1985

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CAPÍTULO VI

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—Lo siento —dijo Andro—. Pero era de todo punto necesario que vinieseis hasta nosotros. Deseábamos hablar con vosotros antes de dar el paso definitivo que ha de acercar a las gentes de nuestros planetas... o, por el contrario, alejarnos definitivamente.

Howard miró a la muchacha, mientras se rascaba maquinalmente la mejilla con el pulgar.

—En el primer caso —expresó— no sé cómo podremos ser vuestros mensajeros, porque supongo que nos enviaréis a la Tierra en calidad de tales, ¿no es así? —Andro asintió—. Mi cohete —dijo el joven indignado— está estropeado. ¿Cómo diablos...?

—Ya te he dicho antes que conocemos la astronáutica. Esto no es problema, Howard —afirmó Andro.

—¿Y si vuestro plebiscito o lo que sea que hagáis para determinar vuestra futura norma de conducta con respecto a nosotros fuese desfavorable al establecimiento de relaciones con los terrestres? ¿Qué sucedería entonces?

Era Tatiana la que había hablado. Andro volvió la vista hacia ella.

—Lamentándolo mucho —contestó—, tendríais que quedaros aquí, con nosotros. No hay otra alternativa.

Hubo un momento de silencio, durante el cual los dos jóvenes se miraron mutuamente. Howard sintió que una oleada de sangre le subía al rostro.

Pero no tuvo tiempo de hablar. Súbitamente, uno de los tripulantes llamó a Andro.

Éste volvió la vista y habló brevemente con el individuo. Unos segundos más tarde, el mismo hombre vino con un extraño aparato, que parecía una pantalla de televisión, de forma octogonal y ángulos redondeados, de unos veinticinco centímetros de diámetro. La pantalla estaba conectada por un cable al cuadro de mandos del aparato.

Andro dio media vuelta a un control y al instante la pantalla empezó a emitir una serie de signos cabalísticos de distintas formas y colores, todos ellos muy vivos y brillantes, los cuales aparecían y desaparecían con suma rapidez.

Al terminar la emisión, Andro empezó a pulsar un botón. Nuevamente volvieron a verse aquellos extraños dibujos, contemplados por Howard y Tatiana con tanta extrañeza como admiración. Andro estuvo transmitiendo cosa de un par de minutos, al cabo de cuyo tiempo cerró la comunicación. Hizo una señal con la mano y el mismo soldado se llevó la pantalla.

—He recibido nuevas órdenes con respecto a vosotros —dijo, mirando a la pareja.

Howard enarcó las cejas. Andro continuó:

—La situación en la capital se ha enrarecido un poco. Se ha divulgado la noticia de vuestra llegada y parece ser que se esperan disturbios. He de esconderos mientras se soluciona todo.

—Y luego dirán que nosotros los terrestres somos una banda de energúmenos incivilizados —masculló el joven—. Como dicen en un país que yo conozco, en todas partes se cuecen habas. ¿Qué más, Andro?

—Al parecer, los partidarios del establecimiento de relaciones hemos perdido algo de terreno en los últimos tiempos —contestó Andro—. Por lo tanto, es necesario que se os custodie en un lugar desconocido para todo el mundo, con el fin de salvaguardar vuestra integridad física.

—¿Es que los aislacionistas quieren matarnos? —se alarmó Tatiana.

—Probablemente no, pero si se librase otro nuevo combate, podríais correr grave riesgo y eso es precisamente lo que tratamos de evitar. Si triunfasen los que tú llamas aislacionistas, os retendrían aquí para siempre. En cambio, nosotros les daríamos la oportunidad de viajar a vuestro planeta y ser mensajeros y embajadores de nuestros deseos.

Y dicho esto, Andro desconectó la máquina traductora, poniéndose en pie. Se dirigió hacia el puesto de mando, encargándose personalmente del gobierno de la aeronave.

Howard y Tatiana quedaron sumamente sorprendidos al escuchar las noticias recibidas. Mas antes de que pudieran cambiar entre sí el menor comentario vieron con infinito asombro que el aeroplano describía un rápido semicírculo, tomando una dirección completamente opuesta a la que hasta entonces había llevado.

El avión adquirió aún más velocidad. El aire resbalaba a lo largo del fuselaje, produciendo un agudísimo chillido apenas perceptible, no obstante, en el interior. Pronto estuvieron de nuevo a la vista del mar.

Entonces Andro redujo la velocidad del avión hasta dejarla prácticamente en cero, al mismo tiempo que perdía altura. Howard observó que el descenso se producía cerca de una costa rocosa y escarpada, aunque sin arrecifes ni escollos. Casi antes de que pudieran darse cuenta de lo que sucedía, el avión se posó sobre las lentas olas de aquel mar tan fuertemente azulado.

—Bueno —resopló el joven—, ahora nos convertimos en canoa.

Su frase era inexacta. Apenas posados sobre el mar, el avión empezó a sumergirse.

—¡Eh, oigan! —gritó Howard alarmado—. ¡Que esto se hunde!

En un instante quedaron cubiertas las portillas por el agua. El aeroplano no tardó en ocultarse por completo bajo las aguas y continuó su descenso hasta que la luz del día empezó a debilitarse notablemente.

No obstante, aquellas aguas eran enormemente transparentes y podía verse a través de ellas hasta una distancia que en la Tierra hubiera sido inconcebible. Peces de rarísimos colores y variadas y fantásticas formas, desfilaron ante ellos, contemplándoles con curiosidad.

No tardó mucho en estabilizarse el aparato. Entonces emprendió la navegación a través del agua en dirección a la costa.

Andro agitó una mano, haciéndoles señas de que se acercaran al puesto de mando. Uno de los soldados les desató las ligaduras y entonces Howard y Tatiana se pusieron en pie.

Recorrieron el pasillo en toda su longitud y llegaron a la cabina, de amplios ventanales. Howard calculó que aquellos vidrios debían tener una excepcional resistencia para poder soportar la enorme presión del agua, aun contando con la menor gravedad de Hermes. Sin embargo, pronto hubo algo que atrajo su atención y fue el muro rocoso, casi completamente liso que se abría ante ellos.

Andro manejó un control y una lámpara se encendió en la proa de la aeronave, oscilando según un ritmo determinado. Entonces las aguas empezaron a arremolinarse, haciendo oscilar suavemente el aeroplano.

Howard y Tatiana estaban absortos ante tanta maravilla. Les pareció como si una mano gigantesca apartase las aguas del frente y los lados del avión. Pronto estuvo éste en el centro de una colosal burbuja de aire, en cuyos bordes se divisaban rápidas ondulaciones de la capa líquida.

Mas no habían acabado ahí todas las maravillas. Mientras el avión se mantenía absolutamente inmóvil y suspendido en el centro de la burbuja, un enorme lienzo de la roca se descorrió, dejando ver un negro hueco, cuya profundidad no podía calcularse a simple vista.

El avión empezó a moverse hacia la boca del túnel. En aquel momento, uno de los soldados lanzó un grito, añadiendo tres o cuatro palabras, pronunciadas rápidamente en su idioma.

Andro hizo girar el avión con tal rapidez, que Howard y la muchacha estuvieron a punto de caer al suelo. El aparato quedó dando la cola al túnel. Entonces los ojos asombrados de la pareja divisaron a lo lejos una bola blancuzca que crecía rápidamente de tamaño, al mismo tiempo que parecía acercarse al aparato con grandísima velocidad.

Howard comprendió bien pronto lo que sucedía.

—¡Han arrojado una bomba!

Tatiana se cogió a su brazo, clavándole los dedos en la carne. Los dos jóvenes miraron a lo lejos con ojos desorbitados por el espanto. La bola blanca aumentaba de tamaño rapidísimamente. Era cuestión de segundos que alcanzase a la burbuja, rompiendo sus bordes y arrojando sobre el avión aquella inmensa cantidad de líquido.

Pero entonces los dos jóvenes se sintieron lanzados hacia adelante. Andro había hecho retroceder el avión, metiéndose de cola en el túnel.

Apenas hubieron franqueado los límites del enorme orificio, Andro empezó a manejar el cierre de la esclusa de roca, utilizando nuevamente la lámpara. El tremendo lienzo de piedra empezó a correr hacia el muro opuesto.

En el último instante, la burbuja reventó. Una enorme cantidad de agua fue lanzada hacia delante e irrumpió parcialmente dentro del túnel. Pero el cierre de la esclusa impidió que penetrase más líquido dentro.

Un lejano trueno llegó a oídos de la pareja. La vibración fue tan grande que incluso se percibió en el aparato que permanecía suspendido en el aire. Por un instante, Howard empezó a temer por la seguridad del muro rocoso, pero aunque se produjeron algunas filtraciones de agua, resistió perfectamente.

Andro hizo girar nuevamente el aparato, con mayor suavidad que antes. Encendió dos potentes reflectores instalados en el techo de la cabina y reanudó el vuelo, avanzando lentamente por el túnel, cuyo diámetro era más del doble que la longitud de las alas extendidas del avión.

Así recorrieron unos centenares de metros, al cabo de los cuales Andro hizo que el avión se posase blandamente en el suelo. Se puso en pie y abandonó el puesto de pilotaje, enfrentándose con los terrestres.

Enseguida ordenó que conectasen la máquina traductora.

—Os ruego dispenséis lo que está sucediendo. Debo pediros mil disculpas por lo que me veo obligado a hacer con vosotros, pero espero que con el tiempo lleguéis a comprenderme. Entonces sabréis que todo lo hice por vuestro propio bien en primer lugar y por el de ambos planetas en segundo. Venid conmigo, por favor.

Salieron del avión y siguieron a Andro. Éste caminó una docena de metros, encaminándose hacia el muro en que, aparentemente, concluía el túnel. Uno de los soldados abrió una puerta practicada en la pared y, a una indicación de Andro, Howard y la muchacha franquearon el umbral.

 

 

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staba Howard hecho una furia.

Interrumpiendo sus veloces paseos a lo largo y a lo ancho de la habitación, se detuvo, mirando a Tatiana con aire colérico.

Extendió su dedo índice hacia la muchacha.

—¿Sabes lo que te digo, Tatiana? —barbotó—. Pues que ya estoy más que harto de mi encierro. Tengo ganas de salir de aquí, tengo ganas de respirar aire puro, de pasearme, de bañarme en el mar; quiero conocer a las gentes de este planeta, hablar con ellas, aprender su historia, conocer su civilización...

—¿Y no lo haces aquí? —preguntó la muchacha, indolentemente reclinada sobre un cómodo diván.

Howard soltó un bufido y volvió a sus paseos. Tatiana entonces se puso en pie y se le acercó con aire suplicante, tomándole por un brazo.

—Ho —dijo suavemente.

El joven la miró. Tatiana había cambiado sus ropas de vuelo por una especie de túnica corta, que le llegaba más arriba de las rodillas; los brazos los llevaba también completamente al descubierto. Una cinta escarlata rodeaba sus cabellos, los cuales habían crecido bastante en los dos meses que llevaban encerrados en el túnel submarino. Estaba realmente encantadora, a pesar de no ser una belleza en la total acepción de la palabra y Howard hubo de reconocerlo así, a su pesar.

—Durante todo este tiempo no nos hemos separado —sonrió la muchacha—. Me parece que ello te ha impedido sentir demasiado hastío, ¿verdad?

Howard refunfuñó algo entre dientes. Ella se empinó sobre las puntas de sus livianas sandalias y le besó en una mejilla.

—Ten paciencia —dijo—. Andro vendrá pronto a sacarnos de aquí.

—¿Y cómo? —masculló él—. Nos dejó encerrados y desde entonces se ha olvidado por completo de nosotros. Aquí estamos, abandonados a nuestros propios medios...

—Y con una docena de sus hombres como escolta —objetó la muchacha—. Fíjate, además, que la habitación es amplia. Tenemos varios cuartos para nuestro uso exclusivo; televisión, por medio de la cual estamos al corriente de cuanto sucede en Hermionna, ya que el aparato está conectado, como los demás, a una traductora. Tenemos también infinidad de carretes de hilo microfilm, con su correspondiente proyector, con el cual podemos proyectar películas y obras literarias de este mundo; la comida es sana, abundante y agradable... ¿qué más podemos pedir?

—Salir de aquí —gruñó él hoscamente—. Hace dos meses que Andro nos dejó, prometiendo volver y ¡hasta ahora nada! ¿Te parece a ti que eso es una manera correcta de obrar y de comportarse con nosotros?

—El ambiente político de Hermes está muy enrarecido —declaró la muchacha—. Tú mismo has podido ver que se han producido motines y algaradas en las calles de la capital.

Howard soltó una agria risita.

—¡Y todo por dos extraños, que somos tú y yo! Si esto ocurriese a la inversa, es decir, en nuestro planeta, habría bofetadas por entablar relaciones con los herme... hermi... bueno, ¡como se llamen los habitantes de este condenado mundo! —terminó por explotar el joven.

Tatiana sonrió suavemente, al mismo tiempo que le acariciaba una mejilla.

—Sé paciente, querido —dijo—. Tengo la esperanza de que esta situación no puede ya prolongarse mucho. ¿Quién podrá decir lo mismo que tú, Ho? El primer hombre de la Tierra que entabló relaciones con los habitantes de un mundo extraño. Y en este tiempo, entre otras muchas cosas, has podido aprender ya su idioma de modo que apenas si necesitas la traductora. Espero que si un día volvemos a la Tierra, nos nombren sus embajadores. ¿Te das cuenta del éxito que esto supondría para nosotros dos, eh?

Howard meneó la cabeza con aire sombrío.

—¡La Tierra! —murmuró—. Mi planeta tiene muchos defectos, pero he nacido allí y lo quiero. Llevamos dos meses; ya nos habrán dado por muertos.

—¿Tienes familia que te espere? —preguntó la muchacha.

—No. Es decir, sí, unos tíos lejanos...

Tatiana se echó a reír.

—Y tan lejanos. Bueno, no te echarán mucho de menos. Yo tampoco tengo familia. Por tanto, nadie nos llorará. —Le abrazó apasionadamente—. Te quiero, Howard, te quiero. Tú eres ahora mi única familia y no sé qué sería de mí si llegases a faltarme.

Howard desarrugó por fin el ceño y se inclinó sobre la muchacha. Los labios de ambos se unieron en un fuerte beso.

Así permanecieron unos momentos. Después, ella se separó al mismo tiempo que decía:

—Es ya la hora del noticiario. Escuchemos las novedades del día.

Howard asintió. El aparato de televisión estaba empotrado en una de las paredes de la estancia, sobria y elegantemente amueblada. Dio media vuelta al contacto y la pantalla se iluminó de inmediato.

Un hombre de agradable aspecto apareció en la pantalla. Los dos jóvenes se sentaron frente a la misma, con los auriculares puestos sobre los oídos.

—... y se espera que pasado mañana —decía el locutor— se reúna el Gran Rectorado del planeta para decidir de una vez sobre tan candente cuestión. Los dos extranjeros siguen escondidos en algún lugar ignorado, cosa que ha motivado los más dispares comentarios entre los habitantes de nuestro mundo, además de numerosos desórdenes y alborotos que en los últimos días han logrado ser sofocados por completo. A pesar de todo, y aunque en los primeros días los aislacionistas celosamente mantenedores de las gloriosas tradiciones de nuestro planeta, parecía que iban a triunfar, poco a poco han ido perdiendo terreno, no sólo en el ánimo de nuestros conciudadanos, sino en el de los componentes del Gran Rectorado, la mayoría de los cuales parece se inclina por el establecimiento de relaciones con los habitantes de ese enorme planeta, al que sus moradores llaman Tierra...

Tatiana palmoteó gozosa.

—Triunfamos, triunfamos —exclamó—. Andro se está saliendo con la suya. —Abrazó fuertemente a Howard y le besó en un lado de la cara—. ¿Lo ves? Pronto seremos libres, podremos viajar por este planeta, aprender todo lo que tienen que enseñarnos y, finalmente, ¡regresar a la Tierra!

—¿En qué nave? —preguntó él sombríamente.

Tatiana exclamó:

—¿Y tú me lo preguntas? Andro dijo que conocían los secretos de la astronáutica. No es aventurado, pues, suponer que...

La muchacha se interrumpió de pronto. Un ruido extraño acababa de sonar en el exterior.

Los dos jóvenes se incorporaron rápidamente, volviendo la cabeza hacia la puerta de la estancia. Un rumor de lucha llegó hasta sus oídos.

—¡Ho! —gritó ella, alarmada—. ¿Qué sucede?

Sonó algo muy parecido a una detonación. Alguien emitió un horrendo grito de agonía. El ruido de un cuerpo al desplomarse en el suelo llegó distintamente hasta sus tímpanos.

La puerta se estremeció rudamente con el choque de un cuerpo humano. Más gritos y estampidos volvieron a oírse. Algo atravesó el paño de la puerta, abriendo en ella un boquete del tamaño de un puño.

—¡Échate al suelo! —gritó el joven, al mismo tiempo que agarraba con las manos una banqueta.

Bruscamente, la puerta se abrió con terrible violencia. Dos cuerpos fueron proyectados al interior. Uno de los soldados quedó instantáneamente exánime en el suelo, vomitando gran cantidad de sangre por la boca. El otro se sentó y empegó a disparar su extraño fusil, por cuyo cañón brotaban brillantes llamaradas verdosas, acompañadas de sordas detonaciones.

Al otro lado había también alguien que disparaba. Un proyectil alcanzó de lleno la cabeza del soldado, deshaciéndosela literalmente en un repugnante estallido de sangre, huesos y masa encefálica. Tatiana sintió unas náuseas terribles al presenciar el horrendo espectáculo que se había desarrollado a dos metros apenas de distancia.

Franqueado el último obstáculo, los asaltantes irrumpieron en la estancia. Eran media docena, encabezados todos ellos por un gigantón de casi dos metros de altura y ojos feroces, el cual les miró con aire irritado.

El gigante movió el brazo, enseñando perentoriamente la salida. Howard se inclinó, ayudando a que Tatiana se incorporase.

—Ven —dijo—, no temas.

La muchacha procuró dominar valerosamente el miedo que sentía. Apoyándose en el brazo de Howard, echó a andar.

Salieron de la habitación, cruzando unos pasillos hasta llegar a la puerta que daba al túnel, franqueándola igualmente. Entonces, los ojos del joven descubrieron un aeroplano posado en el suelo, idéntico al que había sido utilizado para traerles allí.

Howard no pudo contenerse y se enfrentó con el gigante.

—¿Qué es lo que queréis de nosotros? —preguntó—. ¿Adónde nos lleváis?

—Pronto lo veréis —contestó el gigante con gesto venenoso.

—¿Te has dado cuenta de que estamos aquí contra nuestra voluntad, de que no deseamos inmiscuirnos en vuestras luchas internas y de que, en fin, deseamos volver cuanto antes a nuestro planeta?

—Lo sé perfectamente —contestó el otro—. Pero también sé que, consciente o inconscientemente, sois la causa de nuestras luchas y disensiones, y debéis ser eliminados para que vuelva la paz a nuestro planeta. Y basta ya de charla.

El gigante hizo una seña y cuatro individuos fornidos se arrojaron a una sobre la pareja, sujetándolos antes de que pudieran oponer la menor resistencia. Howard chilló y vociferó, pero de nada le sirvieron sus esfuerzos. En unión de Tatiana fue arrastrado hasta el avión, en uno de cuyos asientos quedó sólidamente amarrado.

El aparato se elevó del suelo, volando lentamente hacia la salida. El gigante maniobró exactamente igual que Andro, aunque, desde luego, en sentido diametralmente opuesto, y unos minutos después se hallaban en la superficie de las aguas.

A través de las lucernas, Howard pudo ver otros dos aparatos flotando a corta distancia del suyo. Unos instantes más tarde, el terceto de aviones emprendía el vuelo raudamente, con dirección desconocida.

Navegaron durante varias horas, siempre por encima del mar. En una ocasión pasaron por encima de una inmensa extensión de hielo, lo que dijo al joven que aquel debía ser uno de los polos del pequeño planeta. Más tarde, el hielo dejó nuevamente paso al mar libre y al fin apareció la costa.

El terreno empezó siendo muy irregular y accidentado. Salvaron una elevada cadena de montañas, que corría paralela y próxima a la costa, y luego una enorme extensión de tierra amarilla y desolada apareció ante sus ojos.

El avión comenzó a descender. Howard creyó comprender las intenciones de aquel individuo que les había raptado.

Mientras el aparato giraba en espiral perdiendo altura, el gigante se les acercó.

—Lo siento —manifestó—, pero hemos de abandonaros ahí.

Howard frunció el ceño.

—No acabo de entenderte, grandullón —dijo—. ¿Por qué no nos has matado allí mismo, en la habitación submarina?

—Necesitamos dar un escarmiento a los expansionistas. Mataros allí habría sido demasiado fácil y sencillo. Abandonados en ese desierto, podréis meditar acerca de los inconvenientes que tiene el obrar contra nuestra tradición de aislamiento en el sistema solar.

Howard comprendió que se hallaba ante un peligroso fanático, en cuyo cerebro no cabían razonamientos opuestos a sus ideas sustentadas con tanta tenacidad. No obstante, trató de realizar un último esfuerzo.

—Nosotros no vinimos aquí por nuestra propia voluntad —declaró—. Fuisteis vosotros, es decir, Andro y sus amigos, los que atrajeron nuestra nave hasta Hermion. ¿Por qué hemos de pagar culpas ajenas?

—Con vuestra muerte, Andro y sus compinches desistirán de obrar igualmente en la próxima ocasión.

«Próxima ocasión», se fijó Howard en aquellas dos palabras, especialmente subrayadas por el gigante. ¿Qué había querido decir con esa frase de oscuro significado?

Pero ya no recibió más respuestas a sus repetidas interrogantes. El individuo volvió al puesto de pilotaje, haciendo aterrizar el avión con su habilidad.

Desde su asiento, Howard contempló la infinita desolación de aquella llanura que se extendía infinita en cualquier dirección a que se dirigiese la vista. Se estremeció al pensar en los horribles sufrimientos que padecerían por la sed y el hambre antes de morir. La imagen de una Tatiana depauperada y enflaquecida por las privaciones acudió de inmediato a su cerebro y una cólera sorda, pero terrible, anegó su corazón, haciéndose el firme propósito de no rendirse sin luchar.

Aguardó, crispando las manos en torno a los brazos del sillón. El avión no tardó mucho en tomar tierra.

Entonces, uno de los soldados abrió la escotilla y saltó fuera, seguido por dos de sus compañeros. En el interior quedó el gigante con otros dos esbirros.

Uno de éstos se inclinó sobre el joven para soltarle las correas. Howard contuvo el aliento, disponiéndose a actuar. Si iba a morir, prefería hacerlo de un rápido y misericordioso disparo, antes que sufrir largamente por el hambre y la sed.

En cuanto sintió las correas flojas, asió por ambos brazos al soldado, obrando rápidamente y por sorpresa. Tiró del individuo hacia sí con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza.

Su frontal chocó contra las narices del individuo, haciéndole prorrumpir en un alarido de dolor. Howard repitió el golpe, sintiendo infinita satisfacción al sentir el crujido de unos cartílagos. El esbirro se desplomó al suelo sin sentido.

—¡Qué! —aulló el gigante, abalanzándose sobre el joven.

Mas ya no había fuerza humana que pudiese contenerle. Distendiendo los músculos de sus piernas, se arrojó contra el gigante, al mismo tiempo que abría los brazos.

Nuevamente utilizó su cabeza como improvisado ariete, alcanzando al gigante bajo la mandíbula. Crujió la quijada siniestramente y el hombre se derrumbó convertido en una masa inerte.

En aquel momento sonó un grito.

—¡Cuidado, Ho!

Era Tatiana, aún ligada a su sillón, la que le advertía de un nuevo ataque de su tercer antagonista. El esbirro tenía en sus manos un fusil de ancha boca con el cual apuntaba directamente al joven.

Howard se vio perdido. Aún contando con el sexto de gravedad de Hermes, la distancia era excesiva para intentar una reacción que le llevase hasta su enemigo. Éste pareció comprender los pensamientos del joven y sonrió torcidamente, mientras se llevaba al hombro la culata del arma.

Pero entonces surgió providencial el pie de la muchacha. Tatiana hizo un supremo esfuerzo y golpeó al esbirro en el costado, haciéndole trastabillar y perder el equilibrio. El individuo fue tropezando hasta el lado opuesto, viéndose obligado a soltar el fusil para agarrarse con ambas manos a uno de los sillones, para no caer al suelo.

Howard no le dejó recuperarse.

—Gracias, muchacha —gritó, en tanto se arrojaba sobre el arma caída en el suelo.

El soldado quiso recogerla también, pero llegó una décima de segundo más tarde que Howard. Éste vio que no tendría tiempo de disparar el fusil, pero se dijo que también había otros medios de utilizarlo. En consecuencia, levantó rapidísimamente las manos, con lo que el cañón del arma fue a estrellarse contra el rostro del esbirro.

Sin embargo, todavía no podían considerarse libres. Mientras el individuo se derrumbaba, Howard saltó hacia adelante. Todavía quedaban tres en el exterior, los cuales, atraídos por el rumor de la lucha, regresaban al aeroplano.

El joven se plantó en la puerta con el fusil en las manos.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Atrás o disparo!

Uno de los esbirros del gigante levantó su fusil. Howard presionó el disparador.

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