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13 de DICIEMBRE de 2012 » 12

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Era preciso ponerse en contacto y mantener en cuarentena a cualquiera que hubiera estado cerca de una de las víctimas. El CDC necesitaba alertar al público y animar a todos los ciudadanos de Los Ángeles a utilizar mascarillas. Había que impedir el despegue de todos los vuelos, cancelar acontecimientos públicos. Casi ninguna medida sería demasiado radical, opinaba Stanton, si podían demostrar que esta enfermedad con una tasa de mortalidad del cien por cien se había transformado en infecciosa.

Al cabo de unos minutos, la FAA, la Administración Federal de Aviación, había confirmado que Joseph Zarrow, el piloto que había estrellado el avión de Aero Globale, efectuó el vuelo Ciudad de México-Los Ángeles cuatro días antes. De repente, «error humano» adquirió un nuevo significado. Pero las conexiones eran todavía circunstanciales, y antes de tomar cualquier decisión, antes de provocar pánico en el público, Stanton necesitaba pruebas científicas de que el VIF se transmitía de persona a persona mediante un contacto casual.

Poco después de las cinco de la madrugada, estaba trabajando en el laboratorio con guantes, bata y mascarilla en compañía de sus investigadores, en la campana de aislamiento. Había despertado a todo su equipo del Centro de Priones en plena noche para convocarlos. Acababa de preparar una solución de la cual esperaba que reaccionara con el prión, allí donde se escondiera.

Existían muy pocas formas de que un agente infeccioso pudiera propagarse entre los humanos a través del contacto casual. Stanton sospechaba que el vector era un fluido de la nariz o la boca. Tenía que descubrir si se transmitía a través de la saliva, los mocos de la nariz o el esputo de los pulmones, y cómo migraba el VIF desde el cerebro hasta uno de esos órganos.

Con la solución de ensayo preparada, dejó caer mediante una pipeta unas gotas de muestras de secreciones sobre varios portaobjetos y añadió el reactivo. Después, empezando con las muestras de la saliva de Volcy y Gutiérrez, comenzó a investigar. Examinó cada portaobjetos, los movió de izquierda a derecha, abarcando medio campo de visión, y por fin de derecha a izquierda.

—Negativo —dijo a Davies.

Repitieron el proceso con el esputo. Expectorado de garganta y pulmones, el esputo transmitía diversas enfermedades, incluidas bacterias amenazadoras para la vida como las de la tuberculosis. Pero al igual que con la saliva, las muestras dieron resultados negativos.

—Como un resfriado común, pues —dijo Davies.

Pero mientras Stanton comprobaba tres veces cada uno de los portaobjetos que había preparado de las secreciones nasales, su angustia aumentó. Cuando examinó el último portaobjetos, cerró los ojos, confuso. Como las demás, las secreciones nasales habían salido limpias.

—¿Cómo demonios se está propagando? —preguntó Davies.

—Es absurdo —dijo Jiao Chen—. Nuestra teoría del contacto casual no puede ser errónea.

Stanton se levantó.

—Ni tampoco los portaobjetos.

Si no eran capaces de demostrar cómo se propagaba el prión, no podría convencer a Atlanta de que era preciso llevar a cabo una acción decidida para contenerlo. ¿Existía un fallo en su razonamiento de cómo estaban relacionadas las víctimas? Si el prión se propagaba mediante el contacto casual, tenía que transmitirse a través de una secreción. Pero los resultados del laboratorio eran incuestionables: ninguno de los tres fluidos que habían analizado contenía la proteína.

Sonó el teléfono.

—Es Cavanagh —dijo Davies—. ¿Qué le digo?

La tensión se elevó en el laboratorio mientras el equipo de investigadores de Stanton esperaba su respuesta. Todos llevaban mascarillas sobre la mitad inferior de la cara, pero sus ojos transmitían una mezcla de angustia y agotamiento. Habían trabajado casi sin dormir desde el día en que diagnosticaron la enfermedad a Volcy.

Jiao Chen se quitó las gafas y empezó a frotarse los ojos.

—Tal vez estamos cometiendo alguna equivocación con los preparados —dijo.

Además de Stanton, Jiao era la que menos había dormido del equipo. Y mientras describía pequeños círculos con las yemas de los dedos sobre sus párpados, algo atormentaba a Stanton. El agotamiento invadía su rostro, y él vio que las palmas de sus manos resbalaban sobre las mejillas.

Cogió el teléfono.

—Emily, son los ojos.

Las enfermedades que se propagaban a través de los ojos eran tan raras que a veces incluso los cirujanos no utilizaban gafas cuando operaban. Pero cuando Stanton y su equipo tomaron muestras del fluido lacrimal (el fluido que bañaba los ojos de Volcy y Gutiérrez), encontraron el prión casi tan concentrado como en el cerebro.

El contagio se iniciaba cuando la gente con VIF se tocaba los ojos. El prión pasaba a sus manos, y después estrechaban la mano de alguien o tocaban una superficie cercana. Los seres humanos se tocan la cara más de cien veces al día, y el insomnio no conseguía más que empeorar las cosas: cuanto más cansadas estaban las víctimas, más bostezaban y se frotaban los ojos. Con víctimas despiertas las veinticuatro horas, sus ojos casi nunca se cerraban, y la enfermedad contaba con ocho horas de más para propagarse. Del mismo modo que los resfriados comunes causan congestión de nariz, y después se propagan mediante los mocos, y la malaria causa amodorramiento, de manera que más mosquitos pueden alimentarse de sus víctimas dormidas, el VIF había buscado el vector perfecto.

El CDC llamó a todas las personas que habrían podido estar en contacto con Volcy, Gutiérrez y Zarrow, y los resultados fueron terribles: una azafata, dos copilotos y dos pasajeros relacionados con Aero Globale, además del propietario del Super Ocho y tres huéspedes, eran los primeros de la segunda oleada.

A mediodía, ya estaban utilizando la palabra: epidemia.

La peor noticia provino del Hospital Presbiteriano: seis enfermeras, dos médicos de urgencias y tres camilleros sufrían de insomnio desde hacía como mínimo dos noches. Una prueba para detectar priones en la sangre de las ovejas, desarrollada años antes, resultó ser eficaz como burdo indicador del VIF antes del comienzo de los síntomas. Ya estaban obteniendo múltiples resultados positivos.

Stanton se sentía culpable por haber tardado tanto en darse cuenta de que el prión era infeccioso, y temía que pudiera contarse entre las víctimas dentro de poco. Los resultados de sus análisis estaban pendientes, pero obtuvo permiso para continuar trabajando mientras llevara un equipo de protección individual en todo momento. No había tenido oportunidad de intentar dormir desde la pasada noche.

Centenares de personas desesperadas esperaban en la entrada de urgencias cuando volvió al Hospital Presbiteriano, luchando contra el calor, la incomodidad y el tamaño de su traje amarillo presurizado. Más de cien posibles víctimas ya habían sido identificadas mediante los síntomas, y el pánico que Cavanagh había previsto se desató después de la conferencia de prensa del CDC. En épocas normales, uno de cada tres adultos de Estados Unidos sufría insomnio. Miles de habitantes de Los Ángeles presos del pánico estaban ahora invadiendo todos los hospitales de la ciudad, convencidos de que estaban enfermos.

—Lamento la espera —dijo un funcionario del CDC a los ochenta contactos primarios reunidos en urgencias—. Los médicos están trabajando lo más deprisa posible, y pronto habrán terminado todos sus análisis de sangre. Entretanto, hagan el favor de no quitarse los protectores oculares y las mascarillas, y procuren no tocarse los ojos ni la cara.

Mientras Stanton cruzaba urgencias, su mente se concentraba de manera obsesiva en la idea de que Thane, Chel Manu y él se habían expuesto más directamente a la enfermedad que cualquiera de los que esperaban.

—Nunca duermo —se quejaba un anciano—. ¿Cómo sabré si estoy contagiado?

—Procure contar a los médicos todo lo que pueda sobre sus pautas de sueño normales —dijo el funcionario del CDC al hombre—. Y cualquier otra cosa que deban saber.

—La sala está atestada —dijo una mujer latina cargada con un bebé—. Si no estábamos enfermos antes, nos enfermaremos aquí.

—No se quite los protectores oculares —le aconsejó el hombre del CDC—, y no se toque los ojos ni nada, y estará a salvo.

Los protectores oculares eran una parte fundamental de la tarea de contención. El CDC estaba animando a la gente a llevar también mascarillas, sólo por si acaso. Pero Stanton creía que los protectores oculares, las mascarillas y las pautas de uso no serían suficiente. Había enviado un correo electrónico al CDC recomendando absoluta transparencia con el público, así como un período de aislamiento en casa de cuarenta y ocho horas, junto con la obligación de utilizar protectores oculares en todos los colegios de Los Ángeles hasta que la velocidad de propagación de la enfermedad disminuyera.

Stanton se encaminó hacia el centro de mando improvisado del CDC, situado en la parte posterior del hospital. Las regulaciones del Departamento de Salud estaban pegadas con cinta en todas las paredes, cubriendo la pintura desprendida. Más de treinta funcionarios del Servicio de Inteligencia Epidemiológica, administradores y enfermeras del CDC estaban apiñados en la sala de conferencias, y todo el mundo utilizaba mascarillas y protectores oculares. Stanton era el único con equipo de protección personal, y todo el mundo lo miró, enterado de la posibilidad que eso insinuaba.

Los médicos de mayor rango estaban sentados alrededor de una mesa situada en mitad de la sala. La subdirectora Cavanagh dirigía la reunión. Llevaba el largo pelo blanco echado hacia atrás, y sus ojos azules destellaron un momento detrás de los protectores oculares. Pese a llevar más de treinta años de servicio en el CDC, conservaba todavía tersa la piel de la frente. A veces, Stanton imaginaba que se había limitado a ordenarle que no se arrugara.

—Esta mañana llegarán doscientos mil protectores oculares más —dijo Cavanagh. Stanton se apretujó en la silla de al lado, un desafío casi cómico con su abultado traje—. Transportados en avión y en camiones desde todas partes.

—Y podremos contar con cincuenta mil más pasado mañana —añadió alguien detrás de ella.

—Necesitamos cuatro millones —dijo Stanton por el pequeño micrófono que llevaba dentro del casco, sin perder tiempo.

—Bien, hay disponibles doscientos cincuenta mil —dijo Cavanagh—. Serán suficientes. La principal prioridad será distribuirlos entre los profesionales de la sanidad, evidentemente. A continuación, cualquier persona relacionada con algún infectado, y el resto irá a los centros de distribución y será repartido a los primeros que lleguen. Lo último que necesitamos es fomentar el pánico y que la gente se largue en masa. En ese caso, la alarma podría propagarse por todo el país.

Stanton intervino de nuevo.

—Hemos de pensar en la posibilidad de decretar una cuarentena.

—¿Qué cree que estamos haciendo aquí? —preguntó Katherine Leeds, de la división viral. Leeds era una mujer diminuta, pero fuerte. A lo largo de los años, Stanton y ella habían tenido encontronazos muchas veces—. Ya estamos en cuarentena, y la estamos coordinando en otros hospitales.

—No estoy hablando de hospitales —replicó Stanton. Paseó la vista entre el grupo—. Estoy hablando de toda la ciudad.

Se oyeron murmullos en toda la sala.

—¿Tiene idea de qué harán diez millones de personas cuando se enteren de que el Gobierno les está diciendo que no pueden marcharse? —preguntó Leeds—. Por algo no se ha hecho nunca antes.

—Mañana podría haber mil casos —dijo Stanton sin pestañear—. Y cinco mil pasado mañana. La gente empezará a huir de la ciudad, y algunos estarán enfermos. Si no detenemos la huida de Los Ángeles, el VIF habrá llegado a todas las ciudades del país a finales de semana.

—Aunque fuera factible —dijo Leeds—, es probable que no sea constitucional.

—Estamos hablando de una enfermedad que se propaga como el resfriado común —dijo Stanton—, pero que es tan mortífera como el Ébola, y no es posible eliminarla sin más. No muere como una bacteria, y no es posible destruirla como un virus.

Mientras la mayoría de los patógenos ya no eran contagiosos tras veinticuatro horas o menos en objetos (tanto superficies duras como blandas) infectados, el prión podía seguir siendo contagioso indefinidamente, y no existía forma conocida de desinfectar las superficies. A principios de aquel día, la misma prueba ELISA con la que Stanton y Davies no habían encontrado priones en Havermore Farms, dio un resultado muy diferente en los aviones de LAX, la habitación de hospital de Volcy y la casa de Gutiérrez. Pomos, muebles, interruptores de cabinas de aviones, cojines y cinturones de seguridad de los aviones que Zarrow había pilotado durante la semana anterior estaban cubiertos de priones.

—Todos los aviones que despegaran de Los Ángeles podrían transportar pasajeros que lo propagaran por todo el mundo —dijo Stanton.

—¿Y las autopistas que salen de la ciudad? —preguntó un médico—. ¿También las quiere bloquear?

Stanton se encogió de hombros bajo el peso de su traje. Tenía la impresión de que todos los presentes en la sala estaban muy lejos de él, y tuvo que suponer que su voz, a través del casco, carecía de un tono autoritario.

—Hemos de cortar la circulación. Llamaremos a la Guardia de California y al ejército, en caso necesario. No estoy diciendo que vaya a ser fácil, pero si no actuamos con celeridad y determinación, pagaremos un precio muy alto.

—Habrá disturbios, acaparamiento de alimentos… —dijo Leeds—. Será como Puerto Príncipe dentro de un par de días.

—Hemos de explicar a la gente que es una medida preventiva, y que se les permitirá marchar cuando sepamos cómo impedir la propagación de la enfermedad…

—Hemos de ser extremadamente cautelosos con lo que le decimos a la gente —intervino Cavanagh—, o se producirá un pánico masivo. Implica enormes responsabilidades, como permitir que grupos de casos se desarrollen en todas las ciudades de Estados Unidos. —Se levantó—. La cuarentena es la última opción, pero no cabe duda de que hemos de tenerla en cuenta.

Todo el centro de mando se quedó estupefacto al oír que se mostraba de acuerdo con Stanton. Él estaba tan sorprendido como los demás. Pese al hecho de que la mujer siempre había sido su defensora en el CDC, Cavanagh no era de las que solían aceptar medidas drásticas con tanta celeridad. No cabía duda de que comprendía a qué se estaban enfrentando.

Una vez disuelta la reunión, Stanton esperó a que la mujer terminara de asignar cometidos a sus directores de división. Se hallaba delante de una gigantesca pizarra que plasmaba la telaraña de conexiones entre los pacientes con síntomas, con Volcy en medio. Los nombres de Volcy, Gutiérrez y Zarrow estaban encerrados dentro de círculos rojos, indicando que habían fallecido. Los otros ciento veinticuatro nombres estaban dispuestos en cuatro círculos concéntricos.

Cavanagh se acercó a él, y Stanton abundó en su súplica.

—Hemos de hacerlo ahora, Emily. O se propagará.

—Te he oído, Gabe.

—Estupendo. En tal caso, si todo está decidido, ¿cómo vamos a buscar un tratamiento? En cuanto se haya decretado la cuarentena, ha de ser nuestra principal prioridad.

Salieron de la sala y se detuvieron en el pasillo, delante de la tienda de regalos cerrada. A través del cristal, Stanton vio cajas de tabletas de chocolate, chicles y barritas de cereales que abarrotaban los mostradores, así como globos de helio que estaban perdiendo el gas.

—¿Cuánto tiempo hace que buscas una cura para las enfermedades priónicas? —preguntó Cavanagh.

—Estamos haciendo progresos.

—¿Y a cuántos pacientes has curado?

—La gente de arriba está muriendo, Emily.

—Gabe, ya has intentado venderme la idea de poner en cuarentena toda una maldita ciudad. No me vengas ahora con mojigaterías.

—La contención es esencial, pero hemos de explorar las posibilidades de una cura, y necesitamos que el FDA suspenda sus protocolos experimentales normales. Hemos de poder analizar a los pacientes ahora mismo.

—¿Estás hablando de quinacrina y pentosán? Tú conoces mejor que nadie los problemas que conllevan.

La quinacrina era un antiguo tratamiento para las enfermedades priónicas que había demostrado ser poco útil. El pentosán era diferente. Derivado de la madera de las hayas, había sido la gran esperanza de Stanton en otro tiempo. Por desgracia, el fármaco no podía superar la barrera de la sangre cerebral, que protegía a las neuronas de productos químicos peligrosos. Él y su equipo lo habían probado todo, desde alterar la estructura física del fármaco hasta administrarlo mediante una derivación ventriculoperitoneal, pero no habían descubierto la forma de inyectar pentosán en el cerebro sin causar todavía más daños.

—La quinacrina no funcionará. Y el antiguo problema del pentosán todavía subsiste.

—En tal caso, ¿de qué estamos hablando?

—Podríamos empezar purificando anticuerpos.

—Después de la demanda legal que te presentaron, el director Kanuth no querrá saber nada de anticuerpos. Además, no tienes la menor idea de si funcionan in vivo, y no vamos a utilizar a víctimas de VIF como conejillos de Indias en la primera fase.

—Entonces, ¿será para la gente que ya ha enfermado? ¿Esto es lo que les diremos a los enfermos y a sus familiares?

—No me sermonees. Yo ya estaba aquí en los principios del sida, cuando intentamos clausurar todas las saunas. Desde el primer momento, hubo investigadores que pedían a gritos desviar dinero y recursos para explorar una cura, y así nos olvidamos de la prevención y hubo más infectados. ¿Cuánto tiempo tardaron en encontrar algo capaz de tratar el sida? Quince años.

Stanton guardó silencio.

—Nuestra principal prioridad en este momento es la prevención —continuó Cavanagh—. La tuya es educar al público acerca de cómo impedir la propagación y descubrir la forma de destruir los priones una vez que hayan salido del cuerpo. En cuanto el número de casos se estabilice, hablaremos más de la cura. ¿Comprendido?

A juzgar por la expresión de su cara, Stanton sospechó que, de momento, no habría forma de convencer a su jefa de ninguna manera.

—Comprendido —dijo.

Cuando volvió a hablar, Cavanagh lo hizo con calma.

—¿Algo más que desees comunicarme, Gabe?

—Hemos de enviar un equipo a Guatemala ya. Con el Ébola y el hantavirus, enviamos equipos a África en cuestión de días para atajarlos. Aunque decretemos una cuarentena aquí, no servirá de nada si no eliminamos la fuente original. Seguirá esparciéndose por todo el mundo desde allí.

—Los guatemaltecos no quieren que entren en su país norteamericanos que puedan propagar la enfermedad. No nos permitirán cruzar la frontera. Y no los culpo, teniendo en cuenta que todavía no contamos con pruebas de peso de que proceda de su país.

—Ni siquiera sabemos qué es esto, Emily. Piensa en el virus de Marburgo. No teníamos ni idea de cómo detenerlo hasta que descubrimos la fuente original. ¿Y si pudiéramos localizar el lugar del que vino Volcy? Si podemos encontrar esas ruinas donde acampó, ¿nos dejarían enviar un equipo?

—No tengo ni idea.

De pronto se oyó una voz detrás de ellos.

—¿Subdirectora Cavanagh?

Se volvieron y vieron a un administrador con cara de bebé que sostenía una carpeta con la etiqueta «CONFIDENCIAL».

—¿Son los análisis de sangre? —preguntó Stanton.

El joven asintió mientras Cavanagh examinaba los resultados. Hacía horas que esperaban los resultados de los pacientes del grupo de contacto original.

—¿Cuántos positivos? —preguntó Stanton.

—Casi doscientos —contestó la mujer. Era más que todos los pacientes conocidos de IFF.

Más que los de las vacas locas.

Cavanagh miró a Stanton y pasó a toda prisa las páginas de la carpeta. Estaba buscando su apellido al final de la lista, confeccionada por orden alfabético.

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