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Para millones de personas en todo el mundo, fue el final de la vida tal como la conocían. Por lo que todos los seres humanos vivos podían recordar, la flecha del progreso había apuntado en la dirección de la innovación tecnológica, la urbanización y la conectividad. En los años previos a 2012, por primera vez en la historia humana, la mayoría de las personas vivía en ciudades, y las proyecciones estadísticas predecían que, en 2050, esa proporción superaría los dos tercios.

El final del ciclo de la Cuenta Larga cambió todo eso. Algunas de las mayores metrópolis del mundo habían sido arrasadas por la enfermedad de Thane, y no existía forma de saber si volverían a ser seguras algún día. Como no podían hacer nada para destruir la proteína, había que imponer la cuarentena cada día a nuevos lugares contaminados en cuanto eran descubiertos. En centros comerciales, restaurantes, escuelas, oficinas y transportes públicos, desde América a Asia, los vehículos de materiales peligrosos y equipos de limpieza se convirtieron en algo cotidiano… o de lo que había que escapar.

Al cabo de unas semanas, esta contaminación provocó un éxodo masivo de muchos de los centros urbanos más grandes del mundo. Algunos datos económicos sugerían que una cuarta parte de la población de Nueva York, San Francisco, Ciudad del Cabo, Londres, Atlanta y Shanghái se marcharía dentro de un período de tres años. Los fugitivos iban a ciudades más pequeñas, a los confines de las aglomeraciones urbanas, al campo, donde se fundaron comunidades agrarias autosostenidas.

Los Ángeles era una categoría en sí misma. La enfermedad de Thane afectó a todos los ciudadanos del Gran Los Ángeles. Era imposible para muchos imaginar quedarse, aunque no hubiera peligro.

El médico más famoso del mundo tampoco había regresado. Junto con el equipo internacional de científicos a su cargo, Stanton vivía en una tienda que el Servicio de Salud de Guatemala había erigido en las ruinas de Kanuataba. El día después de sacar a Chel de la ciudad perdida con las muestras que había tomado en ella, y de conducir el

jeep durante dos horas para volver a la civilización y encontrar un teléfono que funcionara, volvió a trabajar con el Servicio de Salud de Guatemala. No había abandonado la selva desde entonces.

A partir de los árboles que rodeaban la tumba del rey, Stanton y su equipo médico habían sintetizado una infusión capaz de invertir la enfermedad de Thane si se inyectaba durante los tres días siguientes al inicio de la infección. Los antiguos ciudadanos de Kanuataba habían utilizado el haya hasta el borde de la extinción. Pero cuando abandonaron la ciudad, los árboles habían regresado con todas sus fuerzas.

Seguía abierta la cuestión de por qué estaban concentrados alrededor de la tumba. A veces, las especies evolucionaban por completo, incluso las que funcionaban en directa oposición a otras. Los microbios se fortalecían en reacción a los antibióticos. A lo largo de centenares de generaciones, los ratones mejoraron sus tácticas de eludir a sus depredadores, y las serpientes las de cazar a sus presas. Algunos científicos defendían que el prión y los árboles habían evolucionado conjuntamente durante siglos, de forma que cada uno se hizo más y más fuerte mediante la mutación, hasta que Volcy abrió la tumba. La expresión favorita de los periodistas era «una carrera armamentística evolutiva».

Los creyentes del 2012, por supuesto, lo llamaban destino.

Una vez que convenció a la comunidad científica de cómo debería llamarse el VIF, Stanton había dejado de intentar dar nombre a todo lo demás que había sucedido.

Tras un día particularmente extenuante de finales de junio, dio instrucciones en su precario español a su equipo, compuesto casi al completo por médicos guatemaltecos, y se encaminó a la tienda que le servía de residencia. La lluvia empapaba su ropa, y el barro aumentaba el peso de sus botas cuando llegó a la sombra de los templos gemelos y el palacio de Imix Jaguar. Vivir en la selva era duro, y echaba de menos el mar, pero se estaba acostumbrando al calor y la humedad, y beber una cerveza fría al final de una larga jornada laboral era estupendo.

Una vez que se hubo puesto ropa seca, entró en la zona de estar de la tienda, donde algunos científicos discutían con arqueólogos sobre la mejor técnica para abrir las tumbas. Stanton abrió una cerveza, sacó el ordenador portátil y se conectó con el servicio de Internet vía satélite.

Echó un vistazo rápido a cientos de correos electrónicos. Había una actualización de Monstruo: hasta que reabriera sus puertas el Freak Show, el zoo de animales de dos cabezas que la Dama Eléctrica y él habían recuperado de todos los rincones del paseo marítimo viviría con ellos en el apartamento de Stanton. Continuó examinando correos y encontró el último de Nina, una foto de

Dogma en el

Plan A, en algún lugar del golfo de México. Ella también había sido asediada con solicitudes de entrevistas, si alguna vez volvía a tierra. Había reído y proclamado que tenía cosas mejores que hacer que perseguir a su ex marido. Enviaba una foto cada semana de los lugares adonde iban ella y el perro.

—¿Otra vez en el ordenador? ¿No te has enterado? La tecnología ha muerto. Onda de tiempo cero y todo eso.

Stanton se volvió hacia el sonido del melifluo acento inglés. Alan Davies se estaba quitando la chaqueta de safari. La dejó con cuidado sobre una silla, tratando la prenda como si fuera la que Stanley había llevado cuando encontró a Livingston. La camisa blanca estaba empapada de sudor, y tenía el pelo encrespado. El londinense no se adaptaba bien a la humedad, algo que recordaba cada día a Stanton.

—No puedo creer que estés bebiendo ese patético sustituto de la cerveza —dijo Davies, al tiempo que se dejaba caer en una silla—. Daría cualquier cosa por una pinta de Adnams Broadside.

—Londres está a tan sólo un trayecto de cincuenta horas a través de la selva y cuatro aviones de distancia.

—No sobrevivirías ni un día aquí sin mí.

Mientras Davies abría una botella de vino y se servía una copa, Stanton envió una respuesta rápida a Nina, y después echó un vistazo a los teletipos y a los sitios nuevos. Cada día, desde hacía seis meses, se reciclaban las mismas historias sobre la enfermedad, con cambios en diminutos detalles, y pocas veces había visto algo interesante. Pero cuando se conectó con la web del

Los Angeles Times, algo le dejó petrificado.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasa? —preguntó Davies.

Stanton apretó el botón de IMPRIMIR y sacó el artículo de la bandeja.

—¿Has visto esto?

Davies examinó la pantalla.

—¿Ella lo sabe?

Los guatemaltecos habían abierto mediante excavadoras un camino hasta las carreteras principales para poder enviar y recibir suministros en camiones. En un Land Rover del Departamento de Salud, Stanton llegó a la entrada, protegida por el destacamento de seguridad que vigilaba ahora todo el perímetro de Kanuataba. En cuanto le dejaron pasar, se encontró en mitad del circo en que se habían convertido las zonas circundantes. Cientos de personas estaban acampadas en tiendas, camionetas y caravanas justo al otro lado de la frontera. Al principio, habían conseguido mantener en secreto el emplazamiento de Kanuataba, pero ahora docenas de camionetas nuevas estaban aparcadas a lo largo de la carretera, y los helicópteros daban vueltas sin cesar, tomando fotos aéreas de la ciudad para transmitirlas a todo el mundo. No sólo habían llegado periodistas. La zona se había transformado en una especie de avanzadilla religiosa en la era

post-2012. Aunque los creyentes no podían entrar en las ruinas, Kanuataba se estaba convirtiendo poco a poco en su Meca.

Stanton dejó atrás el mar de tiendas donde hombres, mujeres y niños de todos los colores, edades y nacionalidades vivían ahora, empujados por su extraño y heterogéneo destino. Que el mundo no hubiera sido destruido por completo no había perjudicado a su causa.

Los acontecimientos previos al 21/12 y el descubrimiento de la cura en este lugar habían encendido un fervor por todo lo maya. Más de una tercera parte de la población de las Américas afirmaba creer que un brote de priones ocurrido al mismo tiempo que el giro del calendario no era una coincidencia. En Los Ángeles, miles de personas acudían a las asambleas de la Fraternidad, y el vegetarianismo, el luditismo y el «mayanismo espiritual» reunían cada día más seguidores, sobre todo en comunidades a las que habían huido habitantes de ciudades. Sostenían que los priones, desde el VIF a las vacas locas, eran el resultado definitivo de la manipulación de la vida de formas contrarias a la naturaleza.

Dos horas después, Stanton llegó a Kiaqix. Gran parte del pueblo había quedado destruido y, además de su relación con el brote y el paciente cero, eso significaba que muy pocos curiosos se sentían inclinados a hacer el viaje. Un grupo entregado de ONG y aldeanos que habían escapado de la plaga estaban reconstruyendo la ciudad con la ayuda de donaciones extranjeras que llegaban de todas partes del mundo. Pero, como todo lo relacionado con la selva, era un proceso lento y penoso.

Como en el caso de los hospitales de Los Ángeles, la antigua clínica había sido demolida por un equipo enviado desde Estados Unidos, y una nueva provisional se había erigido en su lugar. Stanton aparcó el Land Rover y entró, mientras saludaba a rostros conocidos. Algunos eran miembros de la Fraternidad, que se habían ofrecido voluntariamente a colaborar en la reconstrucción. En total, había casi cuatrocientas personas viviendo en el pueblo, y todo el mundo desempeñaba un papel en la reconstrucción.

En la zona pediátrica de la parte posterior de la clínica, Stanton encontró a Initia atendiendo a los bebés huérfanos de la plaga. Casi todos estaban en hamacas, y unos pocos en diminutas cunas construidas con pequeños fragmentos de madera y paja.

Jasmachá, Initia —dijo Stanton.

—Hola, Gabe —contestó ella en un deficiente inglés.

Él echó un rápido vistazo a los ojos de los bebés con un oftalmoscopio que siempre llevaba encima. Hasta los más pequeños habían cumplido ya seis meses, lo cual significaba que sus nervios ópticos pronto estarían desarrollados por completo, por lo cual se encargaba de vigilar cualquier señal de la enfermedad de Thane.

—Bienvenido, doctor.

Stanton se volvió. Ha’ana Manu se hallaba en la entrada, cargada con un niño de ocho meses al que llamaban Garuno, el cual berreaba en sus brazos.

—¿Alguna vez me llamarás Gabe?

—¿Fuiste a la Facultad de Medicina cuatro años para que te llamaran Gabe?

Stanton señaló el niño que llevaba en brazos.

—Reciben dosis cada cuatro horas, ¿verdad?

—Tal como nos dijiste. No te preocupes.

—Lo siento. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

Chel estaba acuclillada bajo el techo puntiagudo de un nuevo edificio del grupo de alojamiento este con otros cuatro miembros de la Fraternidad, preparados para enderezar otro tronco de árbol. Antes de que pudiera empezar a contar, oyó un lloriqueo.

—Esperad —les dijo. Corrió hacia el pequeño moisés escondido a la sombra, debajo de un cedro cercano. La hija de Volcy, Sama, de casi siete meses, yacía dentro con los ojos abiertos de par en par.

—Chel, mira lo que he encontrado.

Se volvió y vio a su madre al lado de Gabe.

Durante semanas, Ha’ana había continuado negando que ella hubiera escrito las cartas de la prisión, o que hubiera sido una revolucionaria. Incluso ahora se aferraba a la historia de que ella y el padre de Chel habían escrito las cartas a cuatro manos. Aun así, la joven consideraba una victoria haber convencido a su madre de volver a Kiaqix con ella por primera vez en más de treinta años. Ha’ana afirmaba que su intención era regresar a Estados Unidos «pronto», y se quejaba de no tener un televisor ni una cocina adecuada. Pero Chel sabía que se quedaría durante toda la estancia de su hija.

Stanton se acercó y la besó. Habían encontrado excusas para verse una o dos veces a la semana desde enero, y no había pasado mucho tiempo antes de que empezaran a hablar del futuro. Habían sido exonerados de mala praxis por sus respectivas instituciones, y ambos habían sido invitados a aparecer en simposios por todo el mundo, y les habían ofrecido empleo en facultades de diversas universidades. El hecho de que hubieran ido a Guatemala por su cuenta y descubierto la cura de la enfermedad de Thane había sacudido los cimientos del CDC: el director Kanuth había dimitido. Cavanagh era su heredera aparente, pero corrían rumores de que el presidente quería ofrecer el puesto a Stanton. No aceptaría, y Chel sabía que ella era una parte importante del motivo. No pensaba marcharse de aquí en mucho tiempo, y si alguna vez regresaban a Estados Unidos, sería juntos.

Le ofreció a Sama su mano, y la niña sonrió. Chel casi nunca la perdía de vista. Stanton y ella habían pasado muchas noches en su casa de madera y paja, alimentando a la niña con pedacitos de tortilla al lado del hogar, para luego esperar a que se durmiera, después de lo cual aprovechaban al máximo su intimidad.

—Pensaba que no volverías hasta la semana que viene —dijo Chel—. ¿Va todo bien?

Stanton sacó el artículo del bolsillo y se lo dio.

Grupo 2012 rompe el silencio

Martes, 22 de junio de 2013, 9.52 horas

Fuentes del FBI han verificado que una carta recibida hace dos días en el diario

Los Angeles Times fue enviada desde las tierras altas del sur de Guatemala. Muy probablemente, fue escrita por un miembro de la secta 2012 liderada por Colton Shetter, de quien la policía guatemalteca ha confirmado su muerte.

Según la carta de cuatro páginas, Shetter fue juzgado y expulsado del grupo que había fundado por su comportamiento violento en diciembre de 2012 en el Museo Getty, que dio como resultado la muerte del investigador Rolando Chacón. Se afirma que, después del juicio, intentó mantener su poder utilizando la fuerza, y resultó muerto en una pelea con otros miembros del grupo. Aprovechando detalles incluidos en la carta, las autoridades de Guatemala descubrieron el cadáver de Shetter enterrado cerca del lago Izabal, uno de los lagos más grandes de Guatemala. En lo que parece ser una especie de sacrificio ritual, que guardaría semejanza con los de los antiguos mayas, habían arrancado el corazón y otros órganos de Shetter de su cuerpo.

El ahora tristemente famoso grupo 2012 se halla en paradero desconocido, pero la carta insinúa que el doctor Victor Granning es el líder del grupo. Indica que piensa devolver el

Códice de canibalismo al pueblo guatemalteco de Kiaqix, situado muy cerca de las ruinas recién descubiertas de Kanuataba, donde se supone que el libro fue escrito. Granning cree que la exposición del códice cerca de su punto de origen supondrá un apoyo muy necesario para los indígenas locales afectados por la enfermedad de Thane, pues fomentará el turismo en la zona.

La carta también afirma que el doctor Granning ha hecho un nuevo descubrimiento muy importante en el códice, y que por consiguiente desea que el libro sea exhibido para que «los millones de nuevos creyentes lo vean». El ex profesor de la UCLA y controvertido icono de 2012, buscado todavía por las autoridades por su papel en el asalto al Getty, afirma haber descubierto un grave error en la fecha previamente calculada del final del antiguo ciclo de la Cuenta Larga. Cree ahora que la fecha correcta del final del decimotercer ciclo del calendario es el 28 de noviembre de 2020.

Chel dejó de leer. En los confines de la selva, Victor intentaba reparar los daños causados. Incluso en su ausencia, se había convertido en una especie de figura mítica entre los creyentes. Muchos de los nuevos marginales consideraban proféticos sus escritos antiurbanitas y antitecnológicos.

—Va a devolverte el códice —dijo Stanton.

No había respuestas fáciles para lo sucedido, sobre todo en lo referente a cómo el legado de su pueblo había terminado en manos de Chel. A pesar de los nuevos cálculos efectuados por Victor, nadie estaba en condiciones de afirmar que alguna versión de sus predicciones para 2012 no se hubiera convertido en realidad el año anterior, y vivían ahora en el mundo que él había soñado.

Sama lanzó una risita, y Chel miró los ojos de la niña.

En realidad, ya no tenía importancia.

Chel estaba rodeada de gente a la que amaba. Y estaba en casa.

Ha’ana terminó de leer el artículo, lo arrugó y lo tiró a la basura.

—Ven con la

abu, hija —dijo, y levantó a Sama del moisés—. Tenemos cosas más importantes de qué preocuparnos, ¿verdad?

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