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19 de DICIEMBRE de 2012 » 32

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Las manos de Stanton temblaban cuando giró la llave de contacto y puso en marcha el jeep. Había matado a un hombre. La pistola utilizada descansaba sobre su regazo, preparada para ser empleada de nuevo. Tenía que haber otros infectados acechando en la oscuridad, pero consideraba mejor moverse de nuevo que quedarse allí. Chel estaba derrumbada en el asiento del acompañante a su lado, aturdida. Pasaría un tiempo antes de saber si el atacante había conseguido infectarla antes de que Stanton le matara. El análisis de sangre rápido tardaría unas horas en dar resultados.

Diminutas nubes de mosquitos giraban delante de los faros cuando avanzaron por la carretera que conducía al pueblo. Pero a medida que se iban acercando, Stanton vio a la luz de los faros lo que podía ser el origen del humo negro que habían divisado desde la pista de aterrizaje. Era un edificio del tamaño del hospital. Los muros se habían derrumbado; la piedra caliza estaba destrozada. El techo había desaparecido.

—Es la escuela —dijo Chel sin la menor emoción en la voz.

Continuaron adelante. Los restos de casas de una sola habitación brotaban a ambos lados. Grupos de cuatro o seis se alzaban cada varios cientos de metros, cada una con sus puertas dobles y sin ventanas. Paredes de madera recubiertas de adobe habían sido derribadas, y arrancadas las hojas de palmera que habían cubierto sus tejados. En mitad de la carretera había docenas de hamacas que daban la impresión de haber sido sacadas de las casas y abandonadas. Telas rojas, amarillas, verdes y púrpura estaban tiradas a un lado y cubiertas de barro, y los neumáticos del jeep corrían inseguros sobre el cementerio de colores.

Por una parte, Stanton tenía ganas de salir de la ciudad y pasar la noche en un campo. Ya habían terminado de buscar a los demás; ahora estaban intentando evitarlos. Pero también pensaba que el jeep atraería la atención sobre ellos, de modo que lo mejor sería esconderse y refugiarse en uno de los edificios abandonados.

Señaló una casa que parecía todavía incólume.

—¿Sabes quién vive ahí?

Chel no pareció oírle. Estaba en otra parte.

Decidió que parecía un lugar tan bueno como cualquier otro. Aparcó el jeep y condujo a Chel hasta la casa, sosteniendo la pistola con la mano libre. Llamó con los nudillos a la puerta y, como no hubo respuesta, la abrió de una patada.

Lo primero que reveló la linterna fueron dos cuerpos en una hamaca. Eran una mujer joven y un niño pequeño. Stanton calculó que llevarían muertos una semana, como mínimo.

Intentó impedir que Chel se acercara más, pero ya estaba en la entrada, contemplando los cadáveres.

El sonido de su voz le sorprendió:

—Hemos de enterrarlos. Necesito incienso.

Era evidente que no pensaba con lucidez.

—No podemos quedarnos aquí —dijo él.

Stanton asió su mano y continuaron explorando. En la siguiente vivienda no había cadáveres, sólo ropas tiradas en el suelo, un azadón roto y cuencos de cerámica. Lo apartó todo.

—¿Crees que es seguro? —preguntó Chel.

No tenía pruebas de que estuvieran a salvo, pero era lo mejor que había.

—Hemos de llevar puestos los protectores oculares en todo momento.

Se derrumbaron contra una pared y se acurrucaron juntos, agotados. Stanton sacó barras de grano la de la bolsa de provisiones y obligó a Chel a comer varios trozos. Por fin, apagó la linterna, con la esperanza de que la joven pudiera dormir. Él intentaría mantenerse despierto, en guardia.

—¿Sabes por qué quemamos incienso por los muertos? —susurró ella.

—¿Por qué?

—Cuando se llevan un alma, es necesario humo de incienso para efectuar la transición entre el mundo medio y el inframundo. Todos los que vivimos aquí estamos atrapados entre dos mundos.

Durante los últimos dos días, Stanton había oído a Chel hablar mucho sobre las tradiciones de su pueblo, pero no de esa manera. Quería tranquilizarla, pero no sabía cómo. Sólo los creyentes tenían palabras apropiadas para momentos como éste. Decidió ceñirse a lo que sabía. Estaba convencido todavía de que algo había protegido al rey y a sus hombres del VFI antes del brote de la enfermedad en Kanuataba. Mañana lo encontrarían.

—Tenemos el plano y las coordenadas del lago Izabal —dijo a Chel—, y en cuanto amanezca, empezaremos a buscar.

Ella apoyó la cabeza en el hueco de su brazo. Stanton notó el peso de la mujer y el tacto de su piel sobre la de él.

—Tal vez Victor tenía razón —susurró—. Tal vez lo único que podamos hacer ahora sea huir.

Stanton despertó sobresaltado. Algo estaba pisoteando hojas mojadas al otro lado de la pared. Chel ya estaba acuclillada junto a la pared de atrás, escuchando. Se oía un ruido agudo, algo que chillaba bajo la lluvia.

Sacó el arma.

Ella distinguió una voz que hablaba en quiché.

—Dejemos que los vientos malvados se vayan, Hunab Ku.

—¿Qué pasa? —preguntó Stanton.

—Me llamo Chel Manu —dijo ella en quiché—. Soy de Kiaqix. Mi padre era Alvar. Hay un médico conmigo. Puede ayudaros si estáis enfermos.

Una diminuta anciana con el pelo largo hasta la cintura apareció en la entrada. Llevaba gruesas gafas sobre su nariz chata.

Stanton bajó la pistola. Un trueno retumbó a lo lejos y la mujer avanzó hacia ellos, con aspecto de ir a desplomarse de un momento a otro.

—¿Hay vientos malvados en esta casa? —preguntó en quiché.

—Nosotros no estamos enfermos. Hemos venido a descubrir el origen de la enfermedad. Soy Chel Manu, hija de Alvar. ¿Estás enferma?

—¿Habéis venido por el cielo? —preguntó la mujer.

—Sí. ¿Tu pueblo está enfermo? —repitió la joven.

—Yo no estoy maldita.

Chel miró a Stanton, quien señaló sus ojos. Las gafas habrían salvado a la anciana. Lo mismo que tal vez les había salvado la vida a ambos una semana antes, en Los Ángeles.

—¿Cuándo vinisteis? —preguntó la mujer.

Chel le contó que habían llegado a Kiaqix hacía cinco horas.

—Pregúntale si queda alguien más vivo en el pueblo —dijo Stanton.

—Hay quince o veinte en las casas que todavía se tienen en pie —contestó la mujer—. La mayoría en las afueras. Hay más escondidos en la selva, a la espera de que los vientos malvados se vayan. Hurakán, el dios de las tormentas, nos salvará.

—¿Cuándo empezó esto? —preguntó la joven.

—Hace veinte soles. ¿De veras eres Chel Manu?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba tu madre?

—Mi madre es Ha’ana. ¿La conoces?

—Por supuesto. Yo soy Yanala. Tú y yo nos conocimos hace muchos años.

—¿Yanala Nenam? Hija de Muram, el gran tejedor.

—Sí.

—¿Queda algún miembro de mi familia vivo?

—Sólo tus tías se encuentran entre los escasos supervivientes. Initia es la mayor. Si hubiera podido venir, se habría encontrado contigo, pero le cuesta caminar. Venid.

Siguieron a la anciana por una serie de carreteras laterales, atravesando milpas. Cuando entraron en un claro y se encaminaron hacia una serie de casas enclavadas sobre una loma, el único recuerdo de su infancia que guardaba de aquel lugar asaltó a Chel. Era una niña pequeña montada a hombros de su padre, mientras recorrían la calzada elevada.

Pero no había nadie cargado con polenta, ni música procedente de las casas.

Sólo silencio.

Se acercaron a la entrada de una pequeña casa de troncos con un fuerte tejado de paja, todavía intacta. La mujer los condujo a una sala atestada de muebles de madera envejecidos y hamacas, y un tendedero para interior. Una pila de tortillas se estaban calentando sobre un hogar de piedras grandes, y el aroma del maíz impregnaba la estancia.

Yanala desapareció en la zona posterior de la casa, y un minuto después la puerta trasera se abrió y entró una mujer todavía más vieja. Llevaba el largo pelo plateado trenzado en una corona sobre la cabeza, y vestía un huipil púrpura y verde cubierto por una docena de ristras de cuentas coloreadas. Chel reconoció a Initia de inmediato.

Sin decir palabra, la mujer avanzó poco a poco hacia ellos, mientras se apoyaba en los muebles.

—¿Chel?

—Sí, tía —dijo en quiché la joven—. Y he traído a un médico de Estados Unidos.

Initia salió a la luz y sus ojos se hicieron visibles. Ambos iris estaban cubiertos de una película lechosa blanca, advirtió Chel. Eso la habría salvado.

—No puedo creer que estés aquí, hija.

—¿No estás enferma, tía? —preguntó Chel mientras se abrazaban—. ¿Puedes dormir?

—Lo máximo que es posible a mi edad. —Les indicó con un gesto que se sentaran alrededor de una pequeña mesa de madera—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste, y aquí estás, nada menos que ahora. ¿Cómo es posible?

Initia escuchó con incredulidad los acontecimientos de Los Ángeles descritos por Chel.

—Has estado en las calzadas elevadas, has visto el centro del pueblo, de modo que sin duda habrás comprendido lo que los vientos malvados nos han traído a nosotros también —dijo Initia.

—Pregúntale quién fue la primera persona que cayó enferma —pidió Stanton.

—Malcin Hanoma.

—¿Quién es? —preguntó Chel.

—Volcy no tenía hermanos de sangre, de modo que Malcin Hanoma, hijo de Malam y Chela’a, era su compañero de plantación. Fueron juntos en busca de esos tesoros de la ciudad perdida. Volcy no volvió nunca, pero Malcin sí. Estaba herido, y con él trajo la maldición que recayó sobre nosotros, la ira de los antepasados.

—¿Se propagó con mucha rapidez?

—La familia de Malcin fue la primera en caer. Sus hijos no podían dormir, al igual que toda la familia que compartía la casa con él. El castigo fue obra de los dioses, y al cabo de pocos días los vientos soplaron con más y más fuerza.

Chel cerró los ojos e imaginó la destrucción que había seguido. ¿Cuánto habrían tardado los suyos en volverse los unos contra los otros? ¿Cuánto habrían tardado las gentes del pueblo de Kiaqix en enloquecer? ¿En destrozar la iglesia, quemar la escuela y saquear el hospital?

—Aquí han sucedido muchas cosas terribles, tía.

Initia se levantó con un esfuerzo e indicó que la siguieran hasta la entrada de atrás.

—Pero no sólo cosas terribles.

La siguieron hasta una vivienda situada directamente detrás de la casa, cuya puerta estaba cubierta con pilas de hojas de palmera. Apartaron las hojas entre todos y crearon una abertura.

—No dejéis entrar a los vientos —les dijo Initia.

En el interior, envueltos en hamacas de colores colgadas del techo, había al menos una docena de bebés. Algunos lloraban en voz baja. Otros yacían con los ojos abiertos, silenciosos. Otros dormían, y sus diminutos pechos subían y bajaban.

Yanala atendía a varios a la vez. Initia se reunió con ella y mimó a una niña pequeña que no dejaba de llorar, mientras introducía cucharadas de maíz líquido en la boca de otra. Initia depositó a un bebé en los brazos de Stanton, y después tendió la niña a Chel. Era pequeña, con mechones de pelo en la coronilla, la nariz chata y ojos pardo oscuros que se paseaban por la habitación, pero sin abandonar a Chel en ningún momento.

—Un niño debe compartir intimidad con su madre, dormir en la hamaca con ella, comer de su pecho cuando tiene hambre —dijo Initia—. Han crecido sin ese calor porque se les ha negado la compañía de sus madres.

—¿Dónde los encontraste, tía?

—Sabía que se habían producido nacimientos recientes en algunas casas, pues todo el mundo se reúne para celebrar una nueva vida. Yanala y yo fuimos en busca de supervivientes. Algunos estaban escondidos bajo hojas de palmera y otros habían sido abandonados al raso.

Chel miró a Stanton.

—¿Cuánto tiempo serán inmunes?

—Seis meses o así —dijo él, mientras acunaba al niño—. Hasta que sus nervios ópticos maduren.

—Esta es Sama —dijo Yanala, mientras Chel acunaba a la niña.

El nombre le resultó familiar.

—¿Sama?

—Hija de Volcy y Janotha.

Chel, atónita, miró a la niña. Tenía los ojos abiertos y húmedos.

—¿Es su hija? ¿La hija de Volcy?

—La única de la familia que sobrevivió.

Esta era la hija que Volcy tanto había anhelado ver, mientras agonizaba en un país extraño.

—¿Comprendes lo que significa esto, hija? —preguntó Initia.

—¿Qué quieres decir?

—Falta una salida y una puesta de sol para el final de la Cuenta Larga. Cuando suceda, seremos testigos del final de todo lo que hemos conocido. Tal vez ya lo estemos siendo en este momento. Pero los más jóvenes sobrevivieron por la gracia de Itzamanaj, el más misericordioso, y serán nuestro futuro. Se dice en el Popol Vuh que, con el final de cada ciclo, una nueva raza de hombres hereda la Tierra. Estos niños son la quinta raza.

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