1985

1985


CAPÍTULO PRIMERO

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Doce horas más tarde, es decir, cuando ya había transcurrido un día largo desde su partida de la Tierra, el pitido continuaba sin que diese señales de cesar. Howard empezó a jurar y renegar, cayendo en una especie de ataque de locura que le hizo lamentar no tener a su alcance una vajilla completa para desahogarse rompiéndola pieza por pieza.

Veinticuatro horas después, el odioso pitido proseguía. El joven entonces decidió investigar las antenas y, tras equiparse adecuadamente, salió al exterior. Tres horas de intenso trabajo le demostraron concluyentemente que el mal no procedía de sus propios instrumentos, sino de una fuente exterior cuya procedencia ignoraba por el momento.

Miró hacia abajo y hacia su izquierda. El cohete ruso continuaba en el mismo sitio. Al verlo, una súbita sospecha acudió a su mente.

No lo dudó más. Regresó a la cabina y una vez vuelta ésta a la normalidad atmosférica, se sentó ante los mandos de la radio, poniendo ésta en funcionamiento.

El pitido penetró de nuevo en la astronave. Pero cesó en el acto cuando Howard hubo cambiado el selector de ondas. Dedicó un buen rato a recorrer todas las posibles hasta que, de pronto, una voz humana brotó a través del altavoz.

Howard frunció el ceño. Escuchó atentamente durante unos minutos. Aquella voz hablaba en un idioma que él no conocía, pero que, por sus inflexiones y forma peculiar de pronunciación no dudó en calificar como ruso. Debía de ser el capitán Smarin, seguramente, el que estaba hablando con su base.

Encontró algo raro en aquella voz. No le sonaba muy natural. Pero tampoco podía decir qué era. Sin embargo, estaba resuelto a confirmar sus sospechas, y así, graduando el emisor para aquella longitud de onda, entró en contacto con la nave soviética.

—¡Eh, oye, ruso de los demonios! —le llamó, con un absoluto desprecio de las formas. Esperó.

—¿Todos los americanos son iguales de educados que usted? —contestó el piloto de la otra nave. Hablaba el inglés lentamente, con cierta dificultad, pero se hacía entender bien—. ¿Le importaría presentarse primero?

—No, en absoluto. Pero en estos momentos sobran las presentaciones, capitán Smarin.

—Ah, conoce usted mi nombre —dijo el ruso.

—Sí, me lo han comunicado desde “allá abajo”. Sí quiere saber el mío, le diré que soy el teniente coronel Howard Gregson, de la Fuerza Aérea Estadounidense.

—Muy señor mío —contestó el otro burlonamente—. Y ahora que ya nos conocemos, ¿qué es lo que desea de mí?

Howard dijo:

—Solamente saber una cosa. Cuando me lo haya dicho, cortaré la comunicación y entonces puede irse usted al infierno, capitán Smarin.

El ruso contestó:

—Muy bien, señor grosero. ¿De qué se trata?

—Solamente esto: ¿Es usted el que está interfiriendo constantemente mis comunicaciones radiales con la Tierra?

Hubo una corta pausa de silencio. Después llegó la respuesta, lacónica y tajante:

—Sí.

Y acto seguido oyó un seco «¡click!» que indicaba que la comunicación había sido cortada. Howard se quedó estupefacto.

Pero no lo era porque el diálogo hubiese sido interrumpido tan bruscamente, ni tampoco por haber confirmado sus sospechas de que el autor de las interferencias era el piloto ruso, ¡sino porque había averiguado que éste era una mujer!

Se dejó caer en el asiento, falto por completo de respiración.

—¡Madre de Dios! —exclamó, aturdido y fuera de sí—. Ahora comprendo por qué me sonaba tan extraña su voz.

Meditó durante unos segundos.

Rehaciéndose, manipuló frenéticamente en la radio, sin obtener la menor respuesta a sus llamadas, pese a todos los esfuerzos. Al cabo desistió y entonces buscó la longitud de onda de Puesto Central, solamente para encontrarse de nuevo con el maldito pitido.

—¿Por qué? ¿Por qué? —aulló frenético, ciego de cólera. No le importaba ahora la ausencia de comunicaciones, pero si las interferencias continuaban a su regreso, el guiarle por radio sería una cosa problemática, que podía acarrear una catástrofe en el momento del acercamiento a la órbita del planeta o del aterrizaje. Esto sin contar con que no podría transmitir ninguna de sus observaciones, cosa de la cual se aprovecharían indudablemente los rusos.

Trató de serenarse fumando un cigarrillo. Habló consigo mismo, procurando por todos los medios volver a la tranquilidad.

—No te alteres, Ho —así le llamaban sus amigos—. Esto no es ni más ni menos que un episodio de esa condenada «guerra fría». Pero, puesto que ni en el espacio puede hallarse la paz, vamos al menos a ver si sabes combatirle con sus mismas armas a esa rusa.

Inmediatamente se puso a trabajar. Conectó la radio, buscando la longitud de onda de la nave rusa. No tardó en hallarla; el capitán Smarin -¿cómo sería, rubia o morena?- estaba informando a su base.

Entonces manipuló en la radio durante unos momentos. Luego se cruzó de brazos, repantigándose sobre el asiento. Esperó, sonriente.

No tardó mucho en titilar la lámpara de la radio. Conectó la comunicación. La voz del capitán Smarin penetró en la cabina.

—¡Coronel Gregson! —La voz de la rusa sonaba furiosa e irritada y venía por otro canal distinto, libre de parásitos.

Gregson estaba satisfecho.

—Sólo teniente coronel —sonrió el joven—. ¿Le sucede algo, mi querido capitán Smarin?

La muchacha exclamó:

—Deje de interferir mis comunicaciones radiales. Necesito hablar con mi base.

—¿No cree que yo podría pedir lo mismo que usted, capitán? Estamos en paz. Adiós —y cortó bruscamente.

Encendió un cigarrillo, mientras esperaba. No tardó mucho en volver a ver brillar la luz roja en su cuadro de mandos.

—Coronel Gregson —dijo la rusa. Su voz era ahora menos orgullosa.

Gregson interrogó:

—¿Sí, capitán?

La rusa pidió:

—Desconecte el interferidor. Quiero hablar con la Tierra.

Gregson preguntó:

—¿Me promete usted hacer lo mismo con su aparatito?

La rusa vaciló perceptiblemente. Howard se echó a reír.

—Vamos, ¿es que teme usted quebrantar las órdenes recibidas? —rió el joven.

—Está bien —dijo ella al cabo, de mala gana—. Lo haré.

El joven rió.

—Hola, de modo que firmamos un armisticio, ¿eh...?

—Sí —La respuesta salía forzadísima, a juzgar por el tono de la rusa.

—Conforme. Desconectaré el interferidor, pero usted hará lo mismo con el suyo. En el momento en que oiga sonar en mi cabina ese horrendo pitido, suspenderé sus comunicaciones.

La rusa asistió:

—De acuerdo. Hágalo, coronel.

—Gracias, por su empeño en ascenderme. Antes, sin embargo, quiero saber dos cosas. No tema, no creo que se lo hayan prohibido decirlo.

—Bien, bien. Dese prisa. ¿De qué se trata?

—Una, su nombre. ¿Qué significa esa T delante del apellido?

—Tatiana —respondió ella—. ¿Cuál es la otra cosa que quiere saber?

—Tatiana —repitió él—. El nombre es bonito. Me gusta, palabra. ¿Cómo se llama su nave?

—“Oktubrskaia Revolutia”.

—¡Válgame el cielo con estos rusos! Qué manera de estropear las cosas poniéndoles nombres raros. “Revolución de Octubre”. ¿No hubiera quedado más bonito llamándola “Princesa Tatiana” o cosa por el estilo?

—No, y el nombre no se lo he puesto yo, coronel Gregson —dijo ella secamente—. Haga el favor de cortar la interferencia; ya he contestado a lo que quería saber.

—Todavía me he olvidado algunas cosas en el tintero, por favor. Soy terriblemente curioso, ¿sabe?

—Y terriblemente impertinente también —declaró ella exasperada—. Hicimos un acuerdo. Yo cumplí mi parte. ¿Por qué no hace usted lo mismo?

Howard se echó a reír.

—Es que, verá, encuentro la mar de divertido esto de hablar en el espacio con una mujer, a unas cuantas decenas de miles de kilómetros de la Tierra. ¿No le sucede a usted lo mismo, Tatiana? ¿O prefiere que la llame Taty?

—Prefiero que me devuelva la comunicación, señor grosero. Y si no lo hace en el acto, cortaré este canal y no volveré a hablarle más, ¿estamos?

Howard se alarmó.

—Eh, oiga, eso sí que no, Tatiana; no me deje en la estacada. Todavía nos quedan diez días y pico antes de volver a nuestro planeta. ¿No le parece que si charlamos de cuando en cuando nuestro viaje será menos aburrido?

—Quizá —contestó ella con voz poco segura—. Bien, haga esas preguntas ya de una vez. Estoy esperándole.

—Gracias, Tatiana. Oiga, ¿de qué color son sus ojos?

A través de las ondas, Howard pudo escuchar un respingo. Después llegó la contestación.

—Azules.

—¿Y el cabello?

—Rubio. ¿Algo más, señor curioso?

—Le preguntaría los años, Tatiana, pero ya se sabe, las damas no tienen edad. Bueno, voy a cortar la interferencia. ¿Le parece bien que la llame dentro de dos horas?

—Conforme —repuso ella tras ligero titubeo, y cortó.

Entonces Howard buscó la longitud de onda de Puesto Central y trató de ponerse en comunicación con el mismo, pero no lo consiguió.

 

 

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oronel Gregson! —la voz de Tatiana Smarin sonaba llena de irritación—. ¡Haga el favor de cortar su interferencia! Se lo pido por centésima vez desde hace casi diez horas.

—Y yo le repito lo mismo desde hace diez horas también: no interfiero sus comunicaciones, en contra de lo que usted me hace. ¿Por qué no se atreve a ser franca y leal y decir de una vez la verdad de las cosas? ¿Es que nuestros convenios han de ser forzosamente unilaterales?

Tatiana calló unos segundos, luego dijo:

—Entonces, si no es usted, no lo comprendo. Mis equipos de radio están en perfecto estado.

Gregson exclamó:

—Lo mismo sucede con los míos. No tengo la menor señal de avería y, sin embargo, no puedo comunicar con la Tierra.

—¿A qué distancia estamos del planeta? Mírelo en sus indicadores, ¿quiere?

—Ciento sesenta y cuatro mil quinientos veintidós kilómetros, Tatiana.

—Correcto —contestó ella con acento que parecía meditabundo. Luego añadió—: ¿No se le ocurre a usted nada para justificar esta común interrupción de nuestras comunicaciones?

—No, en absoluto. La superficie del sol es normal, no hay manchas ni radiación excesiva que pueda producir perturbaciones en las ondas radiales. Podría ocurrir que uno de los equipos de radio estuviese averiado, sin saberlo el que lo maneja, pero los dos, resulta ya excesivo, ¿no cree?

—Por supuesto, coronel.

—Llámeme Ho, Tatiana, como hacen los amigos. ¿No le parece a usted que, en las actuales circunstancias, debemos serlo nosotros?

—Por supuesto, Ho. Y ahora, ¿querría abrirme, si no le importa?

Howard estuvo a punto de caerse de espaldas al escuchar las últimas palabras de la rusa.

—¡Quéee...! —aulló—. ¿Cómo dice? ¡Repítalo, por favor!

Tatiana exclamó:

—Le he pedido que me abra, Ho. Estoy fuera, en el espacio, junto a la compuerta de su cohete. He venido desde el mío usando mi reactor individual.

—¡Madre de Dios! —exclamó el joven aturdido—. ¡Venir hasta aquí! Está bien —dijo, tratando de rehacerse—. Aguarde un momento a que me ponga la escafandra. Mi nave no tiene esclusa, ¿sabe?

—Conforme —contestó ella.

Howard se puso la escafandra a toda velocidad, terriblemente nervioso por el insólito incidente. Después, realizó las operaciones acostumbradas y abrió la escotilla.

Una silueta, grande y pesada, apareció en la puerta, recortándose contra el estrellado telón de fondo del espacio. Tatiana se retorció un poco para entrar -la escotilla no era excesivamente grande- y finalmente acabó por pasar a la cabina.

Entonces, Howard restableció la presión normal, una vez hubo cerrado la compuerta. Se despojó del casco, quedando con el resto de la escafandra.

El traje de vacío ruso era un poco diferente: estaba construido todo en una pieza, de modo que Tatiana salió de su interior de un solo golpe. Lo único que tenía desmontable eran los depósitos de oxígeno y el propulsor individual. Howard la ayudó a despojarse de un traje tan embarazoso y luego se la quedó mirando.

Tatiana era de buena estatura y vestía una especie de traje de punto azul oscuro de una sola pieza, que moldeaba deliciosamente sus formas jóvenes y rotundas. Los ojos, efectivamente, eran azules, y el cabello, de un rubio dorado resplandeciente, lo tenía cortado de una manera casi masculina. Se comprendía; era preciso meter la cabeza dentro del casco y éste no permitía muchos adornos en la cabeza. No era estrictamente una belleza en toda la extensión de la palabra, pero su cara resultaba agradable de mirar.

Ella sonrió, mientras alargaba su mano.

—Me alegro de saludarle, Ho —dijo.

—Yo “sí” que me alegro de conocerla, Tatiana —dijo él sinceramente. Calculó la edad de la muchacha en unos veintisiete o veintiocho años. «Cuatro o cinco menos que yo», se dijo—. Bueno, vamos a tomar un poco de café para celebrarlo.

—Gracias —contestó ella—. Es usted muy amable...

Luego encendieron un cigarrillo y empezaron a hablar del extraño fenómeno que les sucedía, para el cual no encontraron ninguna explicación posible.

—¿Qué haremos, pues, ahora? —exclamó ella, cuando hubieron agotado todas las explicaciones posibles.

—Nada. No hay sino insistir e insistir continuamente, hasta ver si en algún momento podemos hablar con la Tierra. Mientras tanto, no nos queda otro remedio que continuar el viaje. Quizá en el espacio y a esta distancia ocurra algún fenómeno raro que impida la transmisión de las ondas radiales...

—No lo creo —respondió ella—. ¿Y las emisiones radiotelescópicas? ¿Y los contactos por radar con la Luna?

—En el próximo cohete, que envíen especialistas —refunfuñó el joven—. Yo sé montar y desmontar un transmisor, pero si ocurre alguna cosa rara, no la arreglaré. Y si esto no es raro...

—Se me ocurre una idea —dijo ella de pronto.

—Explíquese. ¿Qué es?

—Estoy segura de que Monte Palomar está siguiendo el curso de su nave por el telescopio de doscientas pulgadas. ¿No podríamos instalar fuera un reflector, enfocado hacia los Estados Unidos, y transmitir en Morse lo que nos está ocurriendo? Yo haría lo mismo con el observatorio de Iaman-Tau. Nosotros no los vemos, pero ellos a nosotros sí; los telescopios son lo suficientemente poderosos para captar los destellos de nuestras lámparas.

Howard se frotó la mandíbula.

—Es una empresa un poco peliaguda —dijo—. Las lámparas que tengo yo a bordo no son muy potentes.

—Monte Palomar tiene potencia suficiente para verle encender a usted un cigarrillo —contestó ella tajantemente— Y en Iaman-Tau sucede lo mismo.

—Ése es un observatorio nuevo, ¿eh? —dijo Howard distraídamente.

—Sí —contestó ella—. Lo montaron el año pasado. Está en los Urales meridionales, en la cima del mismo nombre, a 1638 metros de altitud. Su espejo reflector mide —exclamó Tatiana con orgullo— un metro más que el de Monte Palomar.

—Mil seiscientos treinta y ocho metros de altitud —exclamó él meditabundo—. Eso equivale a 5.372 pies... pero no importa ahora. El caso es intentarlo. Sí, es una buena idea, Tatiana.

Ella se puso en pie.

—Volveré inmediatamente a mi nave —dijo—. Mantendremos el enlace por radio. Resulta extraño que podamos hablar entre nosotros, pero no con la Tierra, ¿verdad?

Howard asintió. Luego dijo:

—A propósito, ¿ha sido usted informada de la vecindad del planetoide Hermes?

Ella frunció el ceño.

—¿Hermes? ¿Un planetoide? No, no me han dicho nada. ¿Qué sucede?

—Dentro de unos dos días lo tendremos a trescientos mil kilómetros de distancia. Es un pedrusco de pequeño diámetro, unos diez kilómetros, quizá menos.

—No tiene masa como para influenciar nuestras naves, Ho. No es necesario que nos preocupemos por él.

—De acuerdo. Bien, la ayudaré a vestirse de nuevo.

De pronto, Howard se echó a reír. Ella le miró extrañada.

—¿De qué se ríe? —inquirió.

—De lo que nos está pasando. Si alguien me hubiese dicho que iba a celebrar en el espacio un picnic con una chica tan guapa como usted, me habría reído en sus narices.

Ella se puso encarnada, pero no dijo nada. Terminó de vestirse y entonces lo hizo Howard, refunfuñando acerca de la incomodidad que suponía tener que realizar aquella operación cada vez que se precisaba abrir y cerrar la compuerta.

Una vez se hubo ido la muchacha, Howard volvió al interior, empezando a preparar todo lo necesario para comunicarse visualmente con el planeta. Pero no pudo avanzar mucho tiempo en su labor.

La radio empezó a llamarle inesperadamente.

—¡Howard, Howard!

El joven se alarmó. El acento de la muchacha parecía estar lleno de angustia.

—¡Tatiana! ¿Qué le sucede?

—Un meteorito —contestó ella—. Perforó el casco de la nave y ha destrozado algunos instrumentos y controles, entre ellos, el de cierre de la compuerta. Esto, sin contar con que no puedo establecer la estanqueidad en el interior de mi nave.

—Diablos —masculló él a media voz—. Éste sí que es un contratiempo inesperado. ¿Ha visto el agujero?

—Sí. Mide unos tres centímetros de diámetro. Es demasiado grande para poder cerrarlo sin instrumental adecuado. Además, aunque lo consiguiera, está el problema de la compuerta, Ho. ¿Cómo me las arreglo para permanecer vestida con la escafandra durante todo el tiempo que dure el viaje?

Howard se mordió los labios. Pero no tardó en hallar la solución.

—Véngase para acá —dijo—. Abandone todo e instálese en mi nave.

—¡Abandonar el cohete! —exclamó ella.

—No le queda otro remedio, Tatiana. Como ha dicho antes, le es imposible permanecer en el vacío los diez días que nos quedan de viaje. Intentaremos, en todo caso, reparar la avería, pero siempre queda el recurso de regresar conmigo a la Tierra. —Y como advirtiera las dudas y vacilaciones de la muchacha, añadió—: Usted no tiene la culpa de lo que sucede. Esto es un imponderable contra el cual no cabe recurso alguno.

—Está bien —dijo ella al cabo—. Iré. Si le parece, llevaré una lámpara muy potente que tengo aquí. Me la hicieron traer en previsión de una posible avería en el sistema de comunicaciones radiales.

—Ustedes no dejan nada al azar —se admiró el joven—. ¿Qué potencia tiene esa lámpara?

Tatiana se lo dijo. Howard lanzó un silbido.

—Demonios. Con solamente decir “Hola, Joe”, me va a dejar sin energía. Ustedes los rusos hacen todo a lo grande, ¿eh?

—Déjese de sarcasmos —suplicó la muchacha—. La situación no es como para echarse a reír.

—Dispense —contestó él, contrito—. Oiga, se me acaba de ocurrir una idea. Puesto que su nave está inservible...

—Sólo momentáneamente, Ho —protestó Tatiana.

—Bueno, da lo mismo. Haga una cosa. Lance unas descargas con los chorros y acérquese a la mía lo más posible. De esta forma podemos utilizar la energía de su cohete, sin detrimento de la del mío, ¿no le parece?

—Es una buena idea, Ho —concordó ella—. Lo haré así. No corte la comunicación, por favor.

—De acuerdo —contestó el joven, conectando los periscopios a las pantallas.

Se sentó ante la mesa de control, observando ansiosamente las maniobras de la nave rusa, al mismo tiempo que se disponía a ejecutar él las necesarias para esquivar un posible encontronazo, por si a Tatiana se le iba la mano en las descargas. Pero no fue así, ya que la muchacha resultó ser un piloto formidable, que acabó situando su cohete a menos de cincuenta metros de la “Around”.

Entonces, Howard, que ya estaba dispuesto, salió a su encuentro, ayudándola a volver a su nave y a transportar la lámpara, cuyo tamaño resultaba enorme. Una vez dentro, discutieron los pormenores de la operación, después de lo cual se dirigieron nuevamente al exterior, con el fin de instalar la lámpara y dirigir potentísimos destellos hacia la Tierra.

—Tendremos que manejarla desde aquí fuera —dijo Tatiana, haciendo las últimas conexiones. El cable que suministraba la corriente a la lámpara flotaba laciamente en el espacio, conectado a la planta de fuerza eléctrica de la “Oktubrskaia Revolutia”.

—No nos faltan ya más que las banderitas de señales —rezongó Howard amargamente—. ¡Bonita situación!

—¿Tan mal se encuentra usted a mi lado? —preguntó ella, picada en su amor propio, reaccionando como toda mujer.

—Oh, no; no es eso —replicó el joven vivamente—. Quería referirme a la interrupción de nuestras comunicaciones radiales. En cuanto vuelva a la Tierra, me van a oír esos presumidos ingenieros, palabra. ¿Y usted?

Ella hizo un gesto ambiguo, que no significaba nada y lo decía todo. Howard sonrió entre dientes y la ayudó a montar el interruptor que haría funcionar la lámpara de modo intermitente.

—Bien —dijo Tatiana cuando todo estuvo terminado—, y ahora enviaremos el primer mensaje hacia la Tierra y quiera Dios que lo recojan. De lo contrario...

—De lo contrario, tendrán que aguardarse hasta nuestro regreso —farfulló el joven.

Tatiana ya no le contestó; estaba muy ocupada emitiendo un mensaje en el que daba cuenta de la situación tan apurada en que se encontraban.

 

 

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l general Lawton estaba paseándose por su despacho dándose a todos los diablos. No sólo habían sufrido graves interferencias las comunicaciones con el cohete, sino que últimamente habían cesado del todo. Desde el último contacto habían transcurrido ya más de diez horas, sin que se supiese nada del único tripulante de la “Around the Moon”.

El general Lawton pensaba furiosamente, tratando de modo imaginativo de hallar las causas de aquel silencio. Pertenecía al Cuerpo de Ingenieros y era un técnico estupendo, de modo que pocas cosas había en mecánica que tuviesen secretos para él. Había revisado en persona las instalaciones transmisoras del cohete y sabía se hallaban en perfecto estado. ¿Por qué, pues, aquel silencio tan tenso y obstinado?

Sonó el zumbador del intercomunicador. Lawton levantó la palanquita.

Preguntó:

—¿Sí? ¿Alguna noticia?

—Nuestro radar continúa manteniendo contacto con la nave, señor.

—¿Qué dice Monte Palomar?

—La tiene en visión, pero nada más.

—Ese... Gregson. Podía hacer alguna señal visual —masculló el general, irritadísimo.

—¿Y cómo, señor? Carece de medios para ello.

—Pues que use la cabeza. ¿Para qué la tiene encima de los hombros?

—Sí, señor —contestó el ayudante, y cortó la comunicación.

Lawton volvió a sus frenéticos paseos. Siguió así durante media hora, al cabo de la cual llamó de nuevo su ayudante.

—Señor, noticias del cohete.

—Hable, pronto —exclamó Lawton ansiosamente.

—Le pasaré a Monte Palomar, señor. El jefe del observatorio desea hablarle personalmente. Por la línea dos, señor.

—Gracias. Pronto, pronto, deme la comunicación.

Lawton cerró el intercomunicador y tomó uno de los numerosos teléfonos que había sobre su mesa.

—General Lawton al habla —dijo.

—John Clarkson, general, de Monte Palomar. Por fin tenemos noticias del cohete.

—¿Sigue vivo todavía Gregson?

—Sí. Verá, general. La comunicación que hemos establecido con el cohete ha sido por medios visuales. Por lo visto, ha instalado una lámpara en el exterior de la nave y transmite en Morse. Dice que los aparatos de radio están perfectamente, pero que no alcanza a comprender por qué no transmiten ni reciben los mensajes de Puesto Central.

—Lo mismo nos sucede a nosotros —gruñó Lawton—. Siga, siga, Clarkson.

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