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14 de DICIEMBRE de 2012 » 18

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El CDC había concedido una dispensa especial a Chel para que pudiera salir a la calle, y el equipo de seguridad del Getty le había proporcionado una escolta que la seguía hasta Mount Hollywood. Desde lo alto de Mulholland Drive, vio que se alzaba humo de lejanos rincones de la ciudad. Sin embargo mientras corría hacia el este, Chel experimentó los primeros destellos de esperanza que había sentido desde hacía días. Patrick había accedido a reunirse con ella en el planetario de inmediato.

East Mulholland estaba extrañamente desierto, salvo por algún coche de la policía y jeeps de la Guardia Nacional. No obstante, el aire transportaba un olor acre. Tal vez los incendios se hallaban más cerca de lo que pensaba. Empezó a subir la ventanilla. Justo en aquel momento, una mujer con atuendo de gimnasia se lanzó al centro de la carretera, delante de su coche. No la habría visto de no ser por el destello de sus zapatillas de deporte reflectantes.

Chel dio un volantazo, los neumáticos patinaron sobre la carretera y por fin paró en el arcén con el corazón acelerado. Vio por el retrovisor que la mujer continuaba corriendo como si nada hubiera sucedido. Parecía que llevara el piloto automático puesto. Chel había oído historias de víctimas de VIF que asaltaban farmacias en busca de somníferos, bebían hasta caer en el coma etílico y pagaban precios desorbitados a traficantes de drogas por sedantes ilegales. Pero la mujer que se estaba alejando estaba intentando conseguirlo con métodos naturales: trataba de agotarse hasta perder el sentido. Daba la impresión de que podía desplomarse en la calle en cualquier momento. Pero continuaba corriendo.

¿Hasta qué extremos llegaría yo?, se preguntó Chel.

El coche de seguridad que la seguía paró al lado del Volvo. Y una vez que ella insistió en que se encontraba bien, llegaron a la cumbre de la montaña sin más incidentes.

Quince minutos después, la caravana llegó al observatorio Griffith.

El enorme edificio de piedra siempre le había recordado a una mezquita. Patrick le había dicho hacía años, antes de que la contaminación lumínica impidiera ver casi ninguna estrella, que aquel había sido el mejor lugar del país para estudiar el cielo nocturno. Ahora era más adecuado para admirar las vistas de la ciudad: todo el Gran Los Ángeles brillaba abajo. Desde allí, los fuegos que se recortaban contra la noche casi parecían hermosos. Desde allí, Chel casi podía olvidar que Los Ángeles estaba en peligro de llegar a su colapso.

El destacamento de seguridad esperó en el aparcamiento, donde se quedarían hasta que ella quisiera marcharse.

Chel consultó el móvil antes de bajar del coche. No había mensajes nuevos. Nada de su madre. Ni de Stanton. Se preguntó cuándo podía esperar un nuevo «algo». La posibilidad de que pudiera revelar algo a Stanton la siguiente vez la espoleaba. Bajó del coche, y un minuto después estaba saludando a Patrick en la entrada del observatorio.

—Hola —dijo ella.

—Hola.

Se abrazaron un momento, amoldados a la perfección gracias al muy manejable metro sesenta y ocho de él. Qué extraño resultaba, después de hablar con este hombre cada día, vivir con él, dormir tantas noches a su lado, estar acurrucada contra su cuerpo y no tener ni idea de cómo había vivido durante meses.

Él se separó de su abrazo.

—Me alegro de que hayas llegado bien —dijo.

Sus ojos azules centelleaban bajo las gafas protectoras, y el pelo rubio enmarcaba su cara. Llevaba la camisa con cuello de botones que Chel le había regalado por Navidad, y se preguntó si se la habría puesto por algún motivo concreto. Pocas veces la utilizaba cuando estaban juntos. Era ella quien la usaba más, a modo de camisón. A él le gustaba quitársela.

—Todavía no puedo creer que estuvieras con el paciente cero —dijo—. Jesús. —Retrocedió para mirarla—. ¿Vuelves a trasnochar?

—Algo por el estilo.

—No sería la primera vez.

Chel detectó una nota de nostalgia en su voz, un deseo de recordarle lo que habían compartido.

—Agradezco muchísimo que hayas subido hasta aquí —dijo ella—. De veras.

—Te bastaba con pedirlo. Un códice del clásico. Increíble.

Chel miró la cuenca de Los Ángeles. Una neblina grisácea de ceniza llenaba el cielo.

—Vamos dentro —dijo—. El ambiente es ominoso, y el reloj sigue desgranando los segundos.

Patrick se rezagó un momento y escudriñó la oscuridad.

—Amo las estrellas demasiado para tener miedo de la noche —dijo, parafraseando su epitafio favorito.

La cúpula del Planetario Oschin, de trescientas localidades, se elevaba veintitrés metros desde el suelo hasta el ápice y daba a los visitantes la sensación de estar dentro de una gran obra de arte incompleta, el techo de una basílica que aún no habían pintado. Permanecieron inmóviles en la oscuridad, iluminados tan sólo por el brillo de dos letreros de salida rojos y un ordenador portátil. Mientras Patrick se concentraba en las imágenes del códice que aparecían en el ordenador, Chel estudiaba los extraños contornos del proyector estelar situado en mitad de la sala. Parecía un monstruo futurista, una hidra mecánica que proyectaba miles de estrellas sobre el techo de aluminio a través de hemisferios en forma de cráter.

—Caramba, nunca había visto esto en un códice, una referencia a una guerra de las estrellas sincronizada con la estrella de la noche —dijo Patrick—. Es increíble.

Las imágenes del libro no habían tardado en obrar la misma magia en él. Atenuó las luces, accionó un interruptor del proyector, y ahora la cúpula se llenó de estrellas que surcaban el cielo nocturno, girando a través de cientos de posiciones, una transformación mágica. Chel había estado allí una docena de veces durante el año y medio que habían vivido juntos, pero cada vez se le antojaba nuevo.

—Hay docenas de referencias astronómicas en lo que ya has traducido —dijo Patrick, y señaló el techo con un láser—. No sólo al Zodíaco, sino referencias de posiciones y otras cosas que podremos utilizar para orientarnos.

Chel nunca había prestado suficiente atención a los detalles del trabajo de Patrick, y ahora se sentía avergonzada por lo poco que sabía.

—Venga —dijo él—. Ya conoces este rollo. Es un GPS histórico-astronómico.

Ahora le estaba tomando el pelo.

—Recordará, doctora Manu, que la Tierra gira alrededor del Sol. Y sobre su propio eje. Pero también oscila hacia atrás y hacia delante con respecto al espacio inercial, debido a las fuerzas de marea lunares. Es como una peonza que se bambolea. Por consiguiente, el camino que recorre el Sol tal como lo vemos en el cielo cambia un poco cada año. Con eso están obsesionados los fanáticos del 2012, por supuesto.

—¿Alineación galáctica?

Patrick asintió.

—Esos chiflados creen que, debido a que la Luna, la Tierra y el Sol se alinean en el solsticio de invierno, y nos estamos acercando al momento en que el Sol se cruzará con algún ecuador imaginario de la grieta oscura de la Vía Láctea, todos seremos destruidos por maremotos o por el estallido del Sol. Depende de a quién preguntes. Da igual que el «ecuador» del que hablan sea totalmente imaginario.

Las estrellas proyectadas se movían en lentos círculos concéntricos sobre sus cabezas. Chel se hundió en uno de los asientos forrados de tela, cansada de estirar el cuello.

—Así que la Tierra oscila hacia atrás y hacia delante —continuó Patrick—. Y no sólo cambia como resultado el camino que recorre el Sol en el cielo, sino también el de las estrellas.

—Pero aunque se alteren con el tiempo —empezó Chel—, las estrellas que vemos en Los Ángeles no son muy diferentes de las que ven en Seattle, ¿verdad? De modo que ¿cómo vamos a obtener una buena localización a partir de ahí? Las diferencias son casi imperceptibles.

—Imperceptibles para nuestros ojos. Hay demasiada contaminación lumínica. Pero las observaciones de los antiguos a simple vista eran más precisas de lo que lo serán las nuestras jamás.

La historia de amor de Patrick con los mayas había empezado mientras se estaba doctorando en arqueoastronomía. Se obsesionó con los análisis que efectuaban los astrónomos mayas desde sus templos: aproximaciones de ciclos planetarios, comprensión del concepto de galaxias, incluso un conocimiento básico de la idea de lunas acompañantes de otros planetas. El declive actual de la observación de las estrellas era una tragedia.

Ambos contemplaron el cielo inmóvil.

—Empecemos con Tikal —dijo él—. Este es el aspecto que presentaba el cielo en el equinoccio de primavera, en la fecha aproximada que obtuviste de la prueba del carbono y la iconografía. Digamos, el veinte de marzo de 930 después de Cristo. —Utilizó el láser para resaltar un objeto brillante en la zona oeste del cielo—. Según tu escriba, en su equinoccio de primavera, Venus era visible en mitad del cielo. Por consiguiente, giraremos las coordenadas del proyector de estrellas dentro de la zona del Petén, hasta que Venus esté en el lugar correcto.

Las estrellas giraron sobre ellas hasta que se situaron en la cima del techo del planetario.

—Parece que se encuentra entre los catorce y los dieciséis grados norte —dijo al fin Patrick.

Pero Chel sabía que «entre los catorce y los dieciséis grados norte» abarcaba una zona de más de 320 kilómetros de anchura.

—¿Es lo más preciso que podemos obtener? Hemos de conseguir algo mejor.

Patrick empezó a mover estrellas.

—Sólo es la primera aproximación. A partir de lo que ya hemos traducido, hemos de analizar unas cuantas docenas más de posibilidades. Procederemos con la mayor celeridad posible.

Trabajaron codo con codo, con el proyector y las cartas celestes informatizadas de Patrick, mientras el códice aportaba más información. Casi siempre trabajaban en silencio, con él concentrado por completo en el cielo de la cúpula.

Pasaban de las dos de la mañana, durante un largo rato de silencio, cuando Chel descubrió que sus pensamientos se desviaban de una manera incómoda hacia Volcy y su lecho de muerte.

Para su alivio, Patrick los interrumpió.

—Antes de que todo esto empezara, ¿tuviste oportunidad de hacer aquel viaje al Petén que tanto anhelabas? ¿Escribiste todos aquellos artículos que querías?

Cuando habían roto su relación y él se había ido de casa, ésas fueron las excusas que Chel dio.

—Supongo —contestó ella en voz baja.

—Después de esto, serás una conferenciante de primer orden durante el resto de tu vida.

Al parecer, Patrick ya había olvidado que a ella tal vez la esperaba la cárcel después de esto. Pero incluso ahora, en mitad de la catástrofe, percibió un matiz de celos en su voz. Pese a la especialidad innovadora de Patrick, había muy poca gente interesada en la arqueoastronomía. Había pasado toda la carrera intentando convencer a los académicos de que su especialidad era importante, pero siempre había sido relegado al final de las conferencias, publicaba artículos en oscuras revistas y le rechazaban propuestas de publicar libros.

Chel no había procesado la profundidad de su vena competitiva hasta la noche después de que ella obtuviera el premio más prestigioso de la Sociedad Americana de Lingüistas. Habían llegado al final de la segunda botella de Sangiovese, en su restaurante italiano favorito, y Patrick inclinó la copa hacia ella.

—Por ti —había dicho—. Por elegir la especialidad adecuada.

—¿Qué significa eso?

—Nada —repuso él, mientras tomaba un largo sorbo de vino—. Sólo estoy contento de que la epigrafía esté bien considerada.

Patrick hacía lo posible por mostrarse contento cada vez que le aceptaban otro artículo o recibía un premio más, pero era un júbilo forzado. Al final, Chel limitó lo que le contaba a las escasas frustraciones de su trabajo: los estudiantes que no hacían los deberes, o la política de la junta directiva del Getty. Le hablaba de todo lo malo que pasaba, pero callaba lo bueno. Era más fácil. Pero con cada omisión, sentía que la distancia entre ambos aumentaba.

Patrick volvió a cambiar la pauta estelar en el techo del planetario.

—Estoy saliendo con alguien —dijo.

Chel alzó la vista.

—¿Sí?

—Sí. Desde hace un par de meses. Se llama Martha.

—¿Va en serio?

—Creo que sí. Me he instalado en su casa. Se puso nerviosa porque iba a verte esta noche, pero comprendió la urgencia. Una excusa muy rara para citarte con tu ex en plena noche.

—No sabía que nadie menor de sesenta años se llamara Martha.

—Está muy al sur de los sesenta, si es eso lo que estás preguntando.

—Así que es una cría. Todavía mejor.

—Tiene treinta y cinco años, y es una directora teatral de éxito. Y quiere casarse.

Chel se quedó estupefacta de que pensara en casarse transcurrido tan poco tiempo de su ruptura.

—Al menos, no estáis en el mismo ramo.

Patrick la miró.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que no tendrás que preocuparte sobre… discrepancias en el trabajo.

—¿Crees que ése fue nuestro problema?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizás.

—El problema no era que yo compitiera contigo, Chel —dijo él poco a poco—. Hasta que no te des cuenta de que has superado todas las expectativas de tu padre, no serás feliz. Ni permitirás que alguien te haga feliz.

Chel volvió a las imágenes del códice.

—Deberíamos concentrarnos.

Patrick paró por fin el proyector diez minutos después, rompiendo el silencio de la enorme sala.

—Esto coincide con todas las restricciones —anunció, y señaló hacia arriba—. Con las dieciocho.

—¿Estás seguro? ¿Ya está?

—Ya está. Entre los grados quince treinta y quince cincuenta y siete norte, y entre los años 900 y 970 después de Cristo. No sabemos con exactitud dónde cae, pero podemos aplicar el valor medio. Básicamente, estamos hablando de unos quince grados y medio norte y el año 935 después de Cristo. Te dije que lo obtendría.

Era el mismo cielo sobre el que Paktul había escrito el códice. Exactamente el mismo. Chel gozaba de muchas ocasiones de sentirse admirada en su trabajo, pero esta sensación de trascender el tiempo y el espacio era única, e intuía que se estaban acercando a lo que necesitaba.

—Cerca de la parte sur del Petén, tal como tú pensabas —dijo Patrick, al tiempo que se subía las mangas de la camisa. Extendió un plano de la región maya sobre un escritorio, al lado del proyector de estrellas. El plano era de posición, y las líneas de latitud señalaban cada cambio de medio grado—. No es Tikal, ni Uaxactún, ni Piedras Negras. Esas se hallan en la franja de los diecisiete grados. Por lo tanto, estamos buscando algo más al sur.

Trazó una línea invisible entre los marcadores de grado. Estaba marcado el emplazamiento de cada una de las ciudades mayas importantes conocidas en el sudeste del Petén, pero la línea invisible de Patrick no se cruzaba con ninguna de ellas, ni tampoco con ninguna ciudad de menor importancia.

Algo estaba preocupando a Chel.

—¿Hay algún ordenador que pueda utilizar? —preguntó.

Patrick señaló un pequeño despacho situado al fondo del planetario.

En el monitor, entró en Google Earth y encontró un plano digital que mostraba pueblos contemporáneos de Guatemala. No había indicadores de latitud, de modo que activó otro plano online con líneas de latitud detalladas, y después interactuó entre ellos hasta encontrar lo que estaba buscando.

Quince grados y medio norte significaba un punto situado a ochenta kilómetros del lugar donde había nacido.

El único recuerdo de Chel de su infancia en Kiaqix era el de ir sentada a horcajadas sobre la espalda de su padre. Estaba anocheciendo en la estación seca, y Alvar había terminado su jornada laboral, de modo que se la llevó a resolver un litigio con un vecino sobre un pollo desaparecido de su corral. Desde su posición privilegiada, Chel veía que las niñas transportaban cubetas de polenta desde el molino y las entregaban a sus madres, quienes las utilizarían para hacer tortillas en la cena y bebidas en el desayuno. Se oía música de silbatos en las casas, y alguien tocaba un tambor. Alvar bailaba mientras caminaba, y ella sentía su barba como el roce de papel de lija en las piernas.

Había vuelto a su tierra natal varias veces desde que su madre se la llevó de Kiaqix, y cada vez se sentía más enamorada de las hogueras comunales alrededor de las cuales todavía se contaban historias de sus antepasados, el trabajo compartido de las milpas en la época de la cosecha, los regalos de los apicultores y los animados partidos de voleibol y fútbol de los lugareños.

No obstante, Kiaqix se hallaba a cientos de kilómetros de cualquier ciudad grande, de las autopistas o de las ruinas, y llegar allí no era fácil. Cabía la posibilidad de tomar un pequeño avión que aterrizaba en la pista situada a ocho kilómetros, pero la remota ubicación del pueblo significaba que, con sólo un coche para cerca de dos mil habitantes, lo más probable era que el pasajero debiera recorrer a pie esos ocho kilómetros con un tiempo inseguro. Sólo había una carretera, con frecuencia impracticable en la época de las lluvias.

Además, la madre de Chel se negaba a regresar a Guatemala, y siempre suplicaba a su hija que no lo hiciera. Ha’ana creía que mientras los ladinos controlaran el país, la familia Manu nunca estaría a salvo. Debido al aumento de las tensiones y los nuevos estallidos de violencia, la angustia de Ha’ana no había hecho más que agravarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Patrick desde la puerta. Detrás de él, el planetario estaba a oscuras, como si el mundo terminara allí, en aquel diminuto despacho.

Le mostró el mapa que se había bajado de Internet. Él se inclinó sobre su hombro para ver mejor la pantalla y Chel, instintivamente, puso su mano sobre el puño de su camisa, percibiendo la tela con las yemas de los dedos. A pesar de los vínculos rotos entre ellos su cercanía le era familiar.

—¿Existen ruinas importantes en esa latitud? —preguntó Patrick.

Chel negó con la cabeza.

—Pero Kiaqix es un pueblo pequeño —dijo Patrick—. Dijiste que el escriba está hablando de una ciudad de decenas de miles de habitantes.

Tenía razón en lo de que Kiaqix era una tierra de nadie para los antiguos. No se habían descubierto objetos de la era clásica, y las ruinas más cercanas se encontraban a más de trescientos kilómetros de distancia.

Una vez más, pensó Chel mientras contemplaba el plano, las circunstancias descritas en el códice eran extrañamente similares a historias que conocía: la historia oral de un rey que había destruido su propia ciudad.

—El Trío Original —recordó a Patrick—. Se supone que Kiaqix fue fundada cuando tres habitantes de la ciudad huyeron a la selva.

—Pensaba que no creías en la existencia de una ciudad perdida. Que era una leyenda.

—No existen pruebas en uno u otro sentido —dijo en voz baja Chel—. Sólo tenemos la historia oral y la gente que dice que ha visto las ruinas, pero no pueden demostrarlo.

—Tu tío, ¿verdad? —recordó Patrick.

—El primo de mi padre.

Más de tres décadas antes, Chiam Manu se fue de Kiaqix y estuvo en la selva más de una semana. Cuando regresó, afirmó haber descubierto la ciudad perdida de Kiaqix, de la cual procedían sus antepasados, según relataba la historia oral. Pero Chiam no trajo ninguna prueba, y no reveló a nadie en qué dirección se encontraba la ciudad perdida. Pocos le creyeron. La mayoría lo ridiculizó y lo tildó de mentiroso. Y cuando fue asesinado por el ejército, semanas después, la verdad murió con él.

—¿Y Volcy? —preguntó Patrick—. ¿Crees posible que procediera de Kiaqix?

Chel respiró hondo.

—Todo cuanto contó de su pueblo podría decirse de Kiaqix, imagino. Y también de otros trescientos pueblos de todo el Petén.

Patrick apoyó la mano sobre la de ella.

—¿Crees posible que se trate de una coincidencia? —Se acercó más. Chel percibió efluvios del jabón de sándalo que él siempre utilizaba—. ¿Cómo acaba en tu regazo este libro en mitad de todo el follón? Es una coincidencia increíble, ¿no crees?

Ella se volvió hacia la pantalla del ordenador. No existía palabra en quiché equivalente a «coincidencia», y no se trataba tan sólo de un problema de traducción. Cuando varios acontecimientos sucedían a la vez y apuntaban en una sola dirección, su pueblo utilizaba una palabra diferente. Era la misma palabra que el padre de Chel utilizó en su última carta desde la cárcel, cuando presintió que su muerte estaba cercana: ch’umilal.

Destino.

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