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17 de DICIEMBRE de 2012 » 28

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Chel estaba sola en el vestíbulo del edificio de investigaciones del Getty, contemplando el brillo del sol sobre el óculo de cristal del patio exterior. Durante el solsticio de verano, a mediodía, el sol se alineaba directamente con el óculo, un espejo que reflejaba parte de la arquitectura basada en la astrología de los antiguos. Este era el bastión de la erudición maya, y había logrado convencer al Getty de que valía la pena acogerlo, de que ignorar la civilización más sofisticada del Nuevo Mundo era un crimen histórico.

Resultó que el crimen había sido perpetrado por los propios mayas.

Durante siglos, los conquistadores habían acusado a los indígenas de canibalismo, como prueba de su superioridad moral. Los misioneros explicaban la quema de antiguos textos mayas invocándolo. Los reyes lo utilizaban para reclamar las tierras. Este libelo sangriento no había cesado durante la conquista. Incluso durante la revolución de la infancia de Chel, habían aparecido de nuevo falsas afirmaciones para justificar la explotación de los mayas modernos.

Estaba a punto de entregar a los enemigos de su pueblo la prueba que habían buscado. Los aztecas habían dominado México durante tres siglos en el posclásico, creado arte y arquitectura, y revolucionado las pautas del comercio en toda Mesoamérica. Pero si preguntabas a la mayoría de la gente qué sabía de los aztecas, hablaban sólo del canibalismo y los sacrificios humanos. Ahora dirían lo mismo de los indígenas. Todos los logros de sus antepasados desaparecerían a la sombra de este descubrimiento. No serían otra cosa que un pueblo que adoraba a las mantis religiosas porque comían la cabeza de sus machos. Se convertirían en el pueblo que había sacrificado niños y comido sus restos.

—Ha sucedido durante cientos de miles de años.

Stanton la había seguido hasta el vestíbulo. Se había quedado con ellos en el museo durante las últimas cuarenta y ocho horas, mientras Victor, Rolando y Chel reconstruían la parte final del códice. Ella se sentía agradecida por el detalle. Incluso después de todo lo que habían descubierto, su presencia le resultaba un consuelo.

—Existen pruebas de canibalismo en todas las civilizaciones —dijo Stanton—. En la isla de Papúa Nueva Guinea, en Norteamérica, en el Caribe, Japón, África central, de la época en que todos nuestros antepasados vivían allí. Bolsas de marcadores genéticos en el ADN humano de todo el mundo sugieren que, al principio, todos nuestros antepasados comían cuerpos humanos.

Chel miró hacia el óculo. Las estanterías de la biblioteca se veían abajo, miles de volúmenes raros, dibujos y fotografías de todo el mundo. Cada uno con su propia historia complicada.

—¿Has oído hablar de Atapuerca? —preguntó Stanton.

—¿En España?

—Un yacimiento donde se descubrieron los restos prehumanos más antiguos de Europa. Gran Dolina. Encontraron esqueletos de niños que habían sido devorados. Los antepasados de los conquistadores ya lo hacían mucho antes que los tuyos. Estar lo bastante desesperado para hacer cosas impensables con el fin de alimentar a tu familia es muy humano. Desde el principio de la historia, la gente ha hecho todo lo necesario para sobrevivir.

Media hora después, Stanton estaba sentado con Chel, Rolando y Victor, subidos a los taburetes diseminados por el laboratorio donde habían trabajado sin cesar toda la noche. Intentó asimilar las palabras que el rey había dicho al escriba:

Yo y mis adláteres más cercanos hemos conseguido tanta energía gracias a banquetes de carne, tras haber consumido más de veinte hombres en estos últimos trescientos soles. Ahora, Akabalam me ha comunicado que desea concentrar la energía de diez hombres en cada hombre de nuestra gran nación.

Stanton imaginó la antigua cocina en la que se encontraban. Recordaba de manera siniestra a los mataderos e instalaciones de reciclado que había estado investigando durante una década. La línea que separaba el canibalismo de la enfermedad estaba clara: lo de las vacas locas tuvo lugar porque algunos granjeros alimentaban a sus vacas con sesos de otras vacas. El VFI tuvo lugar porque un rey desesperado alimentó a su pueblo con sesos humanos infectados de priones.

—¿Es posible que hayan sobrevivido tanto tiempo en esa tumba? —preguntó Rolando.

—Los priones pueden sobrevivir milenios —explicó Stanton—. Es posible que estuvieran esperando en esa tumba. Ese lugar era una bomba de relojería.

Que Volcy activó, sin la menor duda. Había entrado en una tumba, removido el polvo, y después se tocó los ojos.

—Paktul sugiere que sólo enfermaron los que comieron carne humana —dijo Victor—. No pensarás que Volcy era caníbal, de modo que ¿cómo se transmitió por el aire el VIF?

—Un prión es proclive a mutar —explicó Stanton—. Nació para cambiar. Después de mil años concentrado en esa tumba, se convirtió en algo diferente, algo incluso más potente.

Buscó otro párrafo en la página.

Imix Jaguar y su séquito consumieron la carne de hombres durante muchas lunas en la gracia de los dioses, sin ser maldecidos. Pero el dios que los protegía ya no lo hace.

Ahora comprendían la génesis de la enfermedad, pero ni siquiera Stanton sabía cómo utilizar esa información. ¿Se hallarían las respuestas en la tumba? Dos días antes, armados con esto, habría intentado convencer al CDC de que autorizara la búsqueda de Kanuataba. Habría llamado a Davies (que ahora volvía a trabajar en el Centro de Priones) y le contaría lo que habían descubierto. Pero el equipo no podía llevar a cabo experimentos utilizando esta información. Stanton pensó en enviar un correo electrónico a Cavanagh, pero incluso aunque ella fuera capaz de superar la ira que sentía contra él, carecían de un lugar exacto al que enviar el equipo. Los guatemaltecos seguirían negando que el VIF provenía de dentro de sus fronteras, de modo que no dejarían entrar así como así a un equipo oficial.

Y según los informativos, el CDC tenía problemas urgentes en casa: la gente estaba escapando de Los Ángeles por tierra, mar y aire, y la cuarentena no aguantaría mucho más tiempo. Descubrir la fuente original no sería la máxima prioridad de Atlanta. Palabras escritas mil años antes no los convencerían.

—Si Paktul y los tres niños fundaron Kiaqix —dijo Rolando—, no comprendo por qué el mito decía el Trío Original. Había cuatro.

—La historia oral no es sacrosanta —dijo Chel—. Hay muchas versiones diferentes, y han sido transmitidas durante muchas generaciones, de modo que no es difícil imaginar que se haya perdido una persona en la traducción.

Stanton estaba escuchando a medias. Algo de los fragmentos que acababa de leer se había grabado en su mente, y volvió a leerlos. En cada párrafo, el rey se mostraba orgulloso de la cantidad de tiempo durante el que sus hombres y él habían comido carne humana, y del poder que les había conferido. Trescientos soles. Durante casi un año, el rey dio de comer al pueblo carne humana, sus hombres y él se dedicaron al canibalismo, y no cabía duda de que habían comido sesos. ¿Por qué no habían enfermado? ¿Los sesos que habían consumido estaban libres por completo de priones?

Stanton lo comentó a los demás.

—Al cabo de un mes de que la carne humana se incorpora al suministro de alimentos del pueblo, todo el mundo, incluidos el rey y sus hombres, enferma.

—¿Qué pasó? —preguntó Ronaldo.

—Algo cambió.

—¿El qué? —preguntó Chel.

—Los ancianos creían que ocurrían cosas malas cuando no se rendía culto a los dioses —explicó Rolando, recordando la afirmación de Paktul de que lo que antes protegía al rey ya no lo hacía—. Muchos indígenas te dirían hoy que la enfermedad fue el resultado de la ira de los dioses.

—Bien, yo te diría que la enfermedad es el resultado de proteínas mutadas —dijo Stanton—. Pero no creo en las coincidencias científicas. El rey y sus hombres debieron comer muchos más sesos durante aquellos dos años que el pueblo llano en un par de semanas, ¿verdad? De pronto, la enfermedad se convirtió en destructiva, y tuvo que existir un motivo.

—Crees que el virus se fortaleció —dijo Chel.

Stanton reflexionó.

—O tal vez los mecanismos de defensa de la gente se debilitaron.

—¿Qué quieres decir?

—Piensa en los pacientes de sida. El virus de la inmunodeficiencia humana debilita el sistema inmunitario y facilita la aparición de la enfermedad.

Victor consultó su reloj. Parecía distante. Stanton se preguntó en qué estaría pensando ese hombre en un momento como aquél.

—De modo que tú crees que algo debilitó las defensas del rey y sus hombres —dijo Rolando—. ¿Sus sistemas inmunitarios sufrieron alguna alteración?

—O quizá fue todo lo contrario —dijo Stanton, mientras asociaba ideas—. Se encuentran en pleno colapso social, ¿verdad? Estaban destruyendo todos sus recursos, quemando sus últimos árboles, agotando las existencias de todo, desde comida a especias, pasando por papel y medicinas. Tal vez algo fortalecía de manera artificial sus mecanismos de defensa, y de repente dejó de hacerlo.

—¿Cómo una especie de vacuna? —preguntó Chel.

—Del mismo modo que la quinina previene la malaria, o la vitamina C previene el escorbuto —dijo Stanton—. Había algo que refrenaba la enfermedad sin que ellos lo supieran. El rey dice que consumió carne humana durante un año y medio sin que la maldición recayera sobre él. Y Paktul cree que es debido a que dejaron de hacer ofrendas a los dioses. Pero ¿y si perdieron o dejaron de consumir lo que los protegía?

—¿Dónde habrían quedado expuestos a esta… protección? —preguntó Victor, volviendo a la conversación.

—Podría ser algo que comían o bebían. Algo con base vegetal, probablemente. La quinina protegía a la gente de la malaria mucho antes de que supieran qué era esta sustancia. Los hongos de penicilina que crecían en la tierra debían prevenir todo tipo de infecciones bacterianas antes de que nadie conociera los antibióticos.

Volvieron a examinar cada palabra de la traducción, escudriñando cada referencia a plantas, árboles, alimentos o bebidas, cualquier cosa que consumieran los mayas antes de que empezara la expansión del canibalismo. Mezclas de cereales para desayunar, alcohol, chocolate, tortillas, pimientos, limas, especias. Buscaron todas las referencias a cualquier cosa utilizada como medicamento. Cualquier cosa que hubiera podido protegerlos.

—Necesitamos muestras de todo esto para analizarlas —dijo Stanton—. Las especies exactas que el pueblo antiguo comía.

—¿De dónde las vamos a sacar? —preguntó Rolando—. Aunque pudieras encontrarlas en el bosque, ¿cómo sabríamos que eran las especies exactas?

—Los arqueólogos han extraído residuos de objetos de cerámica —intervino Chel—. Han encontrado rastros de docenas de especies de plantas diferentes en un solo cuenco.

—¿Dentro de tumbas? —preguntó Stanton.

Victor gruñó para expresar su asentimiento, se levantó y caminó hacia la puerta del laboratorio.

—Perdonad —dijo—. Voy al lavabo.

—Usa el de mi despacho —dijo Chel.

Se fue sin decir palabra, como si no la hubiera oído. Actuaba de una manera extraña. De pronto, una triste posibilidad acudió a la mente de Stanton. Tendría que examinar los ojos del viejo profesor en busca de señales del VIF.

—Hemos de ir allí abajo —dijo Chel.

—¿Dónde exactamente? —preguntó Rolando.

—En dirección contraria al lago Izabal. Desde Kiaqix.

Paktul escribió que guiaría a los niños en la dirección de sus antepasados, hacia un gran lago al lado del mar. El lago Izabal, al este de Guatemala, era el único que encajaba con la descripción en las inmediaciones.

—Si los guió hasta Izabal —continuó Chel—, y terminaron en Kiaqix, hemos de suponer que la ciudad perdida se halla a menos de tres días a pie en dirección contraria.

—Izabal es enorme —dijo Rolando—. Cerca de mil kilómetros cuadrados. La zona que abarque esa trayectoria podría ser enorme.

—Tiene que estar por ahí —dijo Stanton.

La puerta del laboratorio se abrió de nuevo. Era Victor. No venía solo.

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