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15 de DICIEMBRE de 2012 » 21

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Chel y Patrick habían pasado el resto de la noche y las primeras horas del nuevo día comprobando y verificando los factores que sugerían un vínculo entre Kiaqix y la ciudad perdida de Patkul. Ella abandonó el observatorio justo después de las diez de la mañana. Patrick volvió con Martha. Cuando se despidieron, Chel cayó en la cuenta de que ignoraba cuándo volvería a verlo, o bajo qué circunstancias, y eso no le gustó. Por lo que intentó volver a hacer lo que siempre se le daba muy bien: anteponer su trabajo. Chel corría a toda velocidad hacia el oeste, indiferente a los incendios, los saqueos y los vehículos abandonados a su alrededor.

—Podría haber sido uno de ellos. —La voz de Rolando se oyó mediante el Bluetooth. Pero lo que estaba insinuando (que el escriba de la ciudad perdida podía ser un miembro del Trío Original) era algo menos absurdo hoy que ayer.

—Ni siquiera sabemos si la ciudad existe en realidad —dijo Chel.

—Su espíritu animal es un guacamayo. ¿No sería el candidato perfecto, si consideramos que miles de guacamayos en un solo lugar constituyen un buen presagio?

Chel intentó salvar el abismo entre mito e historia: un noble y sus dos esposas se adentran en el bosque huyendo de una ciudad sacudida por los disturbios. El tercer día, descubren un claro en el que hay cientos de guacamayos posados en los árboles. Como todos los antiguos mayas, creen que las aves poseen un gran poder espiritual. El trío imagina que ha encontrado el lugar propicio para establecerse en la selva, y funda Kiaqix.

—Cuando terminemos de traducir, tal vez descubramos que Paktul se casó con esas dos chicas, y que se convirtieron en los fundadores —dijo Rolando.

Cuando su voz enmudeció de nuevo, Chel tuvo que rodear un Prius abandonado delante de La Brea Tar Pits [Fosos de Alquitrán La Brea]. Miles de animales habían resultado atrapados en el alquitrán burbujeante durante la Edad de Hielo, y todos quedaron fosilizados, desde los mastodontes hasta los tigres dientes de sable. ¿Qué quedaría aquí de los humanos dentro de diez milenios?, se preguntó Chel.

Mientras seguía por Wilshire, vio pintadas por todas partes. Los artistas callejeros de la ciudad se habían aprovechado del agobio de la policía para cubrir todas las superficies disponibles: signos de pandillas, imitadores de Bansky, y las iniciales tipo dibujos animados de los

freelancers. Entonces, en el lado de un edificio situado al oeste de La Brea Avenue, vio garabateado:

El dios simbolizado por la serpiente emplumada maya (Gukumatz, como lo llamaba el pueblo quiché) era representado a veces mediante una serpiente que se comía su propia cola. Chel sabía que simbolizaba la cosecha, los ciclos del tiempo y la profunda relación de su pueblo con el pasado. Los griegos lo llamaban Ouroboros. Para ellos representaba algo similar, pero sabía que quien había pintado aquél albergaba otra intención. Los creyentes del 2012 se habían apropiado de Gukumatz, no para simbolizar la renovación, sino para evocar la destrucción que, en su opinión, llegaría con el final del ciclo de la Cuenta Larga, un recordatorio de que todas las razas de hombres anteriores a la nuestra habían sido destruidas, devoradas por la insaciable serpiente del tiempo.

Por fin, el teléfono volvió a sonar, y oyó de nuevo la voz de Rolando en su coche.

—¿Hola? Chel, ¿sigues ahí?

—Estoy aquí. Hazme un favor. Dile a Victor que se ponga al teléfono.

—Llámalo al móvil. Se marchó a casa para buscar un artículo de una revista de los años setenta que podía ser de ayuda con el glifo de Akabalam. Por lo visto, ha estado atesorando números atrasados durante décadas.

—Lo sé.

—¿Cuándo vendrás aquí?

—Lo antes posible.

—¿Y adónde vas?

—A hablar con la única persona que sabe más de Kiaqix que yo.

Las enormes puertas de bronce de Nuestra Señora de los Ángeles, que menos de una semana antes se le antojaban la encarnación del exceso, le parecieron ahora un don del cielo. Las golpeó en repetidas ocasiones. Cuando se abrieron por fin, una pistola apuntada a su cara le dio la bienvenida.

—Jesús, Jinal, soy yo. Chel.

—Lo siento —dijo el hombre en quiché. Enfundó el arma y cerró la puerta a sus espaldas—. Había manifestantes delante a primera hora. Querían enviarnos al otro lado de la frontera. ¿Conoces a Karana Menchú? Se había quedado sin leche en polvo, así que salió por atrás, pero la descubrieron y empezaron a zarandearla.

—¿Se encuentra bien?

—Se pondrá bien, pero estaba llorando cuando la vi.

—¿Llamasteis a la policía?

—Sí, pero estamos al final de su lista de prioridades.

Chel vio tensión en su cara. Conocía al joven desde 2007, cuando llegó de Honduras después de años de trabajar en los campos de tabaco. Tocó su brazo.

—Gracias por cuidar de todo el mundo, Jinal —dijo.

—Por supuesto.

—¿Has visto a mi madre?

Chel había convencido al final a Ha’ana de que se refugiara en la iglesia con el resto de la Fraternidad.

Jinal asintió.

—Creo que está en el santuario principal.

Chel pasó ante las oficinas de los capellanes y las escaleras que descendían al mausoleo, donde Gutiérrez le había enseñado el códice. Atravesó la cafetería, donde un puñado de miembros de la Fraternidad con protectores oculares estaban preparando la siguiente comida del grupo. Al llegar al santuario, inhaló el aroma agridulce del incienso que siempre la recibía allí. Los antiguos utilizaban la olorosa planta del crotón para fabricar incienso, pero los mayas modernos preferían el copal. Con su olor amargo, se consideraba un recordatorio más adecuado de aquellos que habían sacrificado su vida por la supervivencia del pueblo indígena.

Luis, uno de los adivinadores más jóvenes, estaba rezando ante el altar.

—Estos espíritus han de ser purificados para que la gente pueda soñar. Salva a la gente de la autodestrucción. Entrégalos a la Madre Tierra, para que puedan volver a comunicarse con su espíritu animal.

Los mayas consideraban el sueño una experiencia religiosa, un momento en que la gente se comunicaba con los dioses. Para ellos, el insomnio era el resultado de la falta de devoción, y Chel sabía que muchos estaban convencidos de que los dioses habían enviado el VIF a modo de castigo. En esto, ellos y los piquetes se parecían más de lo que pensaban.

Chel intentó calcular cuánto había dormido durante los últimos cuatro días. Había robado cabezadas en el sofá de su despacho, pero a todos los efectos prácticos existían escasas diferencias entre ella y alguien en las primeras fases del VIF. No creía en las deidades de sus antepasados, pero sí experimentaba la sensación de que la estaban castigando.

Un anciano vestido con pantalones negros y una camisa gris con los botones del cuello abrochados se acercaba a ella por la nave lateral. Toda la congregación utilizaba protectores oculares, de modo que era difícil identificar a la gente entre la multitud. Sólo cuando estuvo muy cerca reconoció Chel su barba blanca. Era una de las pocas veces en que había visto a Maraka sin su hábito tradicional.

—Chel —dijo, al tiempo que la abrazaba—, estás a salvo. Gracias a Dios.

—Adivinador —susurró ella.

Maraka alzó la vista hacia el púlpito.

—Luis ha estado rezando día y noche —dijo, sin molestarse en susurrar—. En mi opinión, es excesivo. Los dioses son todopoderosos. Nos oyen, créeme.

Chel forzó una sonrisa.

—Pero supongo que no habrás venido a rezar —dijo Maraka.

—He de ver a mi madre.

Maraka señaló hacia el fondo del santuario, donde varias mujeres indígenas estaban sentadas en bancos, lejos del altar.

Cuando Chel se acercó, Ha’ana alzó la vista de la revista

People que estaba leyendo. Se levantó y abrazó a su hija. Lo de la revista era de esperar, pero el abrazo sorprendió a Chel. Hacía años que su madre no la abrazaba de aquella manera. Sintió que algo en su interior cedía, y de repente una oleada de fatiga amenazó con engullirla.

—No parece que hayas dormido mucho —dijo Ha’ana.

—He estado trabajando.

—¿Todavía? Es ridículo. ¿Qué podría ser tan importante?

Encontraron una pequeña aula con las sillas dispuestas en forma de herradura, en las profundidades del brazo oeste de la cruz de la catedral. Acuarelas de José y su famoso manto adornaban todas las paredes. Chel habría preferido enseñar el códice a su madre en otras circunstancias, pero no le quedaba otra alternativa. Contó a Ha’ana la relación del libro con la enfermedad, y la aparente importancia de Kiaqix para encontrar el origen. No le comentó los problemas que había tenido con el ICE y el Getty. Se dijo que no tenía tiempo. Además, lo último que deseaba en este momento era dar motivos a Ha’ana para sentirse decepcionada.

Repasaron a toda prisa las páginas del códice en la pantalla de su ordenador portátil. Chel no supo deducir qué significaba para Ha’ana ver algo semejante y, todavía más, averiguar que el pueblo del que se había marchado años antes era la posible fuente del VIF. La expresión de su madre no revelaba nada.

—Bien, mamá —dijo finalmente—, necesito que intentes recordar todo lo sucedido cuando el primo Chiam fue en busca de la ciudad perdida.

Ha’ana apoyó una mano sobre el brazo de Chel.

—He estado preocupada por ti. Espero que lo sepas. Ahora sé que tenía motivos para preocuparme. Esto debe de significar una carga terrible para ti.

—Estoy bien. Ahora, mamá, por favor, trata de recordar.

Ha’ana se levantó y caminó en silencio hasta la ventana. Chel se preparó para la inevitable resistencia de su madre, mientras repasaba todos los motivos que aduciría para obligarla a escarbar en un pasado que jamás deseaba revivir.

Ante su sorpresa, no tuvo que insistir más.

—El primo de tu padre era el rastreador más experto de Kiaqix —empezó Ha’ana—. Era capaz de seguir a un ciervo durante kilómetros a través de un bosque. Desde que éramos niños, era conocido como el mejor cazador del pueblo. Pero entonces el ejército llegó al Petén, y los indígenas fueron asesinados en las calles. Colgados de lo alto de las iglesias y quemados vivos. Después de que el ejército arrasara Kiaqix y detuviera a tu padre, Chiam ocupó su puesto. Era él quien leía en voz alta las cartas que tu padre enviaba desde la cárcel en el círculo de la comunidad.

A Chel le gustó la tranquilidad con la que su madre encaraba su narración. No la había oído decir nada acerca de las cartas que su padre había escrito desde la cárcel durante años, y no se atrevía a interrumpirla.

—Chiam era más militante que tu padre —continuó—. Amenazó con castigar a cualquiera de nosotros que trabajara para un ladino, juró matar a todos los que pudiera. Quería matarlos como ellos nos mataban a nosotros. Hasta las cartas de tu padre eran demasiado blandas para Chiam. Los dos habían discutido, pero seguían unidos. Cuando Alvar fue detenido, supe que Chiam haría cualquier cosa por liberarlo. A veces, se podía comprar a un prisionero por un precio adecuado, de manera que se puso en contacto con los guardias de Santa Cruz. El precio de tu padre era cien mil quetzals.

Chel se levantó.

—¿Por eso Chiam intentó encontrar la ciudad perdida? ¿Por qué no me lo habías dicho nunca?

—Chiam no quería que nadie supiera que había hecho negocios con los ladinos, ni siquiera para conseguir la liberación de su primo. Además, si encontraba algo, no se sentiría orgulloso de robar a nuestros antepasados para sobornar al enemigo. En cualquier caso, se marchó. Y al cabo de veinte días regresó y nos dijo lo que había descubierto. Nos dijo que había oro y jade suficientes para dar de comer a Kiaqix durante cincuenta años.

Chel sabía lo que ocurrió a continuación. El primo de su padre dijo a los aldeanos que las almas de sus antepasados todavía vivían en el corazón de la selva, y que robarles algo provocaría la ira de los dioses. Dijo que la ciudad perdida era una puerta espiritual a otros mundos, y que demostraba la gloria de los mayas en el pasado, y también en el futuro. Y que en cuanto vio las ruinas con sus propios ojos, fue incapaz de mover una sola piedra o llevarse un solo objeto de su lugar de descanso.

El problema fue que nadie le creyó. Nadie aceptó que había encontrado tesoros, para luego abandonarlos allí. Después de días de ridículo, Chiam afirmó que lideraría una expedición a la selva para demostrar que no mentía. Pero, antes de que pudiera hacerlo, el ejército guatemalteco le ahorcó junto con una docena de hombres de todo el Petén por sus actividades revolucionarias.

—Chiam dio muchos detalles —continuó Ha’ana—. Dijo que había templos gemelos encarados uno hacia el otro, y un gran patio con enormes columnas, adonde nuestros antepasados iban a discutir de política. ¿Puedes creerlo? Pensaba que sus historias nos recordarían que éramos tan listos como los ladinos. Pero no fue lo bastante astuto, y todo el mundo sabía que no estaba diciendo la verdad. Era un hombre amable y bueno, pero su historia era una mentira.

—¿Dijo que había un patio? ¿Con columnas enormes?

—Algo por el estilo.

—¿De qué altura? ¿Nueve metros?

—Como si hubiera dicho mil. Nadie le hizo caso.

Pero Paktul había descrito una columnata en la plaza principal de Kanuataba que rodeaba un pequeño patio interior, con columnas de una altura de seis o siete hombres. Y si bien existían templos gemelos en docenas de ciudades mayas, columnas de tal altura sólo existían en dos lugares de México. En Guatemala eran la mitad de altas o menos.

—Es posible que la encontrara —dijo Chel, más para sí que para su madre.

—Oh, cariño…

Chel empezó a explicar la relación que había establecido, pero a su madre no le interesaba saberla.

—La ciudad perdida es un mito —dijo Ha’ana—. Como todas las ciudades perdidas.

—Ya hemos encontrado antes ciudades perdidas, mamá. Están ahí.

Ha’ana respiró hondo.

—Sé que quieres creerlo, Chel.

—No es por mí.

—Todo habitante de Kiaqix quiere creer en la ciudad perdida. Se engañan a sí mismos porque les insufla esperanza. Pero eso no convierte la historia oral en otra cosa: las absurdas historias de gente que no da más de sí. No te traje a este país y te crié para que fueras como ellos.

A Chel le había sorprendido la predisposición de su madre a hablar de Chiam, pero ahora comprendió: con independencia del efecto que los últimos días hubieran obrado en ella, Ha’ana seguía siendo la mujer que había abandonado el hogar de su familia, abandonado todo aquello en lo que su marido creía. La misma mujer que había dedicado treinta y tres años a intentar olvidar lo sucedido, negando la importancia de su cultura y tradición.

—Tal vez no crees en ciudades perdidas por lo que significan para ti, mamá.

—¿Qué quieres decir?

No valía la pena.

—Olvídalo. He de irme. Tengo trabajo que hacer.

¿Qué hora era?

Chel echó un vistazo a su teléfono. Encontró esperando un correo electrónico de Stanton:

sé que enviarás más noticias cuando las haya, pero quería comprobar que estabas bien. G.

Mientras releía el mensaje, a Chel le gustó por algún motivo que Stanton se preocupara por ella.

Ha’ana estaba diciendo algo.

—¿De veras vas a ir en busca de esas ruinas ahora? ¿Con todo lo que está pasando?

Chel se levantó.

—Mamá, vamos a ir a buscarlas

debido a lo que está pasando.

—¿Cómo?

—Con satélites que exploran la zona en busca de ruinas —dijo Chel, mientras formulaba un plan—. O por tierra, si no podemos descubrirlas desde el aire.

—Por favor, dime que no vas a ir a la selva.

—Si los médicos me necesitan, iré.

—Es peligroso. Tú sabes que es peligroso.

—Padre no tuvo miedo de lo que debía hacer.

—Tu padre era un tapir. Y el tapir lucha, pero no corre a la madriguera del jaguar para que lo mate.

—Y tú eras un zorro. El zorro gris que no tiene miedo de los seres humanos, ni siquiera de los que van a cazarlo. Pero perdiste tu espíritu

wayob cuando abandonaste Kiaqix.

Ha’ana dio media vuelta. Era un gran insulto insinuar que un maya no era digno de su

wayob, y Chel se arrepintió al instante de sus palabras. Pese a la larga e interrumpida relación de su madre con sus orígenes, su

wayob seguía siendo parte de ella.

—Tú ayudas aquí a mucha gente —dijo Ha’ana por fin—. Pero me han dicho que, cuando vienes, lo haces al final del oficio religioso. En el fondo, tampoco crees en los dioses. Así que tal vez nos parecemos más de lo que crees.

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