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20 de DICIEMBRE de 2012 » 33

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Poco después de la medianoche. Chel estaba sentada acunando a Sama en sus brazos mientras veía a Initia prensar masa sobre la chimenea de la casa principal. En la otra vivienda, Stanton examinaba a los bebés uno por uno para comprobar que no mostraban síntomas. Cuando Yanala fue a buscar a Sama para su examen, Chel descubrió que se desprendía de la niña a regañadientes.

Cuando volvieron a estar solas, la joven explicó a Initia lo sucedido cuando llegaron.

—Un ladino me atacó en la clínica, y creo que estaba infectado. Mi madre me advirtió de que podrían estar aquí, y yo no le creí. Pero tenía razón.

—No, ese hombre vino para ayudar, Chel.

—¿Cómo?

—Un grupo ladino de la iglesia se enteró de que la gente de aquí estaba enferma, y vinieron a traer comida y pertrechos —explicó Initia—. Incluso un médico. Esos ladinos querían ayudarnos. La culpa no es de nadie. Ni de los ladinos ni de los indígenas que fueron maldecidos. Cuando un hombre no puede comunicarse con los dioses en el sueño, se extravía, haya sido quien haya sido anteriormente. Podría sucedemos a cualquiera. Lamento que este hombre se sintiera impulsado a atacarte debido a la maldición. Pero sé que sus intenciones eran buenas cuando vino.

Chel pensó en Rolando, y otra oleada de tristeza la invadió.

—No te culpo ni a ti ni a tu madre por pensar así de los ladinos —dijo Initia—. Sufrió mucho a sus manos, y es imposible olvidar estas cosas.

La joven imaginó la expresión desaprobadora de su madre.

—Durante mucho tiempo ha intentado olvidar todo lo sucedido en Kiaqix —dijo a Initia—. No quería que yo viniera, y no cree ni por asomo que vayamos a encontrar la ciudad perdida. Está convencida de que Chiam, el primo de mi padre, nunca la encontró, y no cree que exista.

Initia suspiró.

—Es imposible saberlo. No he pensado en Chiam desde hace muchos años.

Chel se preguntó qué recordaría Initia de su infancia.

—¿Oíste a Chiam leer las cartas de mi padre al pueblo?

—¿Las cartas de tu padre?

—Las cartas que escribió cuando estaba en la cárcel —le recordó Chel.

—Por supuesto —dijo Initia—. Sí. Oí que las leían.

La joven percibió vacilación en la voz de su tía.

—¿Qué pasa?

—Nada. Soy vieja y mi memoria falla.

—Tienes buena memoria —dijo Chel, al tiempo que apoyaba una mano sobre su brazo—. ¿Qué pasa?

—Estoy segura de que existe un motivo —dijo Initia, casi para sí.

—¿Un motivo de qué? Quiero saber qué estabas pensando sobre mi padre.

—Te ha sostenido. La historia de las cartas de tu padre te ha sostenido. Eso es lo que ella quería.

—Las cartas no son sólo una historia. Queda constancia de ellas. He hablado con otros que las oyeron, y dijeron que habían incitado a la gente a entrar en acción y a luchar.

—Sí, eso consiguieron las cartas, hija.

—Pues ¿qué?

La tía enlazó las manos como si fuera a hacer penitencia.

—Ignoro los motivos de que tu madre no te lo haya dicho antes, hija. Ha’ana es una mujer prudente, Ati’t par Nim, el astuto zorro gris, su espíritu animal. Pero tienes derecho a saberlo.

—No entiendo.

—Tu padre era un hombre maravilloso, un hombre adorable. Estaba entregado a ti, a tu madre y a su familia, y quería protegeros. Pero su wayob era el tapir, el cual, al igual que el caballo, es fuerte, pero no inteligente. Era un hombre sencillo, sin las palabras que iban en esas cartas.

—Mi padre fue a la cárcel por liderar a su pueblo. —Chel procuró no hablar como si se mostrara condescendiente con una anciana olvidadiza—. Cuando estuvo encarcelado, escribió esas cartas en secreto y le mataron por ello. Mi madre me contó todo lo que le había pasado. Todo cuanto hizo para luchar por Kiaqix.

—Pero ahora pregúntate quién te contó esas historias.

—¿Me estás diciendo que otra persona escribió esas cartas, y que mi madre quería que yo creyera que fue mi padre?

—No sólo tú. Todo el mundo creía que tu padre las escribió. Pero mi marido era el hermano de tu padre, hija. Él sabía la verdad.

—¿Quién las escribió? ¿Algún compañero de la cárcel?

Las ramas crepitaron en la chimenea.

—Desde que tu madre era pequeña, nunca tuvo miedo. Ni de los terratenientes ni del ejército. Les plantaba cara en el mercado cuando tenía diez años y escupía en sus zapatos. Rechazaba sus llamadas a que nos modernizáramos, a cambiar nuestras costumbres. Ayudó a parar los pies a los ladinos cuando quisieron cambiar lo que nos enseñaban en la escuela, cuando quisieron que nuestros hijos aprendieran la historia de ellos.

Chel se quedó petrificada.

—¿Mi madre?

—Cuando Ha’ana tenía veinte años —continuó Initia—, se colaba en las reuniones de los ancianos. Cuando el ejército ahorcó a un joven del balcón del ayuntamiento, muchos se asustaron. Pero tu madre intentó convencer a los hombres de que lucharan en caso de que el ejército o las guerrillas regresaran. Dijo que debíamos armarnos. Pero nadie hacía caso de una mujer. Entonces, el día que tu padre fue a parar a la cárcel, empezó lo de las cartas.

Chel paseó la vista a su alrededor: el hogar, las hamacas, la pequeña mesa de madera y las sillas sobre el suelo de sascab, los huipiles colgados a secar. Era un lugar donde las mujeres habían trabajado durante mil años.

—¿Por qué mintió?

—Ha’ana comprendía a su pueblo. Podía conseguir el apoyo de las mujeres, pero ningún hombre escucharía a una mujer hablando sobre guerra. Para que los hombres entraran en acción, necesitaba la voz de un hombre. Cuando encarcelaron a tu padre, fue lo más terrorífico que le había pasado jamás, pero también era la oportunidad de que le hicieran caso.

—Pero cuando él murió, ella se marchó. Os abandonó a todos y nunca volvió. ¿Cómo pudo marcharse la persona que escribió esas cartas?

—No fue fácil, hija. Le preocupaba que alguien descubriera lo que había hecho y fueran a por ella… y a por ti. La única manera de protegerte era dejarlo todo.

—¿Por qué no me lo dijo?

Initia apoyó una mano sobre la espalda de Chel.

—Mataron a tu padre por culpa de las cartas, aunque él no las había escrito. Después de su asesinato, tu madre se sintió muy culpable. Pese al bien que habían hecho las cartas, se culpaba de su muerte.

Chel había mortificado a su madre por su apatía, por abandonar su tierra natal, y ella nunca la había corregido. Había guardado silencio, a pesar de saber cuánto había luchado y cuánto había perdido por su pueblo.

—Tu madre es el zorro gris. Ati’t par Nim siempre es astuto.

Chel siempre había pensado que Ati’t par Nim no era adecuado para Ha’ana. Ahora sabía que esto no era cierto. Los antiguos creían que el poder del wayob era ubicuo. Creían en que era intercambiable con la forma humana, en su dominio sobre la vida, en su promesa del potencial de una persona. El zorro conseguía que la gente creyera en lo que era necesario.

De repente, Chel pensó en algo. Rodeó a toda prisa el hogar en busca de una bolsa de provisiones y hurgó en su interior hasta encontrar su traducción del códice.

—¿Va todo bien, hija? —preguntó Initia.

Chel había dado por sentado que Paktul guió a los niños desde Kanuataba hasta la selva, hasta un lugar del bosque donde habían vivido sus antepasados.

Pero ¿y si no se estaba refiriendo a sus antepasados humanos?

A lo largo del códice, el escriba refundía su forma humana con su forma animal, su espíritu animal. Y Chel y su equipo habían sido incapaces de entender por qué la historia oral hablaba de un Trío Original que había escapado de la ciudad perdida, en lugar de un cuarteto formado por Paktul, Canción de Humo y las dos chicas.

¿Y si el motivo era que Paktul el hombre no había ido con ellos?

Stanton encontró a las dos mujeres de pie ante el hogar.

Chel habló con una energía en su voz que él no había oído desde que habían estado sentados en la plaza del Getty.

—Creo que hemos estado buscando lo que no debíamos. El lago Izabal no tiene nada que ver con el lugar al que fue el trío.

—¿Qué quieres decir?

—Paktul no está escribiendo sobre sus antepasados humanos. Está aquí, en la traducción. Utiliza la palabra «yo» de forma intercambiable con su espíritu animal. El «yo» se refiere tanto a su forma humana como a su wayob. Pero sabemos que tenía un guacamayo auténtico en su cueva, porque se refiere a otras personas que pueden verlo. Se lo enseña al príncipe y a las hijas de Auxila, y escribe que el pájaro se reúne con su bandada.

Chel pasó a otra parte. Le dije al príncipe que mi espíritu animal había parado en Kanuataba durante el gran curso de la migración que todos los guacamayos hacen con su bandada, escribió Paktul. Le dije que dentro de algunas semanas continuaríamos el viaje en busca de la tierra a la que nuestras aves antepasadas han regresado durante cada estación de la cosecha durante mil años.

—Cuando dice que los guiará en la dirección de sus antepasados —dijo Chel—, pensé que se refería a su familia humana. Pero ¿y si no fue a ningún sitio? ¿Y si le mataron los guardias, tal como había pronosticado, o se quedó para conseguir que los niños pudieran escapar?

—¿Quién guió a los niños hasta Kiaqix? —preguntó Stanton—. ¿Crees que siguieron a un ave?

—El príncipe habría aprendido a seguir una presa durante cien kilómetros. Y el guacamayo debió regresar por instinto con su bandada. Kiaqix significa «Valle del Guacamayo Púrpura». Se encuentra en el sendero de la migración. La historia oral dice que el Trío Original consideró un buen presagio ver tantos guacamayos en los árboles de aquí. ¿Y si estaban siguiendo a uno de ellos porque creían que era el espíritu de Paktul?

Chel desplegó el mapa de latitudes. En él había dibujado una línea que representaba la ruta migratoria conocida de los guacamayos.

—Durante las estaciones migratorias, los guacamayos vuelan desde el sudoeste hasta aquí —continuó—, y los patrones generales son muy persistentes. Podemos descubrir la trayectoria exacta y seguirla.

Durante casi toda su vida adulta, Stanton habría considerado insensata la posibilidad de que tres niños siguieran a un ave durante cientos de kilómetros, pero por improbable que fuera, sólo podía confiar en el instinto de Chel. Si tenían que seguir un patrón general migratorio hasta la selva, lo harían.

—¿Estás segura de que ésa es la ruta migratoria exacta? —preguntó.

Chel buscó en la bolsa de pertrechos y sacó el teléfono vía satélite.

—He encontrado tres sitios diferentes online, y todos dan las mismas coordenadas. Compruébalo tú mismo.

Entregó el teléfono a Stanton, pero cuando éste intentó encenderlo, la pantalla siguió en blanco. Había estado funcionando a bajo rendimiento durante horas, y se había quedado sin carga. Aislándolos del mundo por completo.

—Da igual —dijo Chel, y señaló de nuevo el mapa. Parecía obsesionada con su idea—. Tenemos lo que necesitamos. Seguiremos la ruta migratoria.

Entonces, Stanton vio algo en sus ojos que le heló la sangre en las venas.

—Mírame un momento —dijo.

Chel se quedó confusa.

—Te estoy mirando.

Stanton sacó su linterna y la apuntó a sus ojos, estudiando las pupilas mientras paseaba la luz. Tendrían que contraerse a la luz y dilatarse en la oscuridad.

Cuando Stanton apagó la linterna, no hubo ningún cambio.

—¿Estoy enferma? —preguntó Chel con voz temblorosa.

Él se volvió y se arrodilló para sacar un termómetro de la bolsa de pertrechos y tomarle la temperatura. Se quedó inmóvil un momento para serenarse. No quería que ella viera miedo en sus ojos. Necesitaba ser fuerte. Necesitaba creer que encontrarían la ciudad perdida, su única esperanza, y no podía permitir que adivinara sus dudas.

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