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16 de DICIEMBRE de 2012 » 22

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Michaela Thane tenía trece años cuando el veredicto sobre la culpabilidad de Rodney King (29 de abril de 1992) provocó saqueos y el incendio de miles de edificios, desde Koreatown hasta el este de Los Ángeles. Su madre todavía vivía entonces, y la había encerrado a ella y a su hermano en casa durante casi cuatro días, donde veían los disturbios en su televisor de diecinueve pulgadas. Era la última vez que recordaba Los Ángeles con el aspecto de ahora.

Por la radio del coche oyó a los expertos discutir acerca de si había sido la filtración de los correos electrónicos de la alcaldía lo que había iniciado los disturbios. Un comentarista afirmaba que eran los casi diez mil enfermos estimados, agitados y desesperados, lo que conducía a la destrucción. Detractores de la cuarentena de Stanton declaraban que era el resultado inevitable de intentar contener a diez millones de personas. Pero Thane había vivido y trabajado el tiempo suficiente en Los Ángeles para saber que la gente de la ciudad no necesitaba motivos para enfurecerse: necesitaba un motivo para no estarlo.

Justo antes de entrar en el Hospital Presbiteriano, miró por el retrovisor y vio que Davies se despegaba de ella. La había seguido hasta aquí para velar por su seguridad. Y seguridad era lo único que parecía haber en el hospital: los helicópteros daban vueltas en el aire y los

jeeps peinaban el perímetro. Los miembros de la Guardia Nacional patrullaban los edificios con sus armas, como si fuera una base de Kabul.

Desde su regreso de Afganistán, Thane había pasado casi todos los días de la semana, cada tercera noche y muchos fines de semana en el Hospital Presbiteriano. También había hecho acto de presencia casi todos los días festivos, y aceptaba los turnos de noche más indeseables. Sus colegas pensaban que lo hacía por pura generosidad, pero la verdad era que Thane no tenía ningún otro lugar adonde ir. Un hospital funciona 365 días al año, las veinticuatro horas del día, igual que una base militar. Y para ella, comer el pavo el día de Acción de Gracias y beber sidra en vasos de plástico cuando el reloj llegaba a la medianoche de Año Nuevo era mejor que estar sola.

Trabajar en el Hospital Presbiteriano nunca había sido fácil, y a veces tenían que improvisar más que si estuvieran en las montañas. El hospital andaba escaso de personal y estaba abrumado de trabajo. No obstante, Thane y sus colegas habían proporcionado cuidados decentes a decenas de miles de pacientes. Ayudaban en otros servicios, hacían favores a pacientes en estado crítico, escuchaban sus mutuas quejas y bebían como cosacos para intentar olvidarlo todo. Durante los últimos tres años, el personal del hospital había sido para Thane el gran sustituto, desordenado, y a veces feliz, de un pelotón militar.

Ahora, muchos estaban muriendo entre aquellas paredes, y el Hospital Presbiteriano no tardaría en ser poco más que un recuerdo. Aunque pudieran detener o ralentizar el ritmo de la enfermedad, jamás podrían hacer desaparecer todos los priones de los suelos, paredes, lavabos, barandillas e interruptores de la luz. El edificio sería demolido y trasladado pieza a pieza con la ayuda de trajes herméticos.

El personal del CDC recorría los pasillos, atendía a los pacientes, intentaba calmar a las víctimas, vociferaba órdenes. Era difícil para Thane ver sus caras a través del casco del traje hermético que se había puesto, pero eso significaba que a ellos también les costaba ver la de ella. Mientras no la reconocieran, podría recorrer los pabellones sin que repararan en ella. El traje era muy caluroso y costaba moverse con él, pero ya se había acostumbrado y dejó atrás a filas de pacientes apáticos que miraban las paredes o paseaban sin descanso de un lado a otro de su habitación.

Su primera parada fue en la cuarta planta. Meredith Fentress era una mujer corpulenta que, hasta hacía una semana antes, era la responsable del vestíbulo. Thane había pasado muchas noches hablando con ella de los Dodgers y la ristra inacabable de decepciones.

Ahora, Fentress gimoteaba y se agitaba, cubierta de sudor.

—Pronto te encontrarás mejor —susurró Thane mientras inyectaba anticuerpos en la intravenosa por mediación de una jeringuilla, y la solución amarillenta penetraba gota a gota en la vena de la paciente. La observó, tal como Stanton y ella habían acordado, para asegurarse de que no se producía una reacción negativa que exigiera una respuesta inmediata.

Nada. Cuando Thane estuvo segura, fue pasando de habitación en habitación. De vez en cuando, tenía que esperar a que un médico del CDC acabara con un paciente y se marchara, pero por lo general, pensó, era casi como si fuera invisible.

Amy Singer era una diminuta estudiante de tercero de medicina teñida de rubio con la que Thane había hecho una rotación nocturna en la UCI. Mientras le administraba los anticuerpos, Thane recordó una noche en que ambas no habían podido reprimir las carcajadas después de que un anciano de la planta las confundiera.

De repente, una enfermera que llevaba un traje hermético entró. Miró a Thane con escepticismo.

—¿Puedo ayudarte?

Thane sacó la tarjeta de identificación del CDC que Stanton había hecho para ella.

—Sólo estaba tomando unas muestras secundarias —dijo—. Para controlar a qué velocidad crecen las cargas de proteína.

La enfermera pareció satisfecha y reanudó su ronda. Thane exhaló un profundo suspiro de alivio. Hasta el momento, todo iba bien. Si fuera otra, estaría rezando para que los anticuerpos hicieran rápido su trabajo.

Diez pacientes después, Thane encontró a Bryan Appleton acostado tranquilo en su cama. Tenía los ojos cerrados, pero ella sabía que deambulaba por un peligroso averno. También tomó nota de tres profundos arañazos rojos en una mejilla. Cuando hubiera terminado, lo ataría por su propia seguridad. Appleton trabajaba en la cocina, y había alimentado a Thane prácticamente por la fuerza las noches que estaba de guardia. Siempre había dado la impresión de comprender que los residentes sobrevivían gracias a los alimentos gratuitos (galletas de harina de avena, melón, zumos y café) que aparecían como por arte de magia en las salas de descanso.

Thane comprobó que el líquido penetrara en su brazo a través de la intravenosa. Después intentó darle la vuelta para poder sujetar sus brazos a los barrotes.

Los ojos de Appleton se abrieron.

Agarró la manga del traje hermético de Thane.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. ¿Qué me estás haciendo?

Ella liberó su brazo de la presa con la mayor delicadeza posible.

—Soy Michaela, Bryan. Voy a darte tu medicina.

Appleton se incorporó en la cama.

—¡No quiero ninguna puta medicina!

Tenía los ojos desorbitados. Los pitidos del monitor que había al lado de la cama se aceleraron. Su corazón latía a ciento ochenta pulsaciones por minuto.

—Has de acostarte, Bryan —dijo Thane. Era un hombre grande, pero se las había tenido con peores. Inclinó su peso sobre la cama. ¿Estaría sufriendo una reacción alérgica a los anticuerpos? ¿Eran la ira y la tensión causadas por el VIF lo que provocaba la taquicardia? En cualquier caso, tenía que calmarlo—. Acuéstate un momento e intenta relajarte, por favor.

Appleton lanzó todo su peso y la catapultó por encima de la mesita de noche.

—¡No me toques, joder! —gritó, mientras ella caía al suelo.

Thane notó que un feo cardenal estaba creciendo en su frente, pero también sabía que sólo tenía unos segundos para levantarse. Se puso en pie temblorosa y echó un vistazo a la tensión arterial de Appleton: 50/30.

Estaba sufriendo una reacción anafiláctica.

Necesitaba una inyección de epinefrina. Pero ya se estaba arrancando los tubos. Sería imposible acercarse lo suficiente.

—Por favor, Bryan —suplicó—. Estás sufriendo una reacción al fármaco. Has de dejar que te dé algo.

—¡Me estás envenenando! —chilló el hombre, al tiempo que bajaba los pies al suelo y se encaminaba hacia ella—. ¡Te mataré, zorra!

Thane rodeó la cama a toda prisa y corrió hacia la puerta. Los gritos de Bryan resonaban en el pasillo, y los demás pacientes no tardaron en precipitarse hacia sus puertas, golpeándolas y gritando que los liberaran.

Thane huyó hacia la escalera. Tenía que salir de allí. Su traje hermético la estaba asfixiando cuando llegó al tercer piso, donde casi arrolló a un hombre con bata de hospital parado en lo alto. Era Mariano Kuperschmidt, el guardia de seguridad que había vigilado la habitación de Volcy durante días. Una oleada de tristeza asaltó a Thane. El hombre había pasado años intentando protegerse de las enfermedades con mascarillas. Pero no se había protegido los ojos.

—Aléjese de mi mujer —gritó. Estaba enfermo y, sin la menor duda, sufría alucinaciones.

Thane retrocedió.

—Todo va bien, Mariano —dijo—. Soy Michaela Thane.

El hombre lanzó un gruñido, agarró la tela de nailon del traje hermético y la arrojó escaleras abajo. El cuello de Thane ya estaba roto cuando aterrizó en el rellano de abajo.

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