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Está apoyado en silencio contra el muro del templo bajo la luz de la luna, con el pequeño bulto sujeto con fuerza bajo el brazo. El envoltorio de sisal irrita su piel, pero agradece la sensación. Le tranquiliza. En esta ciudad afligida por la sequía, no cambiaría este bulto ni por agua. La tierra que pisan sus sandalias está agrietada y reseca. El mundo verde de su infancia ya no existe.

Complacido por que los escasos guardias del templo que aún quedan no hayan detectado su presencia, corre hacia la plaza central, donde en otro tiempo medraban artesanos y tatuadores. Ahora sólo está poblada de mendigos, y los mendigos, cuando están hambrientos, pueden ser peligrosos. Pero esta noche tiene suerte. Sólo hay dos hombres ante el templo del Este. Ya le han visto antes, y saben que les da lo que puede. De todos modos, aferra con fuerza su fardo cuando pasa.

Hay un guardia apostado entre la plaza central y los silos de maíz. No es más que un muchacho. Por un momento sopesa la posibilidad de enterrar el fardo y volver a buscarlo más tarde, pero la tierra es polvo, y el viento azota los campos en los que en otro tiempo se alzaban árboles. Nada en esta ciudad abrasada permanece enterrado mucho tiempo.

Respira hondo y continúa adelante.

—Real y Sagrado —le llama el muchacho—, ¿adónde vas?

Los ojos del chico se ven cansados, hambrientos, pero destellan cuando se fija en el fardo que lleva bajo el brazo.

El hombre contesta la verdad.

—A mi cueva de ayuno.

—¿Qué llevas ahí?

—Incienso para mis devociones.

El hombre aprieta el fardo con más fuerza y reza en silencio a Itzamanaj.

—Pero hace días que no hay incienso en el mercado, Real y Sagrado. —El muchacho habla en tono hastiado. Como si todos los hombres mintieran ahora para sobrevivir. Como si toda la inocencia se hubiera fugado con las lluvias—. Dámelo.

—Tienes razón, guerrero. No es incienso, sino un regalo para el rey.

No le queda otra alternativa que invocar el nombre del rey, aunque éste ordenaría que le arrancaran el corazón si supiera lo que lleva encima.

—Dámelo —repite el muchacho.

El hombre obedece al fin. Los dedos del chico desenvuelven el fardo con rudeza, pero cuando el sisal se desprende, el individuo ve la decepción en los ojos del joven guardia. ¿Qué esperaba? ¿Maíz? ¿Cacao? No entiende lo que ha visto. Como la mayoría de jóvenes de esta época, sólo entiende el hambre.

El hombre envuelve de nuevo a toda prisa el fardo, se aleja del guardia y da gracias a los dioses por su buena suerte. Su pequeña cueva se halla en el extremo este de la ciudad, y se desliza a través de la entrada sin ser detectado.

Hay telas esparcidas sobre el suelo, en preparación de este momento. Enciende su vela, deposita el fardo a una prudente distancia de la cera, y después se seca con sumo cuidado las manos. Se pone de rodillas y coge el sisal. Contiene una pila de hojas dobladas hechas con corteza de una higuera endurecida con pasta de piedra caliza vidriada. Con el enorme pero, en apariencia, natural cuidado de un hombre que se ha preparado durante toda la vida para este acto, desenvuelve el papel. Ha sido plegado veinticinco veces, y cuando está desplegado por completo, las hojas en blanco ocupan todo el ancho de la cueva.

Saca tres pequeños cuencos de pintura de detrás de la chimenea. Ha raspado ollas para fabricar tinta negra, rascado orín de las piedras para fabricar tinta roja, y buscado anilina y arcilla en campos y lechos de ríos para la tinta añil. Por fin, el hombre se hace un pinchazo en la piel del brazo. Ve que los riachuelos de color púrpura corren por su muñeca y caen en los cuencos de pintura que tiene delante, santificando la tinta con su sangre.

Entonces empieza a escribir.

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