Los muebles habían sido sustituidos por contenedores, microscopios y centrifugadoras. El lugar hedía a solución antiséptica. Habían desobedecido directamente las órdenes al instalar este laboratorio casero, por lo que sólo habían podido sacar a escondidas un número limitado de aparatos. Tenían que lavar y reutilizar tubos de ensayo, vasos de precipitado y otros utensilios de cristal. Sobre la consola del televisor había tendederos con utensilios de cristal que esperaban la siguiente ronda.

—¿Te gusta los cambios que he hecho en casa? —preguntó Davies, al tiempo que levantaba la vista del microscopio. Stanton se quedó maravillado de que su compañero aún fuera vestido con corbata rosa, camisa blanca y pantalones negros.

El televisor estaba conectado con la CNN: «Restricciones de viajar para ciudadanos estadounidenses en ochenta y cinco países… Bioterrorismo explorado… Correos de la oficina del alcalde filtrados. Vídeos de YouTube muestran saqueos de tiendas en Koreatown y edificios en llamas…».

—Jesús —exclamó Stanton—. ¿Hay saqueos?

—Disturbios en momentos de tensión —repuso Davies—. En Los Ángeles es una forma de vida, podríamos decir.

Stanton entró en el garaje. Detrás de cajas de revistas de investigación, recuerdos de Notre Dame y complementos de bicicleta pasados de moda, había una pequeña caja fuerte. Dentro encontró su equipo autoensamblado para terremotos y tsunamis: tabletas para purificar el agua, un espejo de señales con silbato, mil dólares en billetes y una Smith & Wesson de nueve milímetros.

Davies estaba mirando desde la puerta.

—Ya sabía yo que eras republicano.

Stanton no le hizo caso y comprobó que la pistola estaba cargada. Después la devolvió a la caja fuerte.

—¿En qué punto estamos con los ratones?

—Con suerte, los anticuerpos deberían estar preparados mañana —contestó Davies.

Pese a las órdenes, Stanton no podía aceptar quedarse cruzado de brazos sin buscar un tratamiento, de modo que habían instalado en secreto el laboratorio en su casa, lejos de los ojos de los curiosos. En el comedor, una docena de cajas descansaban sobre el suelo de madera. Cada una de ellas contenía un ratón anestesiado.

Sólo que estos ratones no estaban emparejados con serpientes: habían sido expuestos al VIF. Stanton confiaba en que no tardarían en producir anticuerpos capaces de combatir la enfermedad. Era el mismo procedimiento con el que habían conseguido algunos éxitos en el laboratorio, y en circunstancias normales tardarían semanas. Pero Davies había descubierto un método para crear una alta concentración de prión de VIF purificado que podrían utilizar para activar una reacción más veloz. Algunos ratones ya habían empezado a producir.

Stanton se levantó cuando alguien llamó con energía a la puerta.

Daba la impresión de que Michaela Thane acababa de terminar un mes de turno de noche. Tenía el pelo revuelto y la cara demacrada. Con el Hospital Presbiteriano en cuarentena y prácticamente todos los pacientes trasladados, los médicos ya no hacían turnos. Stanton había conseguido que Thane trabajara a tiempo completo con su equipo.

—Me alegro de que haya podido venir —dijo.

—Tuve que esperar en un control a que pasaran cien coches de policía y camiones de bomberos que iban en dirección contraria. Supongo que iban a los edificios que están incendiando esos gilipollas.

Entró, vio todo el equipo y miró a Stanton como si fueran a crear el monstruo de Frankenstein.

—Le conseguiré una escolta cuando se vaya —dijo él.

—Dígame que ha traído mi té —gimió Davies—. Dios, por favor, dígame que queda algo de dignidad en este mundo dejado de la mano de Dios.

Thane levantó una bolsa.

—¿Qué demonios está sucediendo aquí?

Davies sonrió.

—Bienvenida al final de nuestras carreras.

Diez minutos después, Thane estaba todavía recuperándose de la sorpresa del laboratorio improvisado y del hecho de que Stanton y Davies lo hubieran montado en secreto.

—No lo entiendo. Si podemos producir anticuerpos, ¿por qué no nos deja probarlos el CDC?

—Podrían provocar una reacción alérgica —explicó Stanton—. Hasta un treinta por ciento de pacientes pueden sufrir una reacción negativa.

Daba la impresión de que Davies estaba inhalando un tazón del mejor té.

—Pasarán años antes de que el FDA apruebe anticuerpos de ratones como terapia en enfermedades priónicas.

—Pero las víctimas van a morir de todos modos —adujo Thane.

—Pero no serán el CDC o el FDA quien las mate —dijo Stanton.

—Nosotros no hacemos las normas —contestó Davies—. Tan sólo las vulneramos. Por desgracia, la subdirectora Cavanagh está controlando cada uno de nuestros movimientos, y pondrá a alguien vigilándonos cada vez que entremos en la habitación de un paciente.

—Pero a mí no me vigilarán —dijo Thane, al comprender por fin por qué la habían alistado—. Todavía tengo pacientes en la UCI. Todavía puedo entrar.

Tan sólo el hecho de haber montado aquel laboratorio podía acabar con la suspensión de su permiso para ejercer la medicina, pero un médico militar sabía lo que era correr riesgos por sus pacientes. Stanton había visto a Thane interactuar con sus pacientes y con los demás miembros del equipo. Intuía que podía confiar en ella.

—No se lo puede contar a nadie —dijo Davies—. Créame cuando le digo que no me sentiría a gusto en una prisión estadounidense.

—El ensayo puede ser con cualquier grupo de pacientes al que podamos acceder, ¿verdad? —preguntó la mujer.

—Siempre que la enfermedad no haya progresado demasiado —dijo Stanton—. Más allá de dos o tres días, nada funcionará.

—Entonces pondré una condición.

—Todos tenemos una —dijo Davies—. Creo que el término médico es suicidio profesional.

Stanton estaba mirando a Thane.

—¿Cuál es esa condición?

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