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19 de DICIEMBRE de 2012 » 31

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Las tierras altas mayas están recorridas de norte a sur por una espina dorsal de volcanes que han continuado activos durante millones de años. Los primeros habitantes de esas tierras adoraban a los volcanes, pero sus potentes erupciones, que podían engullir una tribu entera en un instante, acabaron expulsando a los mayas hacia el sur, hacia el País de los Árboles, como lo llamaban en quiché, Guatemala. Al cabo de cuatro horas de vuelo, mientras el Greyhound C-2 volaba a menos de dos mil pies de altitud, Stanton y Chel contemplaban el dosel verde que daba nombre al país. Uranam, el piloto, estaba utilizando un sistema de radar para buscar las coordenadas adecuadas, pero desde la ventanilla sólo veían colinas boscosas en todas direcciones. Los colores del follaje se oscurecían mientras daban vueltas alrededor del perímetro de la zona, y Chel se sentía preocupada por si no podían localizar Kiaqix antes del anochecer.

Si sus suposiciones eran correctas, Kanuataba tenía que encontrarse entre cien y ciento sesenta kilómetros de distancia de su pueblo, y entre los doscientos treinta y los doscientos treinta y cinco grados sudoeste. Volcy había encontrado la ciudad después de caminar tres días, de modo que la zona total no podía superar los ochocientos kilómetros cuadrados de terreno. Explorarían hasta el último centímetro.

Antes tendrían que encontrar Kiaqix.

—¿Vamos a ver guacamayos? —preguntó Stanton sobre el estruendo del motor.

—Sólo se ven en la estación migratoria —contestó ella, mientras se ajustaba el protector ocular—. El pueblo es un punto de su camino migratorio, y en otoño los hay a miles, pero ahora se han marchado.

Continuó buscando las colinas cubiertas de cipreses que señalarían la cercanía de la pista de aterrizaje del pueblo.

—¡Agárrense! —gritó Uranam.

Cada vez que efectuaban la transición desde las montañas al valle, y viceversa, el avión corcoveaba, y justo en ese momento el ala de babor capturó una corriente y se elevó con brusquedad, de forma que todo el avión temblaba. Durante un momento, dio la sensación de que iba a partirse en dos.

Cuando se enderezó, Chel vio la tierra abajo. Volaban sobre tramos alternativos de bosque espeso y tierras de labranza despejadas, donde el apetito de Estados Unidos por el maíz y el buey había asolado la tierra.

Un minuto después, vio la enorme montaña cubierta de cipreses que lindaba con el valle, donde cincuenta generaciones de sus antepasados habían vivido, rendido culto y criado familias. Señaló a Stanton el valle por el que su padre había dado la vida: Beya Kiaqix.

—Allí.

La estación de las lluvias había ablandado la tierra, pero había media docena de troncos de caoba y cedro, así como ramas grandes, sobre la pista de aterrizaje de Kiaqix. Las ruedas del avión apenas pudieron diseminarlas. Los últimos gajos de luz solar estaban abandonando el bosque, de modo que el terreno era todavía más traicionero. Daba la impresión de que nadie había aterrizado en la pista desde hacía meses.

La última vez que Chel había llegado a Kiaqix, cientos de aldeanos acudieron a la pista para celebrar el regreso de la hija de Alvar Manu, la gran erudita. Una docena de niños de cara redonda sostenían incienso y velas. Tuvo que recordarse que hoy nadie sabía de su llegada.

El avión se detuvo.

Uranam bajó de un salto a toda prisa y abrió las puertas de la bodega, en la parte de atrás. El calor opresivo de la selva los asaltó de inmediato.

Guardaron los trajes herméticos, las tiendas de campaña, las muestras de priones, las jaulas metálicas, los tubos de ensayo y otros objetos de cristal en el jeep, bajaron la tapa y Stanton internó el vehículo en el barro. Cuando estuvieron preparados para efectuar el trayecto de ocho kilómetros hasta Kiaqix, Chel bajó la ventanilla para dejar entrar un poco de aire.

—¿Esperarás aquí? —preguntó a Uranam—. Volveremos dentro de veinticuatro horas.

El miedo invadió el rostro del piloto.

—No —dijo, al tiempo que volvía hacia el avión—. No pienso quedarme.

—Accedió a quedarse —dijo Stanton después de que Chel tradujera—. Ha de hacerlo.

—No sé de qué va todo esto —dijo Uranam—. Pero no quiero saberlo.

Señaló hacia el cielo. Chel se volvió y vio espesas columnas de humo, casi como si hubiera una fábrica en las profundidades de la selva.

—Están quemando rastrojos en vistas a la cosecha del año que viene —explicó Chel, primero a Uranam y después a Stanton—. Eso es todo.

El piloto parecía un hombre muy decidido cuando subió a la cabina.

—No. Esto es otra cosa —dijo, con los ojos clavados en el fuego—. Es obra de los dioses.

Al cabo de un momento, estaba encendiendo el motor.

Después de que el avión se elevara hacia la noche, Stanton intentó tranquilizar a Chel. Cuando encontraran lo que habían ido a buscar, insistió, pensaría una forma de conseguir que alguien los recogiera. Pero ella sabía que sería imposible lograr que un avión fuera a buscarlos pronto, y tenía miedo de que, si el tiempo cambiaba, tal vez tardarían semanas en salir de allí. Después miró las columnas de humo negro y el temor atenazó su garganta. Fuera cual fuera la superstición que había impulsado al piloto a huir, tenía razón en una cosa: nadie estaría quemando campos estando tan avanzada la estación de las lluvias.

De modo que tomaron la carretera de Kiaqix sin tener ni idea de cómo volverían. El jeep llevaba lleno el depósito de gasolina, pero Chel sabía que había ciento sesenta kilómetros, como mínimo, entre ellos y la gasolinera de Esso más cercana. Y, en esta parte del Petén, las carreteras no eran más que rayas en el plano, pues la erosión de las laderas y los corrimientos de tierras las hacían impracticables durante casi todo el año.

Antes de que debieran preocuparse por eso, sin embargo, el plan era quedarse a pasar la noche en Kiaqix, para partir de nuevo al amanecer hacia la selva en dirección contraria al lago Izabal, para así recrear el camino que el Trío Original había tomado, pero a la inversa.

El sendero de ocho kilómetros desde la pista de aterrizaje estaba tan sembrado de surcos que Stanton tenía que ir en primera todo el rato. Caía una fina llovizna. Si bien atravesaban terreno despejado, los sonidos de la selva siempre estaban cerca: los gritos estridentes de los tucanes pico de quilla, y de vez en cuando los monos, que emitían sus chillidos de lobo.

Mientras avanzaban en la oscuridad, Stanton intentaba identificar la escasa vida vegetal, en busca de algo que hubiera protegido al rey y a sus hombres de la enfermedad. Durante el trayecto había estudiado la flora que crecía en esta selva tropical, y reconoció algunos ejemplares por su forma cuando los enfocaban los faros: cedros americanos con sus hojas compuestas que parecían brazos extendidos, enredaderas de vainilla que trepaban a los pequeños troncos delgados de los copales.

—¿Dónde nos quedaremos esta noche? —preguntó a Chel mientras se secaba el sudor de la frente. Nunca había estado tan al sur, y no daba crédito a la muralla de calor que los había recibido al aterrizar.

El calor no era una novedad para Chel, pero con tanta humedad experimentaba la sensación de estar viendo el mundo bajo el agua.

—Tal vez con la madre de mi primo Doromi. O con una de las hermanas de mi padre. Cualquiera nos alojará. Me conocen.

Ninguno de los dos se atrevió a mencionar el hecho de que nadie sabía lo que podían encontrar en Kiaqix. Pero ni siquiera aquellos oscuros temores podían evitar que Chel sintiera algo de la alegría que la embargaba siempre que hacía este trayecto. Kiaqix estaba tan vivo en su memoria como las calles de Los Ángeles: las largas calzadas elevadas, el mercado impregnado de aromas, las hileras de casas de paja, madera y hormigón, como aquella en la que había nacido, y los edificios modernos construidos en fechas más recientes: la iglesia con sus vitrales, la amplia sala de reuniones, la escuela de numerosas aulas.

El centro de asistencia médica de la carretera, para el que ella había contribuido a recaudar dinero, sería su primera parada. El minihospital de veinte camas había sido construido en el límite de Kiaqix una década atrás. Una vez al mes, un médico se desplazaba en avión para administrar vacunas y antibióticos. Por lo demás, estaba al mando de una anciana del pueblo y un chamán que dispensaba remedios tradicionales.

La carretera atravesaba un bosquecillo de caobas. Algunos puntos estaban cubiertos de tallos de maíz verdes. Aunque ahora estaba lloviznando, el Petén había sufrido una sequía terrible. Los aldeanos habían llegado a plantar incluso alrededor de tocones de árboles demasiado grandes para desarraigarlos. Estaban desesperados por conseguir tierra fértil.

El centro médico no tardó en aparecer ante su vista. Los aldeanos lo llamaban ja akjun, «casa del médico» en quiché. A Stanton le pareció más una iglesia mediterránea que un hospital. Columnas de madera apuntalaban un techo blanco, y una escalera de caracol exterior conducía al segundo piso, un toque arquitectónico que sólo podía encontrarse en lugares donde nunca hacía frío.

Se desviaron hacia el edificio. La última vez que Chel había ido allí, las enfermeras se habían precipitado hacia ella, ansiosas por enseñarle los remedios modernos y tradicionales reunidos bajo el mismo techo para tratar heridas de machete, partos complicados y la miríada de enfermedades que formaban parte de la vida de Kiaqix. Ahora no se veía ni un alma. La puerta roja del hospital estaba abierta, y sólo se oían los sonidos de la selva, árboles susurrando al viento y los gritos sobrecogedores de los monos araña.

—¿Preparada? —le preguntó Stanton. Apretó su mano y bajaron del coche. Se paró a sacar dos linternas de su bolsa de utensilios y, con la naturalidad de quien guarda en el bolsillo las llaves del coche, deslizó la Smith & Wesson en el cinto.

En cuanto se pusieron protectores oculares nuevos, avanzaron hacia la puerta abierta.

Enseguida presintieron que algo iba mal. La entrada estaba sumida en la negrura más absoluta. Stanton peinó la sala con la linterna. Se hallaban en la zona clínica. Los cubículos de examen estaban separados por cortinas. Sillas de madera astillada señalaban el lugar donde aguardaban los pacientes. Allí no había vida, y daba la impresión de que así había sido desde hacía mucho tiempo.

In ri’ ali Chel —gritó Chel cuando entraron en la sala a oscuras, y su voz despertó ecos en las paredes—. Umyal ri al Alvar Manu.

Soy Chel, hija de Alvar Manu.

No hubo respuesta.

Doblaron una esquina y entraron en la zona de exploraciones, y sus linternas enfocaron papeles diseminados por el suelo. Sillas volcadas, empapadas en charcos de antiséptico derramado en el suelo. Un contenedor de cerámica estaba roto, y los fragmentos se mezclaban con bolas y palitos de algodón mojados. Moscas del tamaño de monedas de veinticinco centavos zumbaban a su alrededor. El espacio hedía a amoníaco y a algo que podían ser excrementos.

Stanton introdujo la mano en el bolsillo y sacó dos pares de guantes de látex.

—No toques nada con las manos desprotegidas —advirtió a Chel.

Mientras se esforzaba por calzarse los guantes en sus manos sudadas, ella volvió a gritar en quiché que era la hija de Alvar Manu y que había ido a ayudar. Su voz se le antojó débil, pero resonó en la sala vacía.

A medida que se internaban en el edificio, su preocupación aumentó. Estas habitaciones no sólo estaban abandonadas: habían sido destrozadas a propósito. Las camas estaban volcadas y habían arrancado el relleno de los colchones. Había cristales por todas partes. Stanton abrió los armarios y rebuscó en los cajones, en busca de suministros médicos. Alguien se los había llevado casi todos.

Al final del pasillo, Chel abrió las puertas de una pequeña capilla. Apuntó la linterna hacia delante y vio que habían arrancado de encima del púlpito la gran cruz de madera, que había sido reducida a pedazos. La hermosa vidriera estaba hecha trizas en el suelo, y páginas rotas de la Biblia y ejemplares del Popol Vuh se hallaban diseminados sobre los bancos y en los pasillos. Entonces vio un símbolo familiar, y las escasas esperanzas de Chel se desvanecieron:

Oyó que Stanton entraba en la capilla detrás de ella.

—Hasta los indígenas lo creen ahora —susurró ella—. Quizá sea cierto.

Él no dijo nada, pero Chel notó que le apretaba el hombro con la mano. Cuando alzó la suya para cogerla y su guante estableció contacto, notó que la mano no estaba protegida.

Giró en redondo.

—¿Quién eres?

El desconocido no contestó. Era alto. Llevaba una sudadera con capucha, con una mancha de color óxido delante. Y no era maya.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Chel en español.

Ignoraba cómo o por qué había un ladino en el hospital. Las palabras de advertencia de su madre resonaron en sus oídos. Su corazón se aceleró cuando retrocedió.

—Estoy aquí con un médico. ¡Gabe! ¡Gabe! —chilló, pero notó la voz muy débil. No podía respirar.

El ladino saltó sobre ella, le arrancó el protector ocular y tapó su boca con la mano. Ella intentó chillar de nuevo, pero no pudo. Arañó su cara, pero el hombre pasó la otra mano alrededor de su garganta. Sabía lo que podían albergar sus manos y cerró los ojos con todas sus fuerzas. Pero era inútil: estaría muerta mucho antes de enfermar.

Soy Chel Manu, hija de Alvar Manu. Matadme como matasteis a mi padre.

Ese fue su último pensamiento antes de que la pistola disparara.

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