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13 de DICIEMBRE de 2012 » 13

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En el extremo norte del campus del Museo Getty, Chel y su abogado estaban sentados en la principal oficina administrativa. El otro lado de la mesa estaba ocupado por miembros de la junta, el conservador jefe del museo y un agente del ICE. Todo el mundo utilizaba protectores oculares, siguiendo las últimas recomendaciones del CDC, y todo el mundo tenía una copia de la declaración oficial de Chel delante de ellos, en la que relataba los acontecimientos de los tres últimos días.

Dana McLean, directora de la mayor entidad de fondos de capital de riesgo del país y presidenta del consejo de administración, se reclinó en la silla cuando habló.

—Doctora Manu, hemos de decretar una suspensión temporal de empleo y sueldo pendiente de futura revisión. Tendrá que abstenerse de cualquier actividad relacionada con el museo hasta que se tome la decisión definitiva.

—¿Y mi equipo?

—Será supervisado por el conservador, pero si descubrimos que alguien más está implicado en actividades ilegales, también será sujeto a revisión.

—Doctora Manu —dijo un miembro del consejo—, usted afirma que el doctor Chacón no tenía ni idea de lo que usted estaba haciendo, pero, entonces, ¿por qué estaba aquí la noche del diez?

Chel miró a su abogado defensor, Erin Billings. Cuando éste asintió para indicar que contestara a la pregunta, ella intentó mantener un tono sereno.

—Nunca conté a Ronaldo en qué estaba trabajando. Le pedí que viniera para contestarme a algunas preguntas sobre restauración. Pero no vio en ningún momento el códice.

Con todo lo que había confesado en su declaración, el grupo carecía de motivos para poner en duda sus palabras. Era la mentira con la que más a gusto se sentía.

—Debería saber que revisaremos todos sus archivos en busca de cualquier indicio de falta de ética profesional —dijo el agente del ICE, Grayson Kisker.

—Mi clienta lo comprende —dijo su abogado.

—¿Qué será del códice? —preguntó Chel.

—Será devuelto a Guatemala —contestó McLean.

—Debido a que la transacción ilegal tuvo lugar en suelo estadounidense —dijo Kisker—, seremos nosotros quienes presentemos una denuncia contra usted.

Incluso después de que el CDC llamara para informarle de que había dado negativo de priones en la sangre, Chel se había sentido aturdida. El último día había padecido la mezcla más abrumadora de culpa, confusión y conmoción de su vida. Sabía que, a la larga, la despedirían, y también perdería su empleo de profesora en la UCLA.

Pero después de todo lo que había visto, no podía conseguir que le importara.

Chel y Billings se levantaron de la mesa. Ella intentó prepararse para recoger sus cosas del laboratorio por última vez.

Entonces el móvil de Kisker sonó, y éste escuchó a su interlocutor mientras se iba formando una extraña expresión en su rostro.

—Sí —dijo, y miró a Chel—. Estoy con ella ahora. —Alargó poco a poco el móvil en su dirección. Su voz era casi tímida—. Mi jefe quiere hablar con usted.

El sol de la tarde caía sobre Chel mientras bajaba por la pasarela del jardín del Getty hacia la selva de flores situada en el punto más bajo de los terrenos del museo, al pie de todos los edificios. Los visitantes decían que la vista de las montañas desde el museo era mejor que las propias obras de arte, pero ella prefería los jardines por encima de todo. Cuando estuvo sola entre las buganvillas rojas y rosa, extendió la mano hacia una de las flores y la acarició entre los dedos. En aquel momento necesitaba un punto de referencia. Estaba escuchando al doctor Stanton por el móvil.

—Todavía no han detectado casos en Guatemala —le dijo—. Pero si podemos facilitarles un emplazamiento más exacto del pueblo de Volcy, quizá podríamos enviar un equipo.

Después de la llamada del director del ICE, le dijeron a Chel que telefoneara a Stanton para recibir más instrucciones. La alivió saber que él tampoco estaba infectado. Las gafas que utilizaban tal vez les habían proporcionado cierta protección, le había dicho él enseguida, como si el asunto careciera de importancia, y después prosiguió:

—¿Qué sabe de su posible emplazamiento?

—Tiene que estar en algún punto de las tierras altas del sur —dijo Chel. Arrancó una buganvilla rosa de su tallo y la tiró al río. Se quedó sorprendida de la brusquedad con que lo hizo.

—¿Es una zona muy grande?

—Varios miles de kilómetros cuadrados. Pero si la enfermedad ya está aquí, ¿qué más da de dónde llegó?

—Es como un cáncer —explicó Stanton—. Aunque haya hecho metástasis, hay que extraer el tumor del lugar original para evitar que se extienda más. Hemos de saber qué es y cómo empezó para poder combatirlo.

—El códice podría revelarnos más cosas. Podríamos encontrar un glifo específico de una zona más pequeña, o alguna descripción geográfica. Pero no lo sabremos hasta que la reconstrucción haya terminado.

—¿Cuánto tardarán?

—Las primeras páginas se hallan en mal estado, y las últimas están peor todavía. Además, existen obstáculos lingüísticos. Glifos difíciles y combinaciones extrañas… Hemos estado haciendo todo lo posible por descifrarlos.

—Será mejor que encuentren una forma de hacerlo más deprisa.

Chel se sentó en un banco metálico. Estaba mojado por el rocío o el agua de los aspersores, y notó que empapaba sus pantalones, pero le dio igual.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué confía en mí con relación al códice después de que le mintiera?

—No confío en usted, pero el ICE convocó a un equipo de expertos, los cuales dijeron que la mayor esperanza de averiguar la procedencia del libro residía en usted.

Menos de una hora después, Chel estaba en la 405, camino de Culver City. Era el último lugar al que hubiera deseado ir después de todo lo ocurrido, pero ya no tenía otra alternativa. De momento no habría investigación criminal, y el objeto más importante de la historia maya se quedaría en su laboratorio. Pero pese a las vacilaciones que albergaba respecto a Victor Granning, lo único que importaba ahora era hacer todo lo posible por ayudar a los médicos. No podía permitir que sus problemas personales se entrometieran en la situación.

El Museo de Tecnología Jurásica (MTJ) de Venice Boulevard era una de las instituciones más extrañas de Los Ángeles. Tal vez del mundo. Chel había ido una vez, y después de orientarse en su distribución laberíntica y sus oscuras habitaciones, consiguió relajarse y dejar que el museo obrara prodigios en su imaginación. Había esculturas diminutas que cabían en el ojo de una aguja, una galería de perros cosmonautas enviados al espacio por los rusos en los años cincuenta, una exposición de cunas de gatos.

Nada más pasar el In-N-Out Burger de Venice Boulevard, Chel divisó el edificio vulgar de color marrón y aparcó en un hueco delante de la fachada engañosamente pequeña. La otra vez que había ido, lo hizo con su ex. Patrick estaba obsesionado con una exposición de cartas escritas al Observatorio de Mount Wilson sobre la existencia de vida extraterrestre. Dijo que las cartas le recordaban el hecho de que existían otras formas de ver los cielos, aparte de mirar a través de la lente de un telescopio. Cuando las leyeron juntos en el espacio oscurecido, la voz de Patrick nunca lejos de su oído, una carta atrajo también la atención de Chel, y las palabras exactas que la mujer escribió sobre sus experiencias en otro mundo se habían quedado grabadas en su memoria hasta ahora:

He visto toda clase de lunas, estrellas y aberturas

En la puerta del MTJ pulsó un timbre sobre un letrero que rezaba «LLAME SÓLO UNA VEZ». La puerta se abrió y ante ella apareció un hombre canoso de unos sesenta años, vestido con una chaqueta de punto negra y pantalones caqui arrugados. Chel había conocido a Andrew Fisher, el excéntrico director del museo, cuando fue allí por primera vez. Ni siquiera el protector de plástico que llevaba sobre la cara podía disimular la sutil inteligencia de sus ojos.

—Gracias por volver, doctora Manu —dijo.

¿Se acordaba de ella?

—De nada. Busco al doctor Granning. ¿Está aquí?

—Sí —contestó Fisher mientras ella entraba—. He estado trabajando en algunas técnicas memorísticas de Ebbinghaus, que han demostrado ser útiles. Vamos a ver. Usted trabaja en el Getty, es demasiado seria y… fuma demasiado.

—¿Victor le ha contado todo eso?

—También me dijo que es la mujer más inteligente que conoce.

—No conoce a muchas mujeres.

Los ojos de Fisher se entornaron.

—Está en la parte de atrás, trabajando en su exposición. Un material fascinante.

El pequeño y extraño vestíbulo del MTJ olía a aguarrás y estaba iluminado con bombillas rojo oscuro y negras. El efecto era desorientador después de llegar de la luz del día. Las paredes estaban forradas de estanterías que albergaban títulos misteriosos:

Obliscence, de Sonnanbend;

Journal of Anomalies, del mago Ricky Jay, y un extraño volumen del Renacimiento titulado

Hypnerotomachia poliphili. Chel sabía que el museo diluía los límites entre realidad y ficción. Una parte de la diversión consistía en descubrir qué objetos expuestos eran reales. De todos modos, era ambivalente desde un punto de vista filosófico sobre un lugar que inspiraba confusión y desafiaba a la lógica. Por no hablar de la inquietud que le producía la exposición que su antiguo mentor estaba montando.

Fisher la guió por un laberinto de pasillos, donde una cacofonía de sonidos animales y voces humanas se oía proveniente de altavoces distorsionantes. Chel contempló las extrañas piezas: vitrinas de cristal montadas sobre pedestales contenían un diorama que mostraba el ciclo vital de la hormiga hedionda. Una diminuta escultura del papa Juan Pablo II ocupaba el ojo de una aguja, visible gracias a una enorme lupa.

A continuación, doblaron una esquina y el laberinto se abrió a una pequeña habitación con una vitrina de cristal donde se guardaban algunas obras de un erudito alemán del siglo XVII llamado Athanasius Kircher. En el centro de la habitación colgaba del techo una rueda de campanas que producía un sonido escalofriante al girar. En la vitrina había dibujos en blanco y negro de temas que abarcaban desde un girasol con un corcho clavado en el centro hasta la Torre de Babel, pasando por la Gran Muralla china.

Fisher indicó un boceto de Kircher.

—Fue el último de los grandes eruditos. Inventó el megáfono. Descubrió gusanos en la sangre de las víctimas de la peste. —Fisher tocó su protector de plástico—. En cuanto a éstos, ¿sabe que hasta sugirió que la gente utilizara mascarillas para protegerse de la enfermedad? —Sacudió la cabeza—. En nuestra actual obsesión por especializarnos en exceso, todo el mundo descubre nichos cada vez más pequeños, sin ver más allá de su diminuto rincón del espectro intelectual. Qué pena. ¿Cómo puede florecer el verdadero genio cuando existen tan pocas oportunidades de que nuestras mentes respiren?

—Parece una pregunta que sólo un genio podría responder, señor Fisher —dijo Chel.

El hombre sonrió. Continuó adelante, y la guió por otro laberinto de oscuros pasadizos. Por fin llegaron a la parte posterior del museo, una zona de trabajo bien iluminada, donde las piezas expuestas se encontraban en diversas fases de finalización. Fisher condujo a Chel a través de una puerta estrecha que permitía el acceso a la última habitación del edificio.

—Es usted muy popular hoy —dijo Fisher a Víctor cuando entraron.

Chel se quedó sorprendida al ver que Victor no estaba solo. Había otro hombre blanco con él, más alto, en la zona de trabajo cuadrada. La habitación estaba llena de herramientas, paneles de cristal, fragmentos sin terminar de estanterías y varios soportes de exposición de madera diseminados por el suelo.

—Bien —dijo Victor, al tiempo que daba un rodeo para no pisar el desorden que había en el suelo—, si es nada menos que mi indígena favorita. Salvo su madre, por supuesto.

Chel estudió a su mentor mientras caminaba hacia ella. En otro tiempo había sido muy atractivo, e incluso detrás de su protector ocular comprobó que sus brillantes ojos azules no habían perdido su fulgor en setenta y cinco años. Vestía un polo rojo de manga corta abotonado en el cuello y unos pantalones caqui, su uniforme habitual desde sus días en la UCLA. Su barba plateada estaba afeitada con pulcritud.

—Hola —dijo Chel.

—Gracias, Andrew —dijo Victor, y miró al director del museo, quien desapareció por el pasillo sin decir palabra.

Los ojos de su mentor expresaban una sincera emoción cuando le devolvió su atención. Ella sentía lo mismo. Siempre lo sentiría.

—Chel —dijo Victor—, permíteme presentarte al señor Colton Shetter. Colton, ésta es la doctora Chel Manu, una de las principales expertas mundiales en escritura, quien, si se me permite decirlo, aprendió todo lo que sabe de mí.

Shetter llevaba el pelo castaño largo hasta los hombros y varios días de barba descuidada, que trepaba por sus mejillas hacia la parte inferior de su protector ocular, pero vestía una camisa blanca almidonada, corbata, tejanos y botas relucientes. En conjunto, era una combinación extrañamente atractiva.

—Encantada de conocerle —dijo Chel.

—¿Cuál es su especialidad, doctora Manu? —preguntó Shetter. Tenía una voz profunda con un leve acento del sur. Florida, supuso Chel.

—Epigrafía. ¿Trabaja en la disciplina?

—Picoteo un poco, supongo.

—¿Fue así como se conocieron?

Chel cayó en la cuenta de que debía medir unos dos metros.

—Trabajé durante diez años en el Petén —dijo el hombre.

—¿En qué?

El hombre miró a Victor.

—Entrenando al ejército guatemalteco.

Eran palabras que ningún indígena deseaba oír. El atractivo que le inspiraba un momento antes desapareció por completo.

—¿Para qué? —preguntó.

—Guerrilla urbana y antiterrorismo, sobre todo.

—¿Es de la CIA?

—No, señora, nada por el estilo. Los Army Rangers enseñan a los guatemaltecos a modernizar su operativo.

Cualquier ayuda que el Gobierno estadounidense brindara al ejército de Guatemala era insufrible para Chel. En los años cincuenta, la CIA había sido responsable de derrocar al Gobierno elegido democráticamente con el fin de instalar una dictadura títere. Muchos indígenas los culpaban de haber instigado la guerra civil que acabó con la vida de su padre.

—Colton es un gran admirador de los indígenas, Chel.

—Paso mi tiempo libre en Chajul y Nebaj con los aldeanos —explicó Shetter—. Una gente asombrosa. Me llevaron a las ruinas de Tikal, y allí fue donde conocí a Victor.

—¿Pero ahora vive en Los Ángeles?

—Más o menos. Me compré una pequeña casa de campo, muy bonita, en las Verdugo Mountains.

Chel había ido de excursión a las Verdugo Mountains algunas veces, pero las recordaba sobre todo como una reserva animal.

—¿Allí vive gente? —preguntó.

—Unos cuantos afortunados. De hecho, me recuerda a sus tierras altas. Y a propósito, debería volver a casa. —Se volvió hacia Victor y señaló su protector ocular—. Déjatelo puesto. Por favor.

—Gracias por venir, Colton.

—¿A qué se dedica? —preguntó Chel cuando estuvieron a solas.

Victor se encogió de hombros.

—Oh, Colton tiene mucha experiencia en situaciones peligrosas. Va por ahí comprobando que sus amigos están protegidos en estos tiempos peligrosos.

—Tiene razón. Esto es muy grave.

Chel estudió a su mentor en busca de pistas sobre su estado mental. Pero si había alguna señal de tensión o dolor, no la distinguió.

—Sí, lo sé —dijo Victor—. Así que… ¿cómo le va a Patrick en todo esto?

—Ya no salimos juntos.

—Qué pena. Me caía bien. Supongo que eso significa que cada vez estoy más lejos de tener ahijados.

El antiguo afecto de Victor hacia ella la confortaba, incluso después de todo lo que habían pasado.

—Deberías escribir tu próximo libro acerca de las ventajas de vivir obsesionado por el trabajo.

Victor sonrió.

—Entiendo —dijo. Indicó con un ademán que le siguiera—. Me alegro de que hayas venido. Por fin podrás ver mi exposición.

Entraron en una galería oscura donde estaban montando la exposición. Aún se hallaba en construcción, pero una vitrina que cubría la pared del fondo estaba iluminada, y Chel se acercó temerosa a la luz.

Dentro de la vitrina había cuatro estatuas de hombres, cada una de sesenta centímetros de altura, cada una construida de un material diferente relacionado con la historia maya: la primera con huesos de pollo, la segunda de tierra, la tercera de madera, y la última de granos de maíz. Según el mito de la creación maya, hubo tres intentos fallidos por parte de los dioses de crear a la humanidad. La primera raza de hombres se hizo a partir de animales, pero no podían hablar. La segunda estaba hecha de barro, pero no podían andar, y la tercera raza de hombres, hecha de madera, era incapaz de crear un calendario correcto y de adorar a sus creadores por su nombre. No fue hasta la cuarta raza de hombres, hechos de maíz, que los dioses se sintieron satisfechos y el cuarto mundo empezó.

Pero al estudiar la vitrina, Chel observó algo nuevo. Lo más interesante, y que la impulsó a alabar la exposición de Victor, era lo que había decidido no representar: la quinta raza de hombres.

—Bien —preguntó su mentor—, ¿a qué debo este gran placer?

Chel no pudo reprimir la sensación de que la vida de Victor Granning había llegado a ser un reflejo de la civilización a la cual había dedicado su carrera: nacimiento, florecimiento y derrumbe. Cuando se licenció en Harvard, había efectuado grandes descubrimientos sobre el uso de la sintaxis y la gramática en la antigua escritura maya. Sus libros académicos fueron aclamados, y al final se integraron en la corriente dominante cuando el

New York Times le alabó como el especialista en la cultura maya más importante del mundo. Después de obtener el reconocimiento de las ocho universidades más prestigiosas del noreste, Victor emigró al oeste para ocupar la cátedra del departamento de estudios mayas de la UCLA, donde contribuyó a lanzar la carrera de muchos integrantes de la siguiente generación de expertos en la especialidad.

Incluida la suya. Cuando ella empezó su programa en la UCLA, Victor se convirtió en su tutor. Ella era capaz de descifrar más rápido que cualquier otro estudiante del departamento, incluso en primer año. Victor le enseñó todo lo que sabía sobre la escritura antigua. No tardó en ser algo más que una simple aprendiza. Chel y su madre pasaban con frecuencia las vacaciones con Victor y su esposa, Rose, en su casa de madera de Cheviot Hills. La primera llamada de Chel cuando fue nombrada profesora numeraria, y cuando consiguió el empleo en el Getty, fue para Victor. Durante los quince años transcurridos desde que se habían conocido, él había sido una fuente constante de estímulo, diversión y, desde hacía poco, tristeza.

El desmoronamiento de Victor empezó en 2008, cuando diagnosticaron a Rose un cáncer de estómago. Él pasaba todos los momentos posibles a su lado, al tiempo que empezaba a buscar respuestas. No podía imaginar la vida sin Rose, y se obsesionó con el judaísmo como nunca hasta aquel momento: iba al templo cada día, observaba el

kosher y el

Sabath, se tocaba con una kipá. Pero cuando Rose sucumbió un año después, Victor se revolvió contra la religión: un Dios capaz de permitir que ella sufriera, pensó, no podía existir. Si existía un poder superior, tenía que ser algo muy diferente.

Fue durante los siguientes nueve meses de luto cuando Victor empezó a teorizar sobre el 21 de diciembre de 2012. Los estudiantes comenzaron a murmurar sobre algunos comentarios displicentes que había hecho en clase acerca del significado del fin del ciclo de la Cuenta Larga. Al principio, sus alumnos se quedaron fascinados, pero poco a poco fueron perdiendo interés cuando Victor empezó a utilizar fuentes cuestionables que lanzaban afirmaciones insustanciales sobre las creencias mayas. El tiempo de clase de lingüística se dedicaba al fin del decimotercer ciclo, y a la creencia de que traería una nueva era de la humanidad y un regreso a un modo de vida más sencillo y ascético. Fue entonces cuando algunos estudiantes empezaron a comentar las excentricidades de Victor para con Chel. Pero en aquel momento ella no se dio cuenta de hasta qué punto él había perdido el oremus.

Al poco, sus clases se convirtieron en diatribas acerca de que el cáncer estaba causado por alimentos precocinados, lo cual era la prueba de que los seres humanos necesitaban regresar a un modo de existencia más sencillo. Cada vez más temeroso de la tecnología, dejó de utilizar el correo electrónico para información relacionada con las clases, y obligó a sus estudiantes a acudir en horas de oficina. Entonces les ordenó que no entraran en Internet o condujeran coches, y les contó que la Cuenta Larga traería lo que los fanáticos de 2012 llamaban «sincronicidad», la conciencia de que todas las cosas del mundo estaban relacionadas, y que conduciría a un renacimiento espiritual. Chel intentó hablar con él de otras cosas, pero todas las conversaciones viraban enseguida al absurdo, y al final ya no supo qué hacer con él.

Cuando el nombre de Victor apareció como orador principal en la convención de Nueva Era más importante del país, y los informes de prensa revelaron su relación con la UCLA, la dirección le reprendió. Después, a mediados de 2010, cuando la penumbra de junio cubrió el campus de niebla, Victor llamó a Chel al Getty y le pidió que fuera a su despacho. Allí le entregó un manuscrito mecanografiado en el que había estado trabajando en secreto desde hacía meses. En grandes letras mayúsculas, la página del título rezaba:

Onda de tiempo 2012.

Chel fue a la introducción:

Vivimos en una era de cambios tecnológicos sin precedentes. Convertimos células madre en cualquier tejido que deseemos, y nuestras vacunas y panaceas permitirán a los niños normales nacidos hoy vivir más de un siglo. Pero también vivimos en una era en la que operarios zánganos anónimos disparan misiles, y en la que secretos nucleares se filtran sin cesar a regímenes opresores. Existen inteligencias sobrehumanas que tal vez pronto sean imposibles de controlar. La crisis económica mundial fue acelerada por algoritmos informáticos. Destruimos nuestro ecosistema con combustibles fósiles, y carcinógenos invisibles nos envenenan.

A finales de los años setenta, el filósofo Terence McKenna sugirió que los puntos más importantes de la innovación científica podían ser representados en una gráfica desde el principio de la historia documentada: la invención de la imprenta; el descubrimiento de Galileo de que el Sol era el centro del sistema solar; la utilización de la electricidad; el descubrimiento del ADN; la bomba atómica; los ordenadores; Internet. McKenna descubrió que la tasa de innovación era cada vez mayor, y calculó el punto exacto en que la curva de la línea sería vertical. Creía que en ese día, al que llamó

Onda de tiempo cero, los progresos tecnológicos serían infinitos, y sería imposible controlar o saber qué le esperaría a la siguiente generación.

Ese día es el

21 de diciembre de 2012, el final del decimotercer ciclo de la Cuenta Larga maya de cinco mil años, el día en que, predijeron, tendrá lugar una transformación titánica de la Tierra y la sustitución de la cuarta raza de hombres. Todavía no sabemos cuál será la quinta raza de hombres. Pero los trastornos que estamos viendo en todo el mundo demuestran que se avecina una transformación importante. Durante el tiempo que queda hasta el 21/12, hemos de prepararnos para el cambio inminente.

—No puedes publicar esto —le había dicho Chel.

—Ya se lo he enseñado a unas cuantas personas, y están entusiasmadas.

—¿Qué tipo de personas? ¿Los chiflados del 2012?

Victor respiró hondo.

—Gente inteligente, Chel. Algunos poseen el título de doctor, y muchos han escrito libros.

Ella sólo podía imaginar cómo le reverenciaba la comunidad de 2012, sobre todo cuando atizó el fuego de sus ideas heterodoxas. Victor no había llevado a cabo trabajos serios desde que su esposa enfermó, y aquélla era su oportunidad de descollar de nuevo.

Pero por más que le alabaran sus nuevos acólitos, cuando autopublicó

Onda de tiempo 2012, el libro fue ridiculizado, incluyendo un cáustico perfil del

Times. Fue peor entre los verdaderos estudiosos: nadie del mundo académico volvería a tomar en serio a Victor. El dinero de su beca se agotó, le expulsaron con discreción de la universidad y perdió su casa subvencionada.

Chel no podía abandonar al hombre que tanto le había dado. Dejó que se quedara con ella en Westwood, y le dio un trabajo de investigación en el Getty, aunque con condiciones: nada de conferencias a los luditas ni a los seguidores del 2012, ni arengas antitecnológicas a su personal. Si cumplía esas promesas, podría utilizar sus bibliotecas y recibir un modesto estipendio para recuperarse.

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