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16 de DICIEMBRE de 2012 » 25

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Habían pasado casi cuatro horas desde que Davies había dejado a Thane delante del hospital, y Stanton se sentía nervioso. Miraba por la ventana, esperaba que su teléfono rompiera el silencio. Su teléfono, o cualquier cosa. El paseo marítimo de Venice estaba demasiado silencioso para su gusto. Quería oír a los vendedores gritando a los turistas que no tomaran fotos de su «arte», o ver al guitarrista barbudo, el alcalde honorario del paseo, yendo en monopatín de un extremo a otro. U oír a Monstruo llamando a su puerta.

—Sugiero un trago —dijo Davies.

Extendió un vaso de Jack Daniels en dirección a Stanton, pero éste lo rechazó con un ademán. No le iría mal, de todos modos. ¿Por qué demonios no llamaba Thane? Ya habría terminado de administrar las inyecciones. Intentó llamarla a su móvil, pero no pudo comunicarse con ella. La cobertura en Los Ángeles siempre dependía del lugar, y ahora era básicamente inexistente. Aun así, Thane tendría que haber encontrado una línea fija.

Su teléfono sonó por fin. Un número local desconocido.

—¿Michaela?

—Soy Emily.

Cavanagh. Mierda.

—¿Qué pasa? —preguntó, procurando no despertar sospechas.

—Has de reunirte conmigo en el centro de mando de inmediato, Gabe.

—Estoy llevando a cabo algunos experimentos de desnaturalización —mintió, y miró a Davies—. Podría estar ahí dentro de unas horas.

—El director está en Los Ángeles, y quiere hablar contigo. Me da igual lo que estés haciendo. Has de venir ahora.

Adam Kanuth, el director de los CDC, había estado en Washington y Atlanta desde el inicio del brote, y todo el mundo había reparado en su ausencia de Los Ángeles, incluida la prensa. Los partidarios decían que había estado administrando casos aparecidos en el país y en todo el mundo. Los detractores afirmaban que había evitado la ciudad porque no quería correr el peligro de infectarse.

A Stanton nunca le había caído bien. Kanuth procedía del mundo de las grandes empresas farmacéuticas, y hablaba de la ciencia como si fuera economía: la ley de la oferta y la demanda. Las enfermedades raras conseguían subvenciones raras. De todos modos, Stanton agradecía que hubiera apoyado el plan de cuarentena.

Llovían cenizas sobre Stanton cuando bajó del coche delante del centro de mando del CDC. Un incendio incontrolado se había declarado en las colinas, por encima del letrero de «HOLLYWOOD», y había consumido cuarenta hectáreas, de modo que nubes de humo se desplazaban desde la ciudad hasta el mar. Stanton hizo lo que pudo por serenarse antes de entrar. Kanuth querría hablar de prevención. Querría hablar de cómo había administrado la cuarentena en otras ciudades. Y Stanton tendría que aguantarle sin saber nada de Thane.

En el interior de la oficina postal que habían requisado, empleados del CDC trabajaban detrás de ventanillas a prueba de balas que en otro tiempo habían protegido a los funcionarios de correos de los chiflados. Carteles antiguos que anunciaban sellos conmemorativos de Ronald Reagan colgaban todavía de las paredes. Un funcionario lo guió hasta el despacho del jefe de correos.

Cavanagh estaba sentada en una silla delante del escritorio. Stanton reparó en que no le miraba a los ojos. Detrás de la mesa estaba sentado Kanuth, un hombre alto y fornido de unos cincuenta y cinco años, de pelo ralo y plateado y una barba que le trepaba por las mejillas.

—Señor director. Bienvenido a Los Ángeles.

No había otra silla para que Stanton se sentara. Kanuth cabeceó mecánicamente.

—Tenemos un problema, Gabe.

—De acuerdo.

—¿Enviaste a una residente del Hospital Presbiteriano a poner inyecciones de anticuerpos murinos a un grupo de pacientes pese a nuestras órdenes en contra?

Stanton se quedó petrificado.

—¿Perdón?

Cavanagh se puso en pie.

—Encontramos dos docenas de jeringuillas, y estaban llenas de soluciones de anticuerpos murinos.

¿Habrían sorprendido a Thane poniendo las inyecciones? No cabía duda de que lo sabían. Pero tenía que protegerla.

—¿Dónde está la doctora Thane? —preguntó con cautela.

Kanuth miró a Cavanagh.

—La encontraron al pie de una escalera con el cuello roto. Por lo que sabemos, murió a causa del impacto de la caída.

Stanton se quedó horrorizado.

—¿Cayó por la escalera?

Cavanagh le miró.

—Un paciente la mató.

—A menos que quieras decirme que estaba llevando a cabo un experimento secreto con anticuerpos por su cuenta —dijo Kanuth—, supongo que tú eres el responsable de esto.

Stanton cerró los ojos y vio el rostro de Thane cuando llegó al Hospital Presbiteriano por primera vez, después de que la mujer le conminara a ver a un paciente que a él quizá le habría pasado por alto. La expresión de su cara cuando vio el laboratorio que habían construido en el apartamento; su rápida decisión de ayudar, sin preocuparse por su carrera. La esperanza animaba su voz cuando fue a poner las inyecciones a sus colegas.

—La alisté para administrar los anticuerpos —susurró por fin.

—Querías permiso para probarlos en un grupo de muestra —dijo Cavanagh, ya preparada para esta confesión—. Ya le hemos trasladado la solicitud al jefe del FDA, y faltaba menos de un día para recibir el permiso. Podríamos haberlo hecho en condiciones controladas. Ahora, una mujer ha muerto porque decidiste hacer caso omiso de órdenes directas.

—No sólo eso —intervino Kanuth—, sino que cuando la gente se entere de lo sucedido, y se enterará, dirá que estamos perdiendo el control interno. Tenemos toda una ciudad buscando algún motivo para estallar, y tú le has proporcionado otro.

—Entrega tu identificación, y no intentes volver al Centro de Priones ni a ninguna otra instalación del CDC —dijo Cavanagh. No disimulaba su profunda decepción, ni su desprecio.

—Está despedido, doctor Stanton —añadió Kanuth.

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