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16 de DICIEMBRE de 2012 » 27

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Mi ayuno ha durado cuarenta giros del Sol, alimentándome tan sólo de bebida de harina de maíz y agua. Ni una gota de lluvia ha caído en nuestras milpas o en nuestros bosques, y las reservas de agua han disminuido. Cada rincón de la ciudad ha empezado a atesorar agua, maíz y mandioca, y se rumorea que los hombres beben su propia orina para saciar la sed. Dentro de veinte soles no habrá agua.

Se dice entre susurros que algunos han empezado ya a planificar su viaje al norte en busca de campos de labranza, aunque Imix Jaguar ha decretado que abandonar Kanuataba será castigado con la muerte o algo peor. Se han producido dieciocho muertes en los rincones más pobres de Kanuataba durante los últimos veinte soles, muchos de ellos niños, muertos de hambre porque tienen la ínfima prioridad en la distribución de las raciones.

Nuestra ciudad fue en otro tiempo un centro de los mejores productos en diez días a pie a la redonda. Pero los adornos de jade no sirven de nada, y los artesanos ya no florecen, salvo algunos encargados de los adornos y archivos reales, como yo. Los mayores deseos de las mujeres nobles ya no son los pendientes de madreperla y los mantos de plumas multicolores, sino las tortillas y la lima. Una madre que no puede dar de comer a sus hijos no piensa mucho en medallones de oro, por santos que sean.

Cuando llegó el cenit de ayer fui llamado a palacio.

Dejé a las hijas de Auxila en la cueva cuando brillaba el sol de mediodía, sabiendo que mi espíritu animal las vigilaría durante mi ausencia. Imix Jaguar, su santidad, recién llegado de su lejana guerra de las estrellas, me había llamado al palacio real para revelarme el significado del dios Akabalam, con el fin de que pudiera continuar la educación del príncipe.

Cuando estuve a pocos cientos de pasos del centro de la ciudad, a menos de mil pasos del recién encargado templo funerario del rey, no di crédito a mis ojos. Una columna de espeso humo negro se alzaba sobre lo alto de las torres del templo inferior, nuestra catacumba sagrada. Y cuando doblé la esquina, vi la mayor aglomeración de hombres y mujeres de Kanuataba que había visto en seiscientos soles.

Sabía que la muchedumbre había sido convocada para aquel día, pero no había sido capaz de adivinar su tamaño y esplendor. No existen palabras para describir la sensación que me embargó al ver viva de nuevo a Kanuataba, como en los días de mi juventud, cuando mi padre me llevaba sobre sus poderosos hombros por las calzadas elevadas de los mercaderes. Se rumoreaba que Imix Jaguar había hecho un milagro, que daría de comer a las masas con este fabuloso festín, que habría suficiente para alimentarnos hasta la cosecha.

Vi a hombres cargados con grandes ofrendas de especias, madera y jade que se dirigían a la escalinata sur del palacio. También había sal, pimienta y cilantro, combinados con chiles secos, para condimentar la carne de pavo y de ciervo. Hasta mi estómago rugía de hambre. No hay ciervo, pavo o aguti en dos días de viaje a pie, de eso los esclavos están seguros. ¿Habrían saqueado almacenes de carne Imix Jaguar y su poderoso ejército durante su guerra de las estrellas?

El enano real se acercó a mí. Repetiré sus palabras para demostrar de qué maquinaciones era capaz. Habló:

—Si la gente te conociera como yo, y supiera que nunca tocarás a esas chicas, perderías a esas concubinas que has tomado. Tu vida podría acortarse en diez mil soles, y con ella las vidas de esas chicas. De modo que sugiero que nunca más vuelvas a disgustarme.

Jamás en mi vida había experimentado mayor urgencia de derramar la sangre del cuerpo de un hombre y arrancarle el corazón. Deseaba que se produjera algún alboroto en los pasos elevados, lo bastante ruidoso para ahogar los gritos de Jacomo. Le despedazaría y enterraría los trozos en tumbas anónimas.

Antes de que pudiera levantar la mano, un sonido estruendoso atronó en la plaza. Una hilera de cautivos pintados de azul, hasta sumar quince, eran arrastrados hacia los pasos elevados. Cada cautivo iba atado a un palo largo, sujeto por las manos y el cuello al hombre que caminaba delante. Varios hombres tropezaron, después de haber caminado durante varios soles seguidos. Muchos parecían estar ya a las puertas de la muerte.

Los tatuajes del torso demostraban que uno de los prisioneros era de alto rango, y nunca he visto a un noble tan temeroso del sacrificio. Chillaba y se retorcía mientras los captores de Kanuataba le empujaban hacia delante, arrastrando los pies sobre la tierra y levantando polvo por todas partes. A juzgar por la expresión de los captores, sabía que ellos tampoco habían visto nunca nada igual. ¡Qué indignidad! ¡Sólo una enfermedad de la mente podría haber dañado el alma del noble hasta el punto de que no deseara aceptar su sino!

Me abrí paso entre las amas de llaves, sastres y concubinas. La casa del sudor se halla en el último piso, una habitación abovedada en una torre, un lugar sagrado para la adivinación y la comunicación con el otro mundo. Al igual que ocurre con los manjares secretos y otros rituales, solía estar restringida al séquito del rey.

Cuando llegué al baño de la casa del sudor, encontré al rey solo, un acontecimiento que no puedo recordar desde hace mil soles. Tenía la cara demacrada y parecía menos santo que nunca. Ni siquiera había un esclavo o una esposa de rango inferior en la habitación, dispuestos a satisfacer sus necesidades.

El rey habló:

—Te he traído aquí para que veas la creación del gran festín, Paktul, con el fin de que puedas documentarlo en los grandes libros para la posteridad.

Me postré de hinojos al lado de los carbones encendidos, y el calor era insoportable. Pero estar dentro de la casa del sudor se consideraba un gran honor, de modo que no expresé el menor sufrimiento. Hablé:

—Alteza, hemos de documentar el gran festín, sí, pero te pido de nuevo que expliques cómo es posible que los dioses nos hayan bendecido con este festín, pero sin demostrar la menor compasión. Para que pueda documentarlo en los grandes libros como se merece, ¿puedo comprender por qué festejamos hoy, cuando todos los demás días hay hambruna?

El rey tensó la mandíbula. Sus ojos estrábicos miraron más allá de mí, como si intentara controlar su ira. Apretaba con fuerza el cetro real. Cuando terminé, no se levantó ni vociferó. No llamó a los guardias para que me llevaran. Se limitó a contemplar mi mano y señaló mi anillo, el símbolo de los grandes escribas-monos anteriores a mí.

Y habló de nuevo:

—Este anillo que llevas, el anillo del escriba-mono, símbolo de tu rango, ¿crees que es comparable a la corona de los dioses que llevo en la cabeza? No hay nada que desee más que compartir esta carga con mi pueblo y explicar los compromisos a los que llego para conseguir que los dioses estén satisfechos. Esta carga no puede aprenderse en los libros, sólo está al alcance de los que vinieron antes de mí, mis padres, que en otro tiempo gobernaron nuestra ciudad en terrazas. Es una carga difícil de comprender para alguien que lleva un anillo de escriba-mono.

Con esto, el rey se levantó, desnudo como estaba. Pensé que iba a abofetearme, pero se limitó a ordenar que me pusiera en pie. Se ciñó alrededor de la cintura un taparrabos y me ordenó que le siguiera hasta la cocina real.

Se rumorea que no existe nada en el mundo que los cocineros reales no puedan preparar para el rey. Enviarán pinches que viajarán una semana a pie en busca de guayabo o jocote, que crecen sólo en las montañas más altas, o a comerciar con el pueblo de los árboles para conseguir la batata que crece únicamente a la sombra de una única ceiba en invierno.

Seguía su alteza, Imix Jaguar, y vi la multitud de hombres en forma de gran serpiente que desarrollaban su arte y trabajaban para terminar los preparativos del gran festín ceremonial. Cada hombre tenía una misión. Estaban los dedicados a la preparación de salsas y guarniciones, los que añadían grumos de mandioca a las diversas mezclas de pasta de chili, canela, cacao, pimienta. La tarea de guisar se asignaba a otros, que presidían grandes asadores abiertos en todos los rincones de la sala y asaban carnes, antes de introducirlas en los ricos estofados que removían en enormes tinajas situadas en el centro de la cocina.

Atravesamos el tremendo calor de los fuegos de cocción, casi tan asfixiantes como la misma casa del sudor. Sabía que nos dirigíamos al matadero. Cuando llegamos a la puerta, el rey me dedicó una sonrisa de jade.

Habló:

—Escriba inferior, no puede existir mayor adivinación que la que recibí hace veinte lunas, el mandato de Akabalam, que cambiará Kanuataba para siempre y será nuestra salvación. Durante casi un año he consumido esta sangre, y ya es hora de que mi pueblo comparta mi gran fuente de energía. Según mis espías reales, estos rituales han llegado a ser habituales en otras naciones. No sólo entre los nobles, sino también entre las clases más bajas, y así se han alimentado durante muchas lunas.

Le seguí al interior del matadero.

La sangre bañaba el suelo y empapó mis sandalias. Más de dos docenas de cadáveres colgaban, despellejados y decapitados, destripados, vacíos de sangre y despiezados. Los matarifes separaban la carne del hueso, y cada pierna y brazo proporcionaba un corte diferente que iba a parar a una pila de gruesos filetes. Los cocineros del matadero utilizaban hojas de esquisto con el fin de preparar la carne para el guiso, intentando conservar hasta el último precioso corte para el festín. Tardé un momento en asimilar que aquellos apéndices que íbamos a comer eran brazos y piernas de hombres.

Eran cadáveres humanos los que colgaban de los ganchos de carne.

El rey habló:

—Akabalam ha ordenado que debemos comer eso, pues mediante esta carne absorberemos el poder de las almas que habitaban estos cuerpos. Yo y mis adláteres más cercanos hemos conseguido tanta energía gracias a banquetes de carne, tras haber consumido más de veinte hombres en estos últimos trescientos soles. Ahora, Akabalam me ha comunicado que desea concentrar la energía de diez hombres en cada hombre de nuestra gran nación. Las mantis consumen la cabeza de sus machos para sobrevivir. Benditas sean y, al igual que ellas, nosotros consumiremos la carne de nuestra especie.

Y cuando terminó de hablar lo supe: esto no lo había ordenado un dios por un nuevo compromiso de compasión. Esto era algo mucho más terrorífico, que nadie me había enseñado jamás a temer.

Muchas cosas han sucedido en Kanuataba desde la última inscripción, sesenta soles han nacido del color del renacimiento y muerto en la negrura. Akabalam se ha extendido a todos los rincones de la ciudad, al saberse que el rey lo había sancionado en el festín de la gran plaza, cuando Imix Jaguar dio a comer la carne de los nobles de nuestros enemigos a los suyos. Sin lluvia que alimentara las milpas, las ollas de guisar se llenan con la carne de los muertos, ni una sola parte se desperdicia, hasta la última brizna se recupera de los huesos. La única prohibición dictada por el rey fue que ningún hombre debía comer a su hijo o padre, hija o madre, pues los dioses lo habían prohibido. Pero he visto a niños esclavos obligados a preparar comidas sin carne, sólo para ser sacrificados como animales, salteados en aliños de su propio cuerpo.

No he seguido los dictados de Akabalam, ni tampoco he permitido que lo hicieran las hijas de Auxila. Sobrevivimos a base de hojas, raíces y bayas. Mariposa Única y Pluma Ardiente ya se habrían convertido en alimento de las masas si no estuvieran protegidas por mi cargo. Los huérfanos de la ciudad fueron los primeros en ser sacrificados, pero en mi cueva se hallan a salvo. Mi espíritu guacamayo las vigila. Las chicas no salen, tal como se lo he ordenado, pues los salvajes de las calles son muchos y despiadados, y tomarían la vida de cualquier niño con tal de alimentarse.

El rey ha desaparecido en los recovecos del palacio para sumirse en una adivinación real, y sólo Jacomo el enano, la reina y el príncipe están autorizados a visitarle. El consejo fue disuelto. ¡Imix Jaguar proclamó que ningún hombre puede oír la llamada del otro mundo salvo él, y que el consejo estaba lleno de falsos profetas! Jacomo el enano se yergue en la escalinata del palacio cada amanecer. Lee las exigencias del rey y los sacrificios que han de consumarse para complacer a los dioses.

Cada puesta de sol, se llevan a cabo los sacrificios: hombres, mujeres y niños, algunos de ellos nobles, conducidos a lo alto del altar por los verdugos, sus corazones arrancados y los intestinos troceados antes de servir de alimento a las masas.

Pero con cada sacrificio, aumentan las dudas en las calles de Kanuataba sobre el poder de Imix Jaguar. He oído disensiones entre el populacho. Los habitantes viven con el miedo de contarse entre los próximos en ser sacrificados. Susurran que Imix Jaguar ha perdido el contacto con los dioses, que una maldición caída sobre su mente ha confundido sus pensamientos.

¿Y qué poder nos ha dado Akabalam? No ha caído una sola gota de agua en las milpas, ningún indulto enviado desde el otro mundo para alimentar las cosechas que nos mantienen.

¡Cuánto ha cambiado todo, cuánto horror! La muerte nos rodea por todas partes, la ciudad en su abrazo frío y negro. Según el último informe, han muerto más de mil, y muchos más están malditos, a la espera de la muerte. Tenía razón al temer. La maldición de Akabalam ha caído sobre muchos, absorbiendo sus espíritus, imposibilitando que pasen al mundo de los sueños, donde pueden comunicarse con sus dioses.

El número de los malditos está creciendo con cada giro del Sol, maldecidos por sus pecados contra sus semejantes. Las calles rebosan de violencia día y noche, cuando hombres pacíficos se vuelven contra otros, incapaces de invocar sus espíritus en el sueño, luchando por los pocos objetos de valor que quedan en los mercados.

Imix Jaguar y su séquito consumieron la carne de hombres durante muchas lunas en la gracia de los dioses, sin ser maldecidos. Pero sea cual sea el dios que los protegía, ya no lo hace. El rey está maldito, sus nobles están malditos, y Akabalam ha asolado nuestro país y destruido todo.

Akabalam ha convertido a los hombres en monstruos, tal como yo había temido. La hora de los sueños es la hora de la reconciliación pacífica con los dioses, la hora de comunicarse con espíritus animales, la hora de entregarnos a los dioses como hacemos en la muerte. Vero los malditos no pueden soñar, no pueden entregarse a los dioses celestiales o estar en contacto con sus wayobs, que los vigilan.

Ésta es la narración de mi viaje final al gran palacio, donde en otro tiempo arbitraban los hombres del consejo. Llegué de noche, con el pájaro sobre mi hombro, porque era demasiado peligroso para un hombre devoto mostrar la cara a la luz del día en las plazas de la ciudad. Tan sólo me sirvió de guía la luz de la luna.

Fui a por el príncipe, Canción de Humo, mi alumno, con la intención de llevármelo del palacio. Que el niño no esté maldito revela la confusión de Imix Jaguar. Al no dar carne humana a su hijo, reveló grietas en su fe.

Pero Canción de Humo no es el único niño que continuará las historias y la leyenda de la ciudad en terrazas. Pluma Ardiente y Mariposa Única esperaban en mi cueva, desde la que hemos planeado retirarnos a los bosques del lago que mi padre buscó en una ocasión. Como todavía no les he dado permiso, las hijas de Auxila no han comido carne humana bajo mi protección. Viviremos de la tierra, donde estaremos a salvo de los que no sueñan y de los que les siguen a la ruina.

No había estado en el palacio ni visto al rey desde hacía veinte soles, y percibí una extraña falsedad en todo cuanto veía, una extraña sospecha de que este estilo de vida en el palacio y en Kanuataba había terminado, de que las apariencias ya no podían mantenerse. No se veían guardias en ningún sitio, y me encaminé hacia los aposentos reales sin que nadie me lo impidiera.

Como el príncipe estaba ausente de su cuarto, fui a los aposentos del rey. El príncipe habría ido a ver a su padre, lo cual me aterrorizó, porque no creía que el rey le dejara salir del palacio.

Fui a la cámara del rey y entré sin vacilar.

Al entrar, vi al príncipe arrodillado al lado de su padre. Supe entonces que Ah Puch se había llevado el espíritu del rey a la vida de ultratumba, para pasar los ciclos del tiempo en compañía de otros reyes, tal como está ordenado. No surgía aliento de sus labios ni latía su corazón. Tal como le había instruido, Canción de Humo no tocaba el cadáver, sólo agitaba las varillas de incienso alrededor del cuerpo.

Canción de Humo levantó la vista con lágrimas en los ojos.

Entonces oí una voz detrás de nosotros:

—Ésta es la cámara del rey, y de él solo, y tu intromisión no será perdonada, miserable escriba.

Me volví hacia el enano, quien se encontraba a diez pasos de distancia. No se había cortado la barba en muchas lunas.

Hablé:

—Has diseminado mentiras en las calles y seducido al pueblo de Kanuataba con tu lengua, pero no volverá a oír estas mentiras. ¡Sabrá que el rey ha muerto!

—No contarás nada de esto, o informaré de que no has tomado a las hijas de Auxila como verdaderas concubinas, que no has copulado con ellas y, por tanto, no puedes reclamar derechos sobre ellas. ¡Las tomaré para mí, y florecerán y engendrarán mis hijos! ¡Los guardias del rey las tomarán por la fuerza!

Golpeé con mi bastón al enano en la corona de su bulbosa cabeza, le golpeé con el extremo adornado con el jade puntiagudo, y su sangre se derramó. Cayó al suelo, gritando y pidiendo la ayuda del príncipe.

Canción de Humo no se movió.

El enano se lanzó sobre mí y rodeó mi pierna con su mandíbula. El dolor atravesó mi cuerpo como fuego. Le arranqué el ojo con la punta de mi cuchillo de jade, y me soltó. Hundí la punta de jade en su estómago con todas mis fuerzas, y su espíritu se extinguió.

Entonces me volví hacia el príncipe.

—Has de dejarme aquí. Has de recoger a Pluma Ardiente y Mariposa Única y abandonar la ciudad.

Cuando el príncipe oyó esto, me habló con nuevo poder:

—Como supremo Ahau de la ciudad, te ordeno que vengas con nosotros, Paktul. Te nombraré adivinador del lugar al que vayamos. ¡Te lo ordeno como rey!

Pero sabía que los restos de la guardia real me perseguirían. Estarían ansiosos de derramar mi sangre, y no deseaba poner en peligro la vida de los niños. Dije al príncipe:

—Que me honres nombrándome tu adivinador, Canción de Humo, es suficiente premio para mí, suficiente para entrar en el sagrado mundo de los escribas de los cielos. Pero has de abandonarme aquí y ahora, y que Itzamanaj, sagrado dios, te proteja.

Habló:

—Santo maestro, los renunciantes se acercan. ¡Oigo sus gritos! Como nuevo rey, te ordeno que me sigas.

Dije al príncipe:

—Entonces guíame en la dirección de la familia que he perdido, rey, en la dirección de todos mis antecesores.

Sagrado Itzamanaj, que pueda conducirlos hacia la salvación en lo más oculto de los grandes bosques, donde mis antepasados vivieron y vivirán para siempre. Donde podamos adorar a los verdaderos dioses y dar a luz un pueblo nuevo que conduzca al giro del siguiente gran ciclo. Pluma Ardiente será la esposa de Canción de Humo, y la unión bendecirá un nuevo principio, generará una nueva raza de hombres, un nuevo ciclo de tiempo. Sólo puedo soñar con las generaciones que Canción de Humo engendrará con Pluma Ardiente y su hermana, hombres que gobernarán a su pueblo con decencia. Y el pueblo de Kanuataba continuará viviendo.

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