1985

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CAPÍTULO PRIMERO

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CAPÍTULO PRIMERO

S

intió que una fuerza poderosa trataba de juntarle el pecho con la espalda. Boqueó angustiosamente, tratando de inhalar aire para sus pulmones que la mano de un gigante quería aplastar. La nuca le dolió hasta parecerle que se le iba a quebrar el espinazo. Quiso levantar un brazo, pero le resultó imposible. Todo él se sentía incapaz de reaccionar contra aquel misterioso poder, contra los innúmeros tentáculos de aquel invisible pulpo que le estrujaba inmisericordiosamente con su espantoso abrazo.

Rojas manchas de color aparecieron ante sus oprimidas pupilas. El corazón hacía esfuerzos inauditos por bombear la sangre a las arterias. Creyó que alguien estaba utilizando una prensa hidráulica para aplastarle el vientre.

Tantas veces había leído aquellos fenómenos en las novelas futuristas, que de antemano se había sentido ya habituado a ellos. Pero una cosa era leer, pensar o sospechar en lo que podía ocurrirle y otra -y muy diferente- era sentirlo en su propia carne, en sus propios huesos y sangre.

Porque Howard Gregson estaba a bordo de una astronave, la “Around the Moon”, la primera que se enviaba desde la Tierra para circunvalar el satélite, sin aterrizar en él. Era un vuelo exploratorio solamente el que se efectuaba en aquel aparato. Por eso le habían dado el nombre: “Around the Moon”. Alrededor de la Luna. Dar un par de vueltas rodeando el satélite desde unos pocos miles de metros de altura y luego regresar a la Tierra. Después, si aquel vuelo daba resultados satisfactorios -y con esas intenciones se había emprendido- los Estados Unidos enviarían su primera nave sideral a la Luna.

Por ahora tenía que limitarse a explorar, más que el espacio y la superficie del satélite, la nave y sus condiciones de vuelo. Sería un viaje de una docena de días, casi dos semanas en el espacio, la mayor de las aventuras que hasta entonces había corrido persona alguna desde que se iniciara la historia de la humanidad, miles de años atrás.

Los dolores y la opresión cesaron de repente al soltarse el primer cuerpo del cohete. Volvieron apenas un minuto más tarde, cuando el segundo cuerpo inició su combustión. Y esta vez sí que creyó Howard que moría de verdad, mientras su cuerpo era sometido despiadadamente a la acción de dos fuerzas dispares y poderosas: el empuje de los chorros de la nave, oponiéndose al tirón de la gravedad.

Gritó, pero nadie le oyó. O pensó que gritaba, no podía asegurarlo. Quiso revolverse en su litera anti-G, pero pesaban sobre él once gravedades. Incluso en una ocasión creyó sentir que le chasqueaba un hueso.

Finalmente, la “Around the Moon” alcanzó la velocidad de escape, liberándose así de la atracción gravitacional del planeta, y los tormentos cesaron. Howard pudo respirar a pleno pulmón.

Durante unos momentos permaneció aún echado en la litera, tratando de coordinar sus ideas. Se sentía ligero e ingrávido y advirtió que la sangre corría con nuevo empuje por sus venas. Comprendió que era ya un cuerpo sin peso.

Estiró la mano para alcanzar un botón, pero, deshabituado a la falta de gravedad, el brazo le subió más de lo necesario. Después de dos o tres tanteos consiguió pulsar el botón y entonces las correas que le sujetaban a la litera se soltaron automáticamente.

Se puso en pie, pero el esfuerzo resultó un poco violento y se encontró flotando en el aire. Hizo un par de contorsiones sobre sí mismo, mientras reía estúpidamente, con una risa pueril y carente de sentido.

Al fin consiguió agarrarse a un saliente y pudo poner los pies en el suelo. Los discos imantados de las suelas de sus zapatos le mantuvieron en una consoladora postura vertical.

Advirtió, con no poco agrado, que el mareo debido a la falta de costumbre de hallarse en un medio ingrávido era menor que lo que esperaba. Confió en habituarse del todo en un par de días como máximo.

De pronto notó algo raro. El silencio.

Miró en torno a él. No estaba solo. Había una litera junto a la suya y estaba ocupada por su compañero de viaje, Frank Mulligan. Se había decidido que fueran dos en la nave, y él y Mulligan habían sido los elegidos por la suerte, de los numerosos aspirantes entrenados para la expedición. Pero Mulligan no había recobrado aún el sentido.

¿Por qué continuaba desmayado?

Levantando dificultosamente las suelas imantadas, se acercó a la litera. Agarró un brazo de Mulligan y lo sacudió con cierta violencia.

—¡Vamos, Frank! ¡Arriba! ¡Ya estamos en órbita libre! ¡Vamos a echar un vistazo a las estrellas!

Pero Mulligan no le contestó. Howard se inclinó y contempló estupefacto la rara expresión que aparecía en el rostro de su compañero. La palidez de su rostro excepto en los ojos que aparecían completamente enrojecidos, y la boca torcida grotescamente le indicaron que algo grave había sucedido.

—¡Frank! —gritó sin recibir otra respuesta que el silencio más absoluto.

Buscó a tientas la carótida de su compañero. Una sombría expresión apareció en sus facciones. ¡Mulligan estaba muerto!

—¿Cómo es posible? —balbuceó, lívido de espanto—. Era un hombre fuerte, sano... Tiene que estar vivo... ¡Frank, escucha! —gritó, zarandeándole, como si con aquellos movimientos esperase poder resucitarle.

Al agitar el cuerpo de su amigo ocurrió algo horrible que le puso los pelos de punta. La cabeza se levantó, como si fuese a decirle algo y los labios se abrieron. Unas bolas, perfectamente esféricas de un intenso color escarlata, salieron de la boca del muerto, esparciéndose lentamente en torno a él. En un ambiente de gravedad normal, aquellas esferas rojas hubieran sido lo que comúnmente llaman los novelistas «un hilillo de sangre que brotaba de la comisura de los labios...».

Tragó saliva. No, no soñaba ni padecía una pesadilla. Estaba en el espacio, a bordo de una astronave y en la más absoluta soledad, porque no podía llamarse compañía a la vecindad de un muerto.

Súbitamente algo zumbó a su espalda. Se volvió, apartando dificultosamente su vista del yerto cuerpo de su amigo. Vio oscilar una lucecita amarillenta en el teclado del instrumental de control.

Apretó una tecla y la litera se convirtió al instante en un cómodo sillón. Tomó asiento frente al cuadro de mandos y oprimió varios botones. Las antenas de la radio, del radar y del detector de meteoritos salieron al espacio fuera del casco. Luego dio el contacto a la radio.

Lo primero que oyó fue una terrible descarga de estáticos que le ensordeció. Manejó el selector, eliminando los parásitos. Finalmente, una voz humana penetró en la cabina a través del altoparlante.

—Oiga, oiga, “Around”. Aquí Puesto Central de control. “Around”, ¿me oye? Aquí Puesto Central.

—“Around” al habla. Le oigo perfectamente, Puesto Central.

—¿Cómo va eso? —preguntaron ansiosamente—. ¿Ha salido todo bien? Usted es Gregson, ¿verdad? ¿Y Mulligan?

—Tengo malas noticias para ustedes, Puesto Central. Mulligan ha muerto.

Hubo una corta pausa de silencio. Después algo explotó en el altoparlante.

—¡Qué! ¡Mulligan muerto! ¿Lo ha comprobado usted? Gregson, soy el general Lawton. ¿No estará usted bromeando?

—Éstos no son momentos para bromas, general —contestó secamente—. Digo que Mulligan ha dejado de vivir y bien muerto está. Desgraciadamente —añadió.

—Me deja usted frío, Gregson. Pero ¿cómo ha podido ser? Mulligan era un hombre joven y fuerte, tanto o más que usted. ¿No ha mirado bien no se trate de un desmayo pasajero?

—El pulso no le late, general. Estoy completamente seguro de su muerte. Quizá su corazón no lo pudo resistir... aunque también sospecho que se le haya roto la columna vertebral por el cuello en el momento de la máxima aceleración. Yo mismo creí que me lo rompían al acelerar tanto, general.

—Está bien —masculló el que hablaba desde la Tierra—. ¡Qué se le va a hacer! Pero no dejará usted de reconocer que es un contratiempo gravísimo, Gregson.

—En efecto, señor, aunque no veo cómo remediarlo. De todas formas, puedo manejar yo solo el cohete. Lo malo sería tener que aterrizar, pero puesto que solamente he de rodear la Luna, la cosa no resulta ya tan difícil. Ahora solicito instrucciones para ver qué he de hacer con el cadáver.

—Muy bien, Gregson. En cuanto a eso, le contestaremos más tarde. Mi opinión es que debería usted lanzarlo al espacio; sin embargo, ya que Mulligan tenía familia, no debemos hacer nada sin consultar antes con ella. Le informaremos más adelante de nuestras indagaciones en ese sentido. Y ahora, pues que salvo ese desdichado accidente que ya no tiene remedio, y las cosas parecen marchar bien a bordo de la “Around”, dejaré el canal de comunicación a los científicos. Tienen muchas ganas de hablar con usted.

Terminó tres horas más tarde, casi completamente exhausto a consecuencia del despiadado interrogatorio que había sufrido por parte de los científicos del Puesto Central. Sentía la boca seca y tenía los nervios a punto de estallar.

—¡Qué gente! —masculló—. Si hacen esto ahora, ¿qué no harán cuando vuelva?

Se fijó en el cadáver del desdichado Mulligan y se estremeció.

—Si es que vuelvo —se corrigió automáticamente.

Pero ya no podía hacer nada por el desdichado. Ahora se debía a sí mismo y a la ciencia. Tenía que hacer todo lo posible por sobrevivir, y lamentándose de la muerte de su compañero y amigo, no conseguiría nada positivo.

Se levantó del sillón y giró a la izquierda, enfrentándose con un liso panel limpio de instrumentos. Pulsó un botón y una puertecita se abrió, dejando ver una serie de latas y envases, conteniendo concentrados de comida y bebidas. Buscó una botella de plástico cuya etiqueta ponía «agua». Quitó la tapa y quedó al descubierto el extremo de una pajita. Sorbió el líquido, calmando así la sed. Luego abrió una lata en la que había varios departamentos con concentrados de carne, fruta, verduras y galletas. Terminó su primera comida en el espacio con unos sorbos de café contenido en un termo capaz de mantener la temperatura durante cuatro semanas. Finalmente, encendió un cigarrillo, alabando mentalmente la previsión de los proyectistas de la nave, que habían añadido un suplemento de oxígeno para este caso, debido a las exigencias de los psicólogos, quienes habían sostenido la utilidad de que los tripulantes fumasen para combatir el hastío y el nerviosismo que forzosamente se apoderaría de ellos en cuanto llevasen unos días de viaje.

De todas formas, pensó, no era por el oxígeno por lo que debía preocuparse. Tenía para él la “ración” de Mulligan, de modo que podía aguantar en el espacio el doble del tiempo calculado, si las cosas se ponían malas, aunque esperaba que no sucediera.

—Por lo menos, no estarán peor que ahora —dijo, pensando en el pobre Mulligan.

Se distrajo durante un buen rato, comprobando el funcionamiento de los instrumentos. Todo marchaba perfectamente. Por aquel lado, pues, no debía sentir temor alguno, únicamente serían doce días de soledad, que trataría de soportar lo mejor posible. Esperaba que todos los malos ratos quedaran reducidos a eso, a la soledad.

De pronto llamó la radio. Era el general.

—Gregson.

—Sí, señor.

—La familia de Mulligan ha dado consentimiento para que arroje su cuerpo al espacio.

—Lo haré enseguida, general.

—Compruebe inmediatamente no se trata de un desmayo. Ya se lo dije antes.

—El cuerpo está completamente frío, señor. No hay error posible.

—Perfectamente. Hágalo, pues. Y ahora, escuche, tengo que darle una noticia sensacional. Agárrese fuerte.

Howard sonrió.

—Si lo dice porque teme vaya a caerme, le advierto que estoy en un lugar sin gravedad. ¿De qué se trata?

—La Unión Soviética ha lanzado otro cohete, casi al mismo tiempo que nosotros. Nuestros radares detectaron su masa hace unas horas, pero no quisimos decirle nada hasta estar seguros.

—¿Se ha convertido esto en una carrera hacia la Luna? —bromeó el joven.

—Algo por el estilo, Gregson. De todas formas, las observaciones dicen que sus órbitas son casi coincidentes. Es muy probable que tenga usted el aparato ruso a vista de periscopio y pueda apreciarlo así mejor que con los radares.

—¿Cuánto tiempo hace que despegó, señor?

—Nuestros cálculos indican que fue apenas unos minutos después que usted. Pero posee una velocidad ligeramente superior a la de la “Around”, de modo que no tardará en alcanzarle y rebasarle.

Howard meditó unos segundos.

—Se me ocurre una idea, señor.

—Expóngala, Gregson. ¿De qué se trata?

—Verá. Mulligan pesa unos ochenta kilos. Si lo lanzo por la esclusa, tendré así una pequeña reserva de combustible, la cual puedo incrementar, arrojando igualmente su traje espacial y su parte de alimentos y agua. Esto supone casi ciento cincuenta kilos, señor, por lo menos, lo que nos da en conjunto unos doscientos treinta kilos menos de peso total en la astronave.

—Me parece que le entiendo, Gregson, pero no toleraré que se deshaga del agua y de los víveres. Pudiera ocurrirle algo y entonces le sería de mucha utilidad esa reserva de provisiones. Quite solamente los ochenta kilos de Mulligan.

—Bien, señor. Así lo haré.

—Cortamos la comunicación, Gregson. Le llamaremos dentro de cuatro horas. Después de haber lanzado el cuerpo de Mulligan, procure descansar un poco.

—Sí, señor.

Howard pegó en el control de la radio con el dedo índice, permaneciendo luego unos momentos pensativo en la misma posición. Era duro tener que desprenderse así del cuerpo de un amigo, pero no podía conservarlo indefinidamente dentro de la estrecha cabina. Igual hubiera sucedido, se dijo, si el fallecimiento hubiese ocurrido durante un viaje marítimo.

Empezó a vestirse el pesado traje de vacío, un aparato que resultaba inmanejable en la Tierra, donde existía una gravedad normal. Pero allí, sin peso, se manipulaba fácilmente aquel armatoste, aunque, por supuesto, resultaba engorroso embutirse dentro de él.

Ajustó la escafandra, comprobando el suministro de oxígeno. Luego se dirigió a los mandos de ventilación, haciendo absorber el aire de la cámara.

La esclusa de la “Around the Moon” era sencilla. Carecía de compuertas dobles y por tanto de cámara de descompresión. Este papel quedaba reservado a la propia cabina de pilotaje, en la que se debía hacer el vacío para poder salir al espacio. Escrutó los manómetros a través del grueso cristal de cuarzo de la escafandra.

Cuando vio que la presión había descendido a cero, se dirigió hacia la esclusa, no sin antes haberse sujetado al cinturón de la escafandra la cuerda de seguridad. Tenía también las suelas imantadas, pero el espacio no admite bromas sobre este punto. Uno se despega de la nave y si no está atado a ella por el cable de seguridad, es hombre muerto. Sólo vive lo que le dure el oxígeno. Ésta es una de las pocas leyes que no han sido hechas para ser violadas, porque su misma violación lleva implícita la más severa de las penas.

Todo funcionaba a base de botones. Oprimió uno y la puerta de acero empezó a girar lentamente. Algunas hilachas de aire que quedaban escaparon instantáneamente, convertidas en blancos vapores congelados al irrumpir en la cabina el glacial frío del espacio. Gregson quedó en la puerta, fascinado ante el impresionante espectáculo de las estrellas vistas a ojo desnudo.

Pronto reaccionó, sin embargo. Volviendo sobre sus pasos, soltó las correas de seguridad que aún mantenían el cuerpo de Mulligan sobre su litera. La carne se había helado instantáneamente y el cadáver estaba ahora tieso y rígido. Le costó poco sacarlo fuera y lo empujó suavemente.

—Adiós, amigo —murmuró, viendo flotar lentamente el cuerpo en aquel vacío sin gravedad. Años enteros de dura preparación e intenso entrenamiento se convertían de repente en la nada. El primer hombre muerto en el espacio recibía la sepultura adecuada a su muerte: el espacio mismo.

Permaneció unos minutos hasta que el cadáver de Mulligan se hubo fundido con la negra oscuridad que había entre estrella y estrella. Luego, estremeciéndose ligeramente, miró en torno a él. Sí, ¿por qué no dar un paseíto en torno a la astronave?

Salió fuera. Para hacerlo tuvo que ponerse perpendicular al casco, de modo que el hallarse en aquella posición le costó un ligero mareo. Estaba de repente en pie y un segundo más tarde se hallaba tumbado, con respecto a la cabina. Era una situación bien extraña, a fe.

Caminó como un insecto pegado a un tarro de dulce. Subió hasta la afilada punta del cohete, en donde se veían abiertas las trampillas protectoras de las antenas, las cuales sobresalían al exterior. Las examinó con ojo crítico; su estado era bueno.

Apartó la vista hacia otro lado y entonces vio el cohete ruso.

 

 

CAPÍTULO II

E

l cohete ruso estaba, calculó, a unos tres kilómetros o cuatro de distancia, siguiendo una órbita sensiblemente paralela a la suya. Brillaba fríamente bajo la luz de las estrellas y parecía tan inmóvil en el vacío como la “Around the Moon”. Su forma no difería mucho, tampoco, de su nave; bien es verdad que ambos aparatos tenían el mismo objetivo: la conquista del espacio.

Permaneció allí un buen rato, observándolo detenidamente. Calculó su posición, tomando como referencia las estrellas que se veían al otro lado del mismo. Las velocidades parecían ser las mismas. Claro es, se dijo, que una diferencia de pocos kilómetros apenas si podría advertirse. Pero si, habiendo salido unos minutos después que él, ya le había alcanzado, no era aventurado suponer que pronto sería rebasado.

—En términos hípicos —murmuró para sí— no tardaré mucho en verle la grupa a esa montura.

Rehecho de la sorpresa, volvió sobre sus pasos, llegando a la escotilla en pocos momentos. Penetró en el interior de la nave y cerró la compuerta. Puso en funcionamiento el detector de pérdidas, comprobando que la estanqueidad era absoluta. Entonces abrió la llave de paso del aire.

Estuvo mirando el manómetro hasta que vio la presión correspondiente a una atmósfera. Luego se despojó de la escafandra. La colocó en su sitio y llamó a Puesto Central.

No tardaron mucho en contestarle. Entonces informó:

—Tengo el cohete ruso a la vista. —Había hecho ya los correspondientes cálculos y tenía los datos ante sí—. Nuestras velocidades son similares. La distancia entre los dos es de tres mil ochocientos metros exactamente.

—¿Qué aspecto tiene? —le preguntaron.

Howard manejó el periscopio exterior conectado con una pantalla visora. Graduó la aproximación hasta que tuvo la imagen del cohete ruso ocupando la pantalla por completo.

—Es casi igual que el “Around” —declaró—. Si acaso, las aletas estabilizadoras parecen un poco más grandes y la proa más afilada. El resto es idéntico. ¿Tienen alguna noticia oficial de su lanzamiento?

—Sí. El gobierno ruso acaba de darla, pero sin grandes explicaciones. Según la Agencia Tass, está destinado a circunvalar el satélite con fines de exploración. Añade que hay un solo tripulante a bordo, el capitán T. Smarin...

La comunicación se cortó de repente cuando a través del altavoz irrumpió una enfurecida banda de parásitos radiales, haciendo crujir los oídos del joven. Howard maldijo profusamente, haciendo girar los botones del selector hasta eliminar las interferencias.

—Escuche, Puesto Central, ¿qué diablos sucede?

—Ha sido una descarga de estáticos —fue la respuesta—. ¿Sigue el cohete ruso en su sitio?

Howard lanzó una mirada a la pantalla.

—Ahí está ese maldito —gruñó. Miró los instrumentos—: La velocidad se mantiene. Hablando en términos deportivos, estamos codo a codo.

La nave no tenía portillas. Era preciso contemplar el espacio a través de los periscopios exteriores, los cuales estaban conectados con sendas pantallas televisoras, que daban una vista completa de cuanto rodeaba al cohete.

—Tendría que lanzar una descarga con los chorros —dijo—. De lo contrario, acabará por pasarme.

—No lo haga —le respondieron—. Ésta no es una competición atlética, sino un viaje por el espacio. Ya ha muerto uno de ustedes dos; al otro lo queremos vivo, ¿entiende?

—Me sobra el combustible correspondiente a ochenta kilos de peso —se lamentó el joven—. ¿Por qué no emplearlo? Hagan que el grupo de cerebros de Puesto Central calcule cuánto puedo consumir con una o varias descargas para equiparar mi velocidad a la de esa nave.

—Haremos como pide, pero queda denegado formalmente el permiso, Gregson.

—¿Qué harán si piso el acelerador? —rió el joven—. ¿Formarme expediente a mi regreso?

—Déjese de bromas. Le llamaremos dentro de cuatro horas. Descanse hasta entonces.

—O. K. —respondió, desconectando la radio.

Volvió a mirar la pantalla y luego al computador de velocidades, conectado con el radar. Observó complacido que el cohete soviético no había adelantado un milímetro.

—Bueno —dijo—, esto parece que marcha. No sé por qué, pero es así y me alegro mucho.

Prendió fuego a un segundo cigarrillo. Al terminarlo, apagó la luz, dejando sólo una pequeña lamparita de alarma y se tendió en la litera. Se durmió casi de golpe, despertándose cuatro horas más tarde al oír sonar el zumbador de la radio.

Volvió la litera a su posición de sillón y conectó enseguida la comunicación. Puesto Central llamaba de nuevo.

—¿Alguna novedad?

—No, ninguna. Todo marcha perfectamente.

—Bien. Los expertos han estado haciendo cálculos y han dicho que no es necesario que suelte usted los chorros para despegarse del cohete ruso.

—¿Por qué?

—En primer lugar, y esto debe usted saberlo o por lo menos haberlo recordado, una vez se alcanza la velocidad de escape, se viaja por inercia con una velocidad que se reduce uniformemente hasta alcanzar el punto cero de gravedad entre los dos astros. Cualquier nave que se lance en idénticas condiciones, volará siempre a la misma velocidad. El cohete ruso ha podido alcanzarle porque, seguramente, fue disparado con mayor impulso, pero ahora vuela a su misma altura por las razones antedichas.

—Pero la distancia a la Tierra es aún muy corta para que no me haya sobrepasado —objetó el joven—. Tendría que estar delante de mí y lo veo —miró la pantalla—, en el mismo sitio, como quinientos metros detrás de la “Around”. Es cierto que nuestras velocidades deberían haberse equiparado, pero yo tendría que estar ahora detrás y no él. ¿Qué explicación le dan ustedes a ese fenómeno?

—Muy sencilla. Usted ha deslastrado la “Around” cuando ésta todavía conservaba lo que podríamos llamar el ímpetu inicial, antes de navegar por inercia. Esos ochenta kilos de Mulligan, que ahora faltan en el peso global de la nave, son los que han hecho que ésta gane un ligero aumento de velocidad, manteniendo así la delantera sobre la nave rusa.

—Es cierto —murmuró el joven—. No había dado en ello... —Y de nuevo volvieron los parásitos y las descargas interferentes, cortándole de modo absoluto toda comunicación con Puesto Central.

Manejó furioso el selector, sin conseguir esta vez el menor resultado. Colérico e irritado, acabó por cerrar la radio.

Dejó pasar unas cuantas horas, buena parte de cuyo tiempo lo empleó en observar el cohete ruso. Tomó una somera refacción, acompañada de unos sorbos de té esta vez, después de lo cual intentó comunicar nuevamente con Puesto Central.

Consiguió hablar con los de “abajo”. El general Lawton estaba al otro lado del canal de radio.

—Tengo otra noticia para usted —declaró—. En cuanto esté circunvalando la Luna, se encontrará a unos trescientos mil kilómetros del asteroide Hermes...

—¿Hermes? ¿Qué hace ese pedrusco por ahí? —preguntó.

—Parece que está dando su vueltecita habitual en torno a nuestro planeta. Bueno, es una pasada que sucede cada veintiún años[1]. Trate de observarlo con el telescopio y tómele algunas fotografías si puede. Estará en...

Una vez más volvió a interrumpirse la comunicación. Pero esta vez, a la habitual y ensordecedora descarga de parásitos sucedió un profundo pitido que aturdía los tímpanos del joven. Howard intentó reanudar la comunicación vez tras vez, durante un largo periodo de tiempo, hasta que tuvo que desistir de ello.

Bastante irritado, se tendió a dormir de nuevo, haciéndolo durante tres o cuatro horas. Al establecer de nuevo la comunicación, sólo percibió aquel fastidioso pitido, cuya eliminación le resultó de todo punto imposible.

Doce horas más tarde, es decir, cuando ya había transcurrido un día largo desde su partida de la Tierra, el pitido continuaba sin que diese señales de cesar. Howard empezó a jurar y renegar, cayendo en una especie de ataque de locura que le hizo lamentar no tener a su alcance una vajilla completa para desahogarse rompiéndola pieza por pieza.

Veinticuatro horas después, el odioso pitido proseguía. El joven entonces decidió investigar las antenas y, tras equiparse adecuadamente, salió al exterior. Tres horas de intenso trabajo le demostraron concluyentemente que el mal no procedía de sus propios instrumentos, sino de una fuente exterior cuya procedencia ignoraba por el momento.

Miró hacia abajo y hacia su izquierda. El cohete ruso continuaba en el mismo sitio. Al verlo, una súbita sospecha acudió a su mente.

No lo dudó más. Regresó a la cabina y una vez vuelta ésta a la normalidad atmosférica, se sentó ante los mandos de la radio, poniendo ésta en funcionamiento.

El pitido penetró de nuevo en la astronave. Pero cesó en el acto cuando Howard hubo cambiado el selector de ondas. Dedicó un buen rato a recorrer todas las posibles hasta que, de pronto, una voz humana brotó a través del altavoz.

Howard frunció el ceño. Escuchó atentamente durante unos minutos. Aquella voz hablaba en un idioma que él no conocía, pero que, por sus inflexiones y forma peculiar de pronunciación no dudó en calificar como ruso. Debía de ser el capitán Smarin, seguramente, el que estaba hablando con su base.

Encontró algo raro en aquella voz. No le sonaba muy natural. Pero tampoco podía decir qué era. Sin embargo, estaba resuelto a confirmar sus sospechas, y así, graduando el emisor para aquella longitud de onda, entró en contacto con la nave soviética.

—¡Eh, oye, ruso de los demonios! —le llamó, con un absoluto desprecio de las formas. Esperó.

—¿Todos los americanos son iguales de educados que usted? —contestó el piloto de la otra nave. Hablaba el inglés lentamente, con cierta dificultad, pero se hacía entender bien—. ¿Le importaría presentarse primero?

—No, en absoluto. Pero en estos momentos sobran las presentaciones, capitán Smarin.

—Ah, conoce usted mi nombre —dijo el ruso.

—Sí, me lo han comunicado desde “allá abajo”. Sí quiere saber el mío, le diré que soy el teniente coronel Howard Gregson, de la Fuerza Aérea Estadounidense.

—Muy señor mío —contestó el otro burlonamente—. Y ahora que ya nos conocemos, ¿qué es lo que desea de mí?

Howard dijo:

—Solamente saber una cosa. Cuando me lo haya dicho, cortaré la comunicación y entonces puede irse usted al infierno, capitán Smarin.

El ruso contestó:

—Muy bien, señor grosero. ¿De qué se trata?

—Solamente esto: ¿Es usted el que está interfiriendo constantemente mis comunicaciones radiales con la Tierra?

Hubo una corta pausa de silencio. Después llegó la respuesta, lacónica y tajante:

—Sí.

Y acto seguido oyó un seco «¡click!» que indicaba que la comunicación había sido cortada. Howard se quedó estupefacto.

Pero no lo era porque el diálogo hubiese sido interrumpido tan bruscamente, ni tampoco por haber confirmado sus sospechas de que el autor de las interferencias era el piloto ruso, ¡sino porque había averiguado que éste era una mujer!

Se dejó caer en el asiento, falto por completo de respiración.

—¡Madre de Dios! —exclamó, aturdido y fuera de sí—. Ahora comprendo por qué me sonaba tan extraña su voz.

Meditó durante unos segundos.

Rehaciéndose, manipuló frenéticamente en la radio, sin obtener la menor respuesta a sus llamadas, pese a todos los esfuerzos. Al cabo desistió y entonces buscó la longitud de onda de Puesto Central, solamente para encontrarse de nuevo con el maldito pitido.

—¿Por qué? ¿Por qué? —aulló frenético, ciego de cólera. No le importaba ahora la ausencia de comunicaciones, pero si las interferencias continuaban a su regreso, el guiarle por radio sería una cosa problemática, que podía acarrear una catástrofe en el momento del acercamiento a la órbita del planeta o del aterrizaje. Esto sin contar con que no podría transmitir ninguna de sus observaciones, cosa de la cual se aprovecharían indudablemente los rusos.

Trató de serenarse fumando un cigarrillo. Habló consigo mismo, procurando por todos los medios volver a la tranquilidad.

—No te alteres, Ho —así le llamaban sus amigos—. Esto no es ni más ni menos que un episodio de esa condenada «guerra fría». Pero, puesto que ni en el espacio puede hallarse la paz, vamos al menos a ver si sabes combatirle con sus mismas armas a esa rusa.

Inmediatamente se puso a trabajar. Conectó la radio, buscando la longitud de onda de la nave rusa. No tardó en hallarla; el capitán Smarin -¿cómo sería, rubia o morena?- estaba informando a su base.

Entonces manipuló en la radio durante unos momentos. Luego se cruzó de brazos, repantigándose sobre el asiento. Esperó, sonriente.

No tardó mucho en titilar la lámpara de la radio. Conectó la comunicación. La voz del capitán Smarin penetró en la cabina.

—¡Coronel Gregson! —La voz de la rusa sonaba furiosa e irritada y venía por otro canal distinto, libre de parásitos.

Gregson estaba satisfecho.

—Sólo teniente coronel —sonrió el joven—. ¿Le sucede algo, mi querido capitán Smarin?

La muchacha exclamó:

—Deje de interferir mis comunicaciones radiales. Necesito hablar con mi base.

—¿No cree que yo podría pedir lo mismo que usted, capitán? Estamos en paz. Adiós —y cortó bruscamente.

Encendió un cigarrillo, mientras esperaba. No tardó mucho en volver a ver brillar la luz roja en su cuadro de mandos.

—Coronel Gregson —dijo la rusa. Su voz era ahora menos orgullosa.

Gregson interrogó:

—¿Sí, capitán?

La rusa pidió:

—Desconecte el interferidor. Quiero hablar con la Tierra.

Gregson preguntó:

—¿Me promete usted hacer lo mismo con su aparatito?

La rusa vaciló perceptiblemente. Howard se echó a reír.

—Vamos, ¿es que teme usted quebrantar las órdenes recibidas? —rió el joven.

—Está bien —dijo ella al cabo, de mala gana—. Lo haré.

El joven rió.

—Hola, de modo que firmamos un armisticio, ¿eh...?

—Sí —La respuesta salía forzadísima, a juzgar por el tono de la rusa.

—Conforme. Desconectaré el interferidor, pero usted hará lo mismo con el suyo. En el momento en que oiga sonar en mi cabina ese horrendo pitido, suspenderé sus comunicaciones.

La rusa asistió:

—De acuerdo. Hágalo, coronel.

—Gracias, por su empeño en ascenderme. Antes, sin embargo, quiero saber dos cosas. No tema, no creo que se lo hayan prohibido decirlo.

—Bien, bien. Dese prisa. ¿De qué se trata?

—Una, su nombre. ¿Qué significa esa T delante del apellido?

—Tatiana —respondió ella—. ¿Cuál es la otra cosa que quiere saber?

—Tatiana —repitió él—. El nombre es bonito. Me gusta, palabra. ¿Cómo se llama su nave?

—“Oktubrskaia Revolutia”.

—¡Válgame el cielo con estos rusos! Qué manera de estropear las cosas poniéndoles nombres raros. “Revolución de Octubre”. ¿No hubiera quedado más bonito llamándola “Princesa Tatiana” o cosa por el estilo?

—No, y el nombre no se lo he puesto yo, coronel Gregson —dijo ella secamente—. Haga el favor de cortar la interferencia; ya he contestado a lo que quería saber.

—Todavía me he olvidado algunas cosas en el tintero, por favor. Soy terriblemente curioso, ¿sabe?

—Y terriblemente impertinente también —declaró ella exasperada—. Hicimos un acuerdo. Yo cumplí mi parte. ¿Por qué no hace usted lo mismo?

Howard se echó a reír.

—Es que, verá, encuentro la mar de divertido esto de hablar en el espacio con una mujer, a unas cuantas decenas de miles de kilómetros de la Tierra. ¿No le sucede a usted lo mismo, Tatiana? ¿O prefiere que la llame Taty?

—Prefiero que me devuelva la comunicación, señor grosero. Y si no lo hace en el acto, cortaré este canal y no volveré a hablarle más, ¿estamos?

Howard se alarmó.

—Eh, oiga, eso sí que no, Tatiana; no me deje en la estacada. Todavía nos quedan diez días y pico antes de volver a nuestro planeta. ¿No le parece que si charlamos de cuando en cuando nuestro viaje será menos aburrido?

—Quizá —contestó ella con voz poco segura—. Bien, haga esas preguntas ya de una vez. Estoy esperándole.

—Gracias, Tatiana. Oiga, ¿de qué color son sus ojos?

A través de las ondas, Howard pudo escuchar un respingo. Después llegó la contestación.

—Azules.

—¿Y el cabello?

—Rubio. ¿Algo más, señor curioso?

—Le preguntaría los años, Tatiana, pero ya se sabe, las damas no tienen edad. Bueno, voy a cortar la interferencia. ¿Le parece bien que la llame dentro de dos horas?

—Conforme —repuso ella tras ligero titubeo, y cortó.

Entonces Howard buscó la longitud de onda de Puesto Central y trató de ponerse en comunicación con el mismo, pero no lo consiguió.

 

 

CAPÍTULO III

C

oronel Gregson! —la voz de Tatiana Smarin sonaba llena de irritación—. ¡Haga el favor de cortar su interferencia! Se lo pido por centésima vez desde hace casi diez horas.

—Y yo le repito lo mismo desde hace diez horas también: no interfiero sus comunicaciones, en contra de lo que usted me hace. ¿Por qué no se atreve a ser franca y leal y decir de una vez la verdad de las cosas? ¿Es que nuestros convenios han de ser forzosamente unilaterales?

Tatiana calló unos segundos, luego dijo:

—Entonces, si no es usted, no lo comprendo. Mis equipos de radio están en perfecto estado.

Gregson exclamó:

—Lo mismo sucede con los míos. No tengo la menor señal de avería y, sin embargo, no puedo comunicar con la Tierra.

—¿A qué distancia estamos del planeta? Mírelo en sus indicadores, ¿quiere?

—Ciento sesenta y cuatro mil quinientos veintidós kilómetros, Tatiana.

—Correcto —contestó ella con acento que parecía meditabundo. Luego añadió—: ¿No se le ocurre a usted nada para justificar esta común interrupción de nuestras comunicaciones?

—No, en absoluto. La superficie del sol es normal, no hay manchas ni radiación excesiva que pueda producir perturbaciones en las ondas radiales. Podría ocurrir que uno de los equipos de radio estuviese averiado, sin saberlo el que lo maneja, pero los dos, resulta ya excesivo, ¿no cree?

—Por supuesto, coronel.

—Llámeme Ho, Tatiana, como hacen los amigos. ¿No le parece a usted que, en las actuales circunstancias, debemos serlo nosotros?

—Por supuesto, Ho. Y ahora, ¿querría abrirme, si no le importa?

Howard estuvo a punto de caerse de espaldas al escuchar las últimas palabras de la rusa.

—¡Quéee...! —aulló—. ¿Cómo dice? ¡Repítalo, por favor!

Tatiana exclamó:

—Le he pedido que me abra, Ho. Estoy fuera, en el espacio, junto a la compuerta de su cohete. He venido desde el mío usando mi reactor individual.

—¡Madre de Dios! —exclamó el joven aturdido—. ¡Venir hasta aquí! Está bien —dijo, tratando de rehacerse—. Aguarde un momento a que me ponga la escafandra. Mi nave no tiene esclusa, ¿sabe?

—Conforme —contestó ella.

Howard se puso la escafandra a toda velocidad, terriblemente nervioso por el insólito incidente. Después, realizó las operaciones acostumbradas y abrió la escotilla.

Una silueta, grande y pesada, apareció en la puerta, recortándose contra el estrellado telón de fondo del espacio. Tatiana se retorció un poco para entrar -la escotilla no era excesivamente grande- y finalmente acabó por pasar a la cabina.

Entonces, Howard restableció la presión normal, una vez hubo cerrado la compuerta. Se despojó del casco, quedando con el resto de la escafandra.

El traje de vacío ruso era un poco diferente: estaba construido todo en una pieza, de modo que Tatiana salió de su interior de un solo golpe. Lo único que tenía desmontable eran los depósitos de oxígeno y el propulsor individual. Howard la ayudó a despojarse de un traje tan embarazoso y luego se la quedó mirando.

Tatiana era de buena estatura y vestía una especie de traje de punto azul oscuro de una sola pieza, que moldeaba deliciosamente sus formas jóvenes y rotundas. Los ojos, efectivamente, eran azules, y el cabello, de un rubio dorado resplandeciente, lo tenía cortado de una manera casi masculina. Se comprendía; era preciso meter la cabeza dentro del casco y éste no permitía muchos adornos en la cabeza. No era estrictamente una belleza en toda la extensión de la palabra, pero su cara resultaba agradable de mirar.

Ella sonrió, mientras alargaba su mano.

—Me alegro de saludarle, Ho —dijo.

—Yo “sí” que me alegro de conocerla, Tatiana —dijo él sinceramente. Calculó la edad de la muchacha en unos veintisiete o veintiocho años. «Cuatro o cinco menos que yo», se dijo—. Bueno, vamos a tomar un poco de café para celebrarlo.

—Gracias —contestó ella—. Es usted muy amable...

Luego encendieron un cigarrillo y empezaron a hablar del extraño fenómeno que les sucedía, para el cual no encontraron ninguna explicación posible.

—¿Qué haremos, pues, ahora? —exclamó ella, cuando hubieron agotado todas las explicaciones posibles.

—Nada. No hay sino insistir e insistir continuamente, hasta ver si en algún momento podemos hablar con la Tierra. Mientras tanto, no nos queda otro remedio que continuar el viaje. Quizá en el espacio y a esta distancia ocurra algún fenómeno raro que impida la transmisión de las ondas radiales...

—No lo creo —respondió ella—. ¿Y las emisiones radiotelescópicas? ¿Y los contactos por radar con la Luna?

—En el próximo cohete, que envíen especialistas —refunfuñó el joven—. Yo sé montar y desmontar un transmisor, pero si ocurre alguna cosa rara, no la arreglaré. Y si esto no es raro...

—Se me ocurre una idea —dijo ella de pronto.

—Explíquese. ¿Qué es?

—Estoy segura de que Monte Palomar está siguiendo el curso de su nave por el telescopio de doscientas pulgadas. ¿No podríamos instalar fuera un reflector, enfocado hacia los Estados Unidos, y transmitir en Morse lo que nos está ocurriendo? Yo haría lo mismo con el observatorio de Iaman-Tau. Nosotros no los vemos, pero ellos a nosotros sí; los telescopios son lo suficientemente poderosos para captar los destellos de nuestras lámparas.

Howard se frotó la mandíbula.

—Es una empresa un poco peliaguda —dijo—. Las lámparas que tengo yo a bordo no son muy potentes.

—Monte Palomar tiene potencia suficiente para verle encender a usted un cigarrillo —contestó ella tajantemente— Y en Iaman-Tau sucede lo mismo.

—Ése es un observatorio nuevo, ¿eh? —dijo Howard distraídamente.

—Sí —contestó ella—. Lo montaron el año pasado. Está en los Urales meridionales, en la cima del mismo nombre, a 1638 metros de altitud. Su espejo reflector mide —exclamó Tatiana con orgullo— un metro más que el de Monte Palomar.

—Mil seiscientos treinta y ocho metros de altitud —exclamó él meditabundo—. Eso equivale a 5.372 pies... pero no importa ahora. El caso es intentarlo. Sí, es una buena idea, Tatiana.

Ella se puso en pie.

—Volveré inmediatamente a mi nave —dijo—. Mantendremos el enlace por radio. Resulta extraño que podamos hablar entre nosotros, pero no con la Tierra, ¿verdad?

Howard asintió. Luego dijo:

—A propósito, ¿ha sido usted informada de la vecindad del planetoide Hermes?

Ella frunció el ceño.

—¿Hermes? ¿Un planetoide? No, no me han dicho nada. ¿Qué sucede?

—Dentro de unos dos días lo tendremos a trescientos mil kilómetros de distancia. Es un pedrusco de pequeño diámetro, unos diez kilómetros, quizá menos.

—No tiene masa como para influenciar nuestras naves, Ho. No es necesario que nos preocupemos por él.

—De acuerdo. Bien, la ayudaré a vestirse de nuevo.

De pronto, Howard se echó a reír. Ella le miró extrañada.

—¿De qué se ríe? —inquirió.

—De lo que nos está pasando. Si alguien me hubiese dicho que iba a celebrar en el espacio un picnic con una chica tan guapa como usted, me habría reído en sus narices.

Ella se puso encarnada, pero no dijo nada. Terminó de vestirse y entonces lo hizo Howard, refunfuñando acerca de la incomodidad que suponía tener que realizar aquella operación cada vez que se precisaba abrir y cerrar la compuerta.

Una vez se hubo ido la muchacha, Howard volvió al interior, empezando a preparar todo lo necesario para comunicarse visualmente con el planeta. Pero no pudo avanzar mucho tiempo en su labor.

La radio empezó a llamarle inesperadamente.

—¡Howard, Howard!

El joven se alarmó. El acento de la muchacha parecía estar lleno de angustia.

—¡Tatiana! ¿Qué le sucede?

—Un meteorito —contestó ella—. Perforó el casco de la nave y ha destrozado algunos instrumentos y controles, entre ellos, el de cierre de la compuerta. Esto, sin contar con que no puedo establecer la estanqueidad en el interior de mi nave.

—Diablos —masculló él a media voz—. Éste sí que es un contratiempo inesperado. ¿Ha visto el agujero?

—Sí. Mide unos tres centímetros de diámetro. Es demasiado grande para poder cerrarlo sin instrumental adecuado. Además, aunque lo consiguiera, está el problema de la compuerta, Ho. ¿Cómo me las arreglo para permanecer vestida con la escafandra durante todo el tiempo que dure el viaje?

Howard se mordió los labios. Pero no tardó en hallar la solución.

—Véngase para acá —dijo—. Abandone todo e instálese en mi nave.

—¡Abandonar el cohete! —exclamó ella.

—No le queda otro remedio, Tatiana. Como ha dicho antes, le es imposible permanecer en el vacío los diez días que nos quedan de viaje. Intentaremos, en todo caso, reparar la avería, pero siempre queda el recurso de regresar conmigo a la Tierra. —Y como advirtiera las dudas y vacilaciones de la muchacha, añadió—: Usted no tiene la culpa de lo que sucede. Esto es un imponderable contra el cual no cabe recurso alguno.

—Está bien —dijo ella al cabo—. Iré. Si le parece, llevaré una lámpara muy potente que tengo aquí. Me la hicieron traer en previsión de una posible avería en el sistema de comunicaciones radiales.

—Ustedes no dejan nada al azar —se admiró el joven—. ¿Qué potencia tiene esa lámpara?

Tatiana se lo dijo. Howard lanzó un silbido.

—Demonios. Con solamente decir “Hola, Joe”, me va a dejar sin energía. Ustedes los rusos hacen todo a lo grande, ¿eh?

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