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11 de DICIEMBRE de 2012 » 4

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El gastado sofá de piel del estudio de Chel estaba atestado de antiguos artículos de revistas y ejemplares atrasados del

Journal of Mayan Linguistics, y la mesa de dibujo y la silla de oficina estaban ocupadas por un PC roto, formularios de inmigración, solicitudes de hipoteca y demás documentación de miembros de la Fraternidad. El único espacio no oculto por los libros que desbordaban las estanterías era un pequeño fragmento de la alfombra persa. Era allí donde había permanecido la última hora, en el suelo, contemplando la caja que tenía delante.

Había vislumbrado las maravillas que contenía, los glifos que contaban una increíble historia de los antiguos, el arte utilizado para representar a los dioses. Chel había dedicado su carrera a la epigrafía maya (el estudio de las inscripciones antiguas), y ardía en deseos de quitar la cubierta de plástico una vez más y echar otro vistazo a los glifos, fotografiarlos, y continuar indagando.

Pero la imagen de su anterior colega, languideciendo en un tribunal italiano bajo el examen de las cámaras de los noticieros, estaba grabada en su mente desde que había visto a Gutiérrez alejarse en coche de la iglesia. La anterior conservadora de antigüedades del Getty, que trabajaba a unas puertas de distancia de Chel, había sido encausada cuando descubrieron que los objetos adquiridos para la colección procedían de unos ladrones de tumbas. Había avergonzado al museo, se había convertido en una paria de la comunidad académica y pasado un tiempo en la cárcel.

Chel sabía que tanto el Getty como el ICE darían un ejemplo mayor con ella. Una cosa era averiguar cuando ya no había remedio que la documentación de una pieza de cerámica estaba falsificada, como en el caso de la vasija de carey de Gutiérrez. Pero un códice era algo muy diferente. No había junta de museo en el mundo capaz de creer que ella no sabía lo que estaba haciendo cuando lo aceptó en la iglesia.

Chel levantó de nuevo la caja con delicadeza. No pesaba más de dos kilos. La sujetó con fuerza sobre el regazo.

¿Cómo habría sobrevivido? A mediados del siglo XVI, los inquisidores de la Iglesia católica intentaron librar a los mayas de la influencia pagana y celebraron un auto de fe, una inmensa hoguera en la que fueron destruidos cinco mil libros sagrados mayas, obras de arte e inscripciones. Hasta hoy, Chel y los demás colegas de su especialidad creían que sólo se habían salvado cuatro códices.

El Fragmento de Grolier indicaba los ciclos de Venus. El Códice de Madrid se refería a augurios acerca de las cosechas. El Código de París era una guía de rituales y ceremonias del Año Nuevo. Chel veneraba el Códice de Dresde (el libro maya más antiguo, que databa aproximadamente del año 1200 d. C.), que contenía astrología, historias de reyes y predicciones de las cosechas. Pero ni siquiera el de Dresde procedía de la era clásica de la civilización maya. ¿Cómo era posible que este volumen se hubiera conservado durante tanto tiempo?

Sonó el timbre de la puerta.

Pasaban de las ocho. ¿Podía ser Gutiérrez ya? ¿Por qué no había abierto la caja antes? ¿O era que habían detenido al traficante? ¿Estaría vigilando el ICE cuando llegó a la iglesia?

Chel levantó la caja y corrió al armario de su estudio. Nadie conocía la existencia del escondrijo que había descubierto allí, lleno de montones de recuerdos de algún anterior inquilino de los años veinte. Sepultó el códice bajo una colección de fotografías en blanco y negro de Wolfskill Farm (Westwood antes de la Primera Guerra Mundial).

Volvió a sonar el timbre de la puerta cuando se disponía a abrirla.

Chel exhaló un suspiro de alivio cuando atisbo por la mirilla y vio a su madre ante la puerta. Al instante, el alivio se transformó en irritación.

—¿Quieres que me quede aquí toda la noche? —preguntó Ha’ana cuando ella abrió la puerta. Medía poco más de un metro cincuenta y llevaba un vestido de algodón azul marino largo hasta la rodilla, uno de los muchos adquiridos en la empresa en la que trabajaba de costurera desde que había llegado a Estados Unidos. Incluso con el cabello plateado y varios kilos de más, Ha’ana todavía estaba rodeada de un sereno resplandor.

—Mamá, ¿qué estás haciendo aquí?

Ha’ana alzó en el aire la bolsa de lona.

—Preparar tu cena, ¿recuerdas? Bien, ¿vas a dejarme plantada aquí con este frío o vas a invitar a entrar a esta anciana?

Con el ajetreo del día, Chel había olvidado sus planes para la cena.

—Esta casa estaba mucho más limpia antes —dijo Ha’ana cuando entró y vio el estado del piso—. Cuando Patrick vivía aquí.

Patrick. Su madre siempre le daba la lata con Patrick. Chel había salido con él casi un año. Los motivos de que hubieran roto eran demasiado complicados para que deseara discutirlos con su madre. Pero Ha’ana tenía razón: desde que él se había marchado, ahora hacía cuatro meses, la casa de Chel cerca del campus de la UCLA se había convertido en un lugar donde hacer escala entre su despacho de la universidad y el del Getty. Después de días agotadores, con frecuencia llegaba a casa, se desvestía y caía dormida delante del canal Discovery.

—¿Vas a ayudarme? —gritó Ha’ana desde la cocina.

Chel se reunió con su madre y descargó los comestibles. Desde hacía poco, las dificultades con su espalda habían mermado la actividad física de Ha’ana, y si bien lo último que deseaba Chel era sentarse con ella a cenar, nunca había conseguido decirle no a su madre.

La cena consistió en una lasaña de cuatro quesos y espinacas con exceso de ajo. En su adolescencia, casi nunca podía convencer a Ha’ana de que guisara platos mayas. La habían empapuzado de macarrones y bocadillos de pan blanco. En los últimos tiempos, su madre veía sin parar Canal Cocina, y sus guisos continentales habían mejorado. Mientras cenaban, Chel la miró y la escuchó charlar sobre su día en la fábrica, pero su mente estaba en la otra habitación, con el códice. Por lo general, se habría mostrado más atenta. Pero esta noche no.

—¿Te encuentras bien?

Levantó la vista del plato y vio que Ha’ana la estaba observando.

—Estoy bien, mamá. —Chel añadió pimienta roja a su lasaña—. Bien… Me alegro mucho de que vengas a clase la semana que viene.

—Ay, me olvidé de decírtelo. La semana que viene no voy a poder. Lo siento.

—¿Por qué?

—Yo también tengo un trabajo, Chel.

Ha’ana no había dejado de ir a trabajar ni un día en treinta años.

—Si le contaras a tu jefa lo que estamos haciendo, querría que vinieras. Puedo hablar con ella, si quieres.

—Ese día tengo turno doble.

—Escucha, he contado en clase todo acerca de la historia oral del pueblo, y creo que les fascinaría escucharlo de labios de alguien que vivió en Kiaqix.

—Sí. Alguien ha de hablarles sobre nuestro increíble Trío Original.

Era difícil no captar la ironía de su voz.

Beya Kiaqix, la diminuta aldea donde habían nacido tanto Chel como su madre, estaba trufada de mitos y leyendas, y la leyenda de sus orígenes era la que se narraba más a menudo: que el pueblo fue fundado cuando un noble y sus dos esposas huyeron de la tiranía de un rey despótico de una ciudad antigua. Más de cincuenta generaciones de antepasados de Chel habían vivido desde entonces en el valle del Guacamayo Escarlata, en la región del Petén de Guatemala.

Chel y su madre se encontraban entre las muy escasas personas que se habían marchado. Cuando ella tenía dos años, Guatemala estaba en plena efervescencia de «La Revolución», la guerra civil más larga y sangrienta de la historia de Centroamérica. Temerosa por su vida y la de su hija, Ha’ana había huido con ella de Kiaqix (como la llamaban los aldeanos) sin mirar atrás en ningún momento. Habían llegado a Estados Unidos hacía treinta y tres años, y la mujer había encontrado trabajo y aprendido enseguida a hablar inglés. Cuando Chel cumplió cuatro años, Ha’ana ya tenía su permiso de residencia y de trabajo. No tardaron en ser ciudadanas las dos.

—Bien, pues —dijo Chel—. Háblales de eso.

—Tú también viviste en Kiaqix —dijo Ha’ana, mientras comía otro trozo de lasaña—. Conoces los mitos. No me necesitas.

Desde que era niña, había visto a su madre hacer todo lo posible para evitar hablar del pasado. Aunque pudiera demostrarse que cada palabra de la historia oral de su aldea era cierta, Ha’ana encontraría una forma de ridiculizarla. Chel había comprendido hacía mucho tiempo que era la única salida que le permitía a su madre escapar del trauma de lo sucedido.

De pronto, sintió un inmenso deseo de correr a su armario, recuperar el códice y depositarlo sobre el regazo de su madre. Ni siquiera Ha’ana podría resistirse a su atracción.

—¿Cuándo fue la última vez que leíste un libro escrito en maya? —preguntó.

—¿Para qué leer un libro maya cuando dediqué tanto tiempo a aprender inglés? Además, hace mucho que no he oído hablar de buenas novelas de misterio en quiché.

—Mamá, ya sabes que no estoy hablando de un libro moderno. Estoy hablando de algo escrito durante la era antigua. Como el

Popol Vuh.

Ha’ana puso los ojos en blanco.

—El otro día vi en la librería un ejemplar del

Popol Vuh. Estaba con todas esas tonterías del 21/12. Monos bocazas y dioses cubiertos de flores: eso es todo lo que hay en maya.

Chel sacudió la cabeza.

—Padre escribía sus cartas en quiché, mamá.

En 1979, dos años después de que ella naciera, el ejército guatemalteco encarceló a su padre por colaborar en la rebelión de Kiaqix. Desde la cárcel, Alvar Manu escribió en secreto una serie de cartas, animando a su pueblo a no rendirse jamás. La propia Ha’ana había entregado a escondidas más de treinta súplicas a los líderes populares de todo el Petén, lo cual dio como resultado que el número de voluntarios del ejército se duplicara. Pero las cartas también significaron la sentencia de muerte de su padre. Cuando sus carceleros le descubrieron escribiendo en su celda, fue ejecutado sumariamente.

—¿Por qué hablamos siempre de lo mismo? —preguntó Ha’ana, al tiempo que se levantaba para retirar los platos.

Chel notó que la frustración por el comportamiento de su madre la embargaba. La quería, y siempre se sentiría agradecida por las oportunidades que le había proporcionado. Pero en el fondo, también creía que había abandonado a su pueblo, y por eso Ha’ana detestaba que se lo recordara. Enseñarle el códice no habría servido de nada. Consideraría los fragmentos poco más que corteza podrida hasta que ella pudiera descifrar su contenido.

—Deja los platos —dijo Chel, y se levantó.

—Sólo tardaré un momento. De lo contrario, se amontonarán, como todo lo demás de la casa.

Chel contuvo el aliento.

—He de irme.

Ha’ana se volvió.

—¿Adónde?

—Al museo.

—Son las nueve de la noche, Chel. ¿Qué clase de trabajo es ése?

—Gracias por la cena, mamá, pero he de marcharme.

—Esto se consideraría un insulto en Kiaqix —dijo Ha’ana—. Cuando una mujer cocina para ti, no la invitas a marcharse.

Utilizaba sus costumbres como una religión de conveniencia, las invocaba en su favor cuando podía, y las ridiculizaba cuando le estorbaban.

—Bien, pues —dijo Chel—, menos mal que ya no vivimos en Kiaqix.

Durante los últimos ocho años, Chel había construido unas instalaciones de vanguardia dedicadas a la investigación mesoamericana en lo que había sido el museo más tradicional de California. Cuando tenía tiempo, después de que se cerraran las puertas, le gustaba pasear por las galerías desiertas, pasar ante

Los lirios de Van Gogh o el

Retrato de un alabardero de Pontormo. Le divertía imaginar qué habría opinado el viejo magnate del petróleo multimillonario de que se exhibieran estatuas de cerámica de fieles mayas arrodillados y dioses mesoamericanos al lado de sus amados objetos europeos.

Pero esta noche no. Poco después de las dos de la madrugada, se hallaba en el laboratorio de investigación 214A del Getty con el doctor Rolando Chacón, su más avezado experto en restauración de antigüedades, rodeada de cámaras de alta definición, espectrómetros de masa y herramientas de conservación. Por lo general, cada una de las largas mesas de madera dispuestas en filas a lo largo de toda la sala estaba cubierta de fragmentos de jade, cerámica y antiguas máscaras, pero ahora habían despejado varias de la parte de atrás para dejar sitio al códice. En las paredes colgaban fotografías de las ruinas, que había tomado mientras hacía trabajo de campo, silenciosos recordatorios del viaje emocional que siempre suponía regresar al antiguo hogar de su familia.

Chel y Rolando habían extraído con delicadeza pieza a pieza el contenido de la caja de Gutiérrez, levantando y separando cada fragmento con la ayuda de pinzas largas y espéculos metálicos, para luego extenderlos sobre portaobjetos que descansaban sobre mesas luminosas encendidas. Algunos eran tan pequeños como sellos de correos, pero incluso éstos eran de pesado y espeso papel de corteza de higuera, que pesaba aún más por obra del polvo y la humedad de una tumba.

Llevaban trabajando cuatro horas y sólo habían reordenado la parte superior de la primera página, pero, mientras contemplaba los fragmentos reunidos, Chel se sintió trasladada a la antigua gloria de sus antepasados. Las primeras palabras, que ya articulaban un sentido, parecían una invocación de la lluvia y las estrellas (una oración), una alfombra mágica a otro mundo.

—Supongo que tendremos que trabajar en esto por las noches, ¿no? —preguntó Rolando. El restaurador de Chel era un hombretón de 1,88 metros y 68 kilos, con al menos una semana de sombra de barba que trepaba por su cara y cuello.

—Duerme de día —dijo Chel—. Y pide disculpas a tu novia.

—Espero que se dé cuenta de que me he ido. Tal vez inyecte un poco de misterio en nuestra relación. ¿Y tú? ¿Cuándo dormirás?

—Cuando pueda. Nadie se dará cuenta de que me he ido.

Rolando depositó con sumo cuidado otro fragmento sobre el cristal. Chel no conocía a nadie con mayor talento para manipular objetos delicados o con mejor instinto en lo tocante a reconstruir antigüedades frágiles. Confiaba en él a pies juntillas. Había sido miembro leal de su equipo durante más tiempo que ningún otro. No le gustaba ponerle en peligro, pero necesitaba su ayuda.

—¿Te gustaría que hubiera llamado a otra persona? —le preguntó Chel.

—No, joder. Soy tu único ladino, y no voy a permitir que me expulses de este bombazo.

«Ladino» era la palabra en argot que definía a los siete millones de descendientes de españoles no indígenas que vivían en Guatemala. Durante toda su vida, Chel había oído hablar a su madre de que los ladinos habían apoyado el genocidio maya patrocinado por el ejército, y que utilizaban a los indígenas como chivos expiatorios de sus penurias económicas. Pero pese a la tensión que todavía existía entre los dos grupos, trabajar tan íntimamente y durante tanto tiempo con Rolando había cambiado su perspectiva. Durante la revolución, su familia protestó en nombre del pueblo indígena. Su padre había sido detenido en una ocasión por esa causa, antes de que la familia se trasladara a Estados Unidos.

—Me parece imposible que esto proceda de algunas ruinas importantes —dijo el hombre, manipulando los bordes hasta igualarlos.

Ella estaba de acuerdo. Los más de sesenta yacimientos conocidos de ruinas de la era clásica maya de Guatemala, Honduras, México, Belice y El Salvador estaban atestados todo el año de arqueólogos, turistas y gente de la zona. Ni siquiera los saqueadores más sofisticados eran capaces de trabajar en aquellas condiciones, de modo que Chel creía que el libro había sido robado de un yacimiento sin descubrir todavía. Cada año, satélites, turistas a bordo de helicópteros y madereros tropezaban en la selva con restos arquitectónicos ocultos desde hacía muchísimo tiempo, y suponía que el saqueador, muy probablemente un explorador profesional, había topado con el yacimiento y regresado después con un equipo.

—¿Crees que el saqueador pudo descubrir una ciudad perdida? —preguntó Rolando.

Chel se encogió de hombros.

—Eso es lo que la gente querrá creer.

Él sonrió.

—Y todos los indígenas de Guatemala la reclamarán como propia.

Muchas aldeas mayas contaban con historias orales acerca de una increíble ciudad perdida donde sus antepasados habían vivido en otro tiempo. Durante la revolución, un primo del padre de Chel había afirmado haber encontrado la ciudad perdida de Kiaqix, de la cual habría huido en teoría el Trío Original. La realidad era menos atrayente: muchos mayas habían vivido siempre en pequeñas aldeas de los bosques, y para el pueblo de Chel, afirmar una relación con una ciudad perdida era como si un estadounidense blanco afirmara que tenía un antepasado en el Mayflower. Algo fácil (y deseable) de decir, pero más difícil de demostrar.

—No voy a preguntar otra vez de dónde demonios has sacado esto… —dijo Rolando, mientras comparaba otro fragmento—, pero basándome en la iconografía, no me parece que sea del final del clásico. Tal vez fue escrito entre los años 800 y 925. Es increíble.

—Espero que la prueba del carbono esté de acuerdo.

Rolando dejó las tenazas.

—Y ya sé que no se lo puedo decir a nadie, pero… aquí hay una sintaxis muy complicada. Podríamos utilizar a Victor con esto. Nadie conoce mejor que él la sintaxis clásica.

Desde el momento en que vio el códice, Chel había tenido ganas de llamar a Victor Granning, pero temía su posible reacción. Hacía meses que no hablaban. Desde luego ella tenía buenos motivos para evitarle.

—Los dos solitos nos bastaremos —dijo a Rolando.

—De acuerdo.

Sabía que no debía insistir. Granning era un asunto delicado. Chel quería a su antiguo mentor, pero era demasiado intransigente. Y estaba un poco chiflado.

Mientras intentaba expulsar a Granning de su mente, Chel estudió el rompecabezas de los glifos «apilados» de la primera página que Rolando había empezado a ensamblar.

Como todos los glifos mayas, eran o bien combinaciones de sílabas enlazadas con el fin de formar el sonido de la palabra (el equivalente de las letras inglesas), o, de forma similar a idiomas como el chino, una combinación de sílabas e imágenes que, tomadas en su conjunto, representaban una idea. Una vez que Chel desglosó los bloques y descifró cada componente, utilizando los catálogos establecidos de ciento cincuenta sílabas descodificadas y el catálogo de ochocientos y pico glifos «visuales» conocidos, los ordenó en frases.

Palabras como

jab eran muy conocidas. Era la misma palabra que el quiché moderno utilizaba para «lluvia». Algunas, como

wulij, sólo podían ser traducidas de manera aproximada, porque no existía una palabra correspondiente en inglés: «asolar» era lo más aproximado, pero sin las implicaciones religiosas que la palabra tenía en maya. Los investigadores habían identificado unos ciento cincuenta glifos que aún no habían sido descifrados, y no sólo aparecían unos cuantos de ésos en la primera página del códice, sino que había otros que Chel no había visto nunca. Cuando todo el texto estuviera reconstruido, sospechaba que podrían analizar docenas de glifos nuevos.

Tres horas después, Chel tenía calambres en las piernas y sentía los ojos tan secos e irritados que tuvo que quitarse las lentillas y ponerse las gafas que tanto detestaba. Pero al fin contaban con una burda traducción del primer bloque de glifos:

No ha llovido, ___ de alimento, ___ medio ciclo de la estrella. Cosecha, asolar campos de Kanuataba, arrasar ___ y árboles, expulsar ciervos, aves, jaguares, guardianes de la tierra. Reutilización ___ pastos. Destruir laderas, insectos en enjambre, no hay suelos alimentados por hojas. No tienen refugio, animales, mariposas, plantas entregadas por Sagrado Portador para vidas espirituales. Sin carne, animales, guisar.

Pero, por supuesto, la traducción literal no era suficiente. Una traducción completa tenía que capturar la esencia de lo que el escriba intentaba comunicar. Los códices se escribían desde la perspectiva de un narrador omnisciente, y solían ser de tono muy ceremonioso. Por tanto, Chel se esforzó por introducir palabras desaparecidas a partir del contexto y de los típicos emparejamientos de palabras que había visto en los otros libros, hasta que obtuvieron una versión mejor del primer párrafo:

Ni una gota de lluvia ha traído alimento durante medio ciclo de la gran estrella. Los campos de Kanuataba han sido recolectados y destruidos; los árboles y las plantas, arrasados, y los ciervos, aves y jaguares, guardianes de la tierra han sido expulsados. Los campos de labranza no pueden utilizarse de nuevo. Las laderas están resecas, los insectos bullen y las hojas que caen ya no alimentan la tierra. Los animales y mariposas y plantas otorgados por el Santo Portador ya no pueden continuar sus vidas espirituales. Los animales carecen de carne para guisar.

—Está hablando de una sequía —dijo Rolando—. ¿Quién habría recibido permiso para escribir algo así?

Chel se preguntaba lo mismo. Los escritos mayas eran, en general, comunicados de prensa para el rey. Los «escribas» reales que los redactaban (mitad secretarios de prensa, mitad líderes religiosos) no osaban mencionar nada que socavara a sus gobernantes.

Nunca antes había visto Chel a un escriba que escribiera sobre las dificultades de la vida cotidiana. Las predicciones de lluvia estaban grabadas en columnas de piedra en las ruinas, así como en los códices de Madrid y Dresde, pero era inaudito que un escriba informara sobre una sequía inminente. El trabajo del rey era traer la lluvia, y tal información avergonzaría a cualquier rey que fuera incapaz de conseguirlo.

—Sólo un escriba podría poseer este tipo de destreza —dijo Rolando, al tiempo que señalaba una imagen ejecutada a la perfección del dios del maíz.

Chel volvió a estudiar las palabras. El castigo por haber escrito esto habría podido ser la muerte.

Ni una gota de lluvia ha traído alimento durante medio ciclo de la gran estrella. La gran estrella era Venus, y medio ciclo eran casi quince meses. El escriba estaba describiendo la sequía más larga de los registros mayas conocidos.

—¿Qué pasa? —preguntó Rolando.

—No es sólo la sequía. Está hablando de que los almacenes de maíz están vacíos —explicó Chel—. Está hablando de animales en peligro, y de la disminución de la cantidad de tierra cultivable. Nadie habría recibido permiso para escribir algo así. Básicamente, es la descripción del fin de la civilización.

Rolando dibujó otra sonrisa.

—Crees…

—Está escribiendo sobre el colapso.

A lo largo de la carrera de Chel, la cuestión que la había interesado más que ninguna otra era el «colapso» de la civilización de sus antepasados a finales del primer milenio. Durante siete siglos, los mayas habían construido ciudades e innovado en arte, arquitectura, agricultura, matemáticas, astronomía y comercio. Pero después, seiscientos años antes de que llegaran los conquistadores españoles, las ciudades-estado dejaron de expandirse, la construcción se paralizó y los escribas de las tierras bajas de Guatemala y Honduras dejaron de escribir. En el espacio de tan sólo medio siglo, los centros urbanos fueron abandonados, desapareció la institución de la monarquía y la era clásica de la civilización maya llegó a su final.

Los colegas de Chel sostenían diversas teorías sobre las causas del colapso maya. Algunos sugerían imprudencia ecológica: prácticas agrícolas agresivas e indiferencia hacia la deforestación. Otros afirmaban que, debido a las guerras continuas, la excesiva religiosidad y el derramamiento de sangre producto de los sacrificios, los antiguos provocaron su propia desaparición.

Chel contemplaba con escepticismo todas estas ideas. Creía que hundían sus raíces en la inclinación europea a menospreciar a los indígenas. Las acusaciones de sacrificios humanos habían acosado a los mayas desde el desembarco de los españoles, y el colapso había sido utilizado durante siglos como prueba de que los conquistadores estaban más evolucionados que los salvajes a los que habían conquistado. Prueba de que los mayas eran incapaces de autogobernarse.

Chel creía que la causa del colapso se debía a megasequías que se prolongaron durante décadas e imposibilitaron la agricultura a sus antepasados. Los estudios llevados a cabo en los lechos de ríos de la zona sugerían que el final de la era clásica fue el más seco en siete milenios. Cuando estos prolongados períodos secos convirtieron las ciudades en inhabitables, los mayas simplemente se adaptaron. Volvieron a la agricultura de subsistencia y emigraron a pueblos pequeños como Kiaqix.

—Si fuéramos capaces de demostrar que esto es la descripción del colapso —dijo Rolando aturdido—, sería un hito.

Chel imaginaba qué más iban a descubrir en aquellas páginas. Imaginaba hasta qué punto el códice respondería a lo que, hasta el momento, había carecido de respuesta. Imaginaba que algún día podría enseñarlo al mundo.

—Si pudiéramos demostrar que el colapso de la civilización maya fue debido a megasequías —continuó Rolando—, les cortaríamos los huevos a todos esos generales, de paso.

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