1985

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CAPÍTULO VI

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Lo que ocurrió entonces le dejó boquiabierto. Aquel fusil era un arma de manejo completamente desconocido para él y en lugar de salir un proyectil como esperaba, lo que hizo fue soltar una terrible descarga que despedazó literalmente al individuo, convirtiéndolo en un instante en una lluvia de sangrientos fragmentos de carne y huesos que se esparció de modo repugnante por el suelo del desierto.

Howard no aguardó a pensar mucho sobre la extraña forma de actuar de aquel fusil. Lo volvió hacia los otros dos supervivientes, pero ante su infinito asombro -y alivio- vio que éstos levantaban los brazos al cielo.

«Las cosas hay que machacarlas en caliente», pensó. Y acto seguido levantó la voz:

—Vamos, entrad en el aeroplano y limpiadlo de estorbos inmediatamente.

Amedrentados por su actitud, los dos supervivientes penetraron en el interior del aparato, celosamente vigilados por Howard, y extrajeron de él los inconscientes cuerpos del gigante y sus esbirros. Una vez libre de sus captores, Howard les ordenó se alejasen a suficiente distancia del avión como para no temer reacción alguna.

Entonces cerró la puerta y corrió hacia el puesto de pilotaje.

—¿Qué vas a hacer? —gritó la muchacha desde su asiento.

—Largarme de aquí, naturalmente —contestó Howard, manipulando en los controles del aparato, después de desatar a la muchacha.

—Pero ¿ya sabes pilotar este avión?

—Me he fijado un poco en las dos veces que hemos viajado en él y debes recordar que, además de astronauta, soy también piloto de aeronaves terrestres. Creo que podremos despegar...

—¿Estás seguro de ello? —inquirió la muchacha con un tono extraño de voz que hizo a Howard volver la cabeza.

Tatiana señaló hacia arriba con el dedo índice apuntando fuera de la ventanilla.

Howard se estremeció.

Se había olvidado de los dos aviones de escolta, los cuales, advertidos al parecer de lo que había ocurrido en el suelo, picaban velozmente hacia ellos.

 

 

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o tuvo tiempo de empuñar los mandos. Algo relampagueó muy cerca del avión, sacudiéndolo con terrible estrépito. Crujidos de metal desgarrado sonaron en los oídos del joven, en tanto que veía una nube espesa de humo alzarse del lugar donde había sonado la explosión.

Un segundo estallido sonó en el lado opuesto al anterior, pero aún más cerca del avión, que volvió a estremecerse horriblemente. A continuación, los dos jóvenes pudieron escuchar el chillido de los aeroplanos atacantes, los cuales se elevaban raudamente en el aire para lanzarse rápidamente a un nuevo asalto.

Se puso en pie y tomó el fusil.

—Tatiana —gritó—, vámonos de aquí o de lo contrario nos matarán.

La muchacha asintió sin hacer la menor objeción. Abrieron la portezuela y saltaron fuera.

Una vez en el exterior, Howard miró hacia arriba. Los aviones aislacionistas estaban trepando todavía en busca de la altura necesaria para poder lanzar una segunda descarga con todas las probabilidades a su favor.

—Corramos —dijo tomando de la mano a la muchacha.

Se alejaron del ya semidestruido avión, corriendo a toda la velocidad posible.

Al pasar, entrevieron los cuerpos destrozados del gigante y de sus compañeros, los cuales, desgraciadamente para ellos, habían permanecido demasiado cerca de las explosiones. Pero aquellos individuos habían querido matarles y Howard no sintió la menor compasión.

En la mano llevaba el fusil que arrebatara a uno de los guardias. Los otros dos supervivientes también corrían desesperadamente, pero en dirección diametralmente opuesta. De pronto, ella lanzó un grito.

Dijo:

—¡Cuidado, Ho, ahí vuelven!

El joven se detuvo. Volvió la vista.

—Tiéndete en el suelo —ordenó. Empuñó el fusil con mano firme, dispuesto a defender caras sus vidas.

Uno de los dos aparatos picó hacia el que se hallaba averiado en el suelo, destruyéndolo con una certera descarga. Los trozos del aeroplano volaron en todas direcciones.

El otro cargó contra ellos. Bajó a toda velocidad. Howard se vio perdido, pero no quiso morir sin antes vender cara su vida. Levantó el arma y, apuntando a la aeronave, presionó el disparador todo cuanto pudo.

Apenas si oyó el ruido ni pudo ver nada que no fueran los verdosos fogonazos del extraño fusil. Pero, de pronto, la onda expansiva de una poderosa explosión le derribó por tierra.

Sacudió la cabeza, tratando de recuperarse. Cuando, al fin, pudo enfocar de nuevo sus pupilas, sólo pudo ver una nube de humo negro en el lugar donde antes había estado el avión atacante.

El otro ya no se molestó en disparar más contra ellos. Dio un par de vueltas en círculo, a buena altura, temiendo sin duda la reacción de los que se hallaban en el suelo, y luego se alejó hacia el mar.

Un hondo silencio sucedió al estruendo anterior. Sentados como estaban, Howard y Tatiana se abrazaron estrechamente, permaneciendo así unos segundos. Eran felices; al menos, habían salido con bien de aquel duro trance.

Pero muy pronto se impuso la realidad de las cosas. Era preciso hallar un medio de salir de aquel desierto que no parecía tener límites.

Howard ayudó a la muchacha a ponerse en pie. Después celebraron un consejo de guerra.

—Creo —dijo él—, que no nos conviene marchar en la misma dirección que hemos traído. Acabaríamos en el mar y la navegación no parece ser el fuerte de estos tipos. Por otra parte, está el polo y con las ropas que llevamos no podríamos sobrevivir al frío.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo ella. Señaló a los dos individuos, cuyas siluetas apenas eran ya perceptibles—. Esos tipos no vuelven por donde vinieron. Seguramente conocen algún medio de evadirse o salir del desierto. Sería conveniente que los siguiéramos; de este modo, ellos podrían conducirnos a zona habitada, ¿no te parece?

—No tengo nada que oponer, cariño —dijo Howard—. Hagámoslo como has dicho.

De pronto, se fijó en una cosa.

—¿No te has dado cuenta de que la temperatura no es tan alta como cuando llegamos, Tatiana?

Ella asintió, al mismo tiempo que volvía el rostro hacia el sol que ya empezaba a descender por el horizonte. Lo vieron de un tamaño mucho menor que el que le correspondía ya que, aproximadamente, hubiera debido presentar el mismo que contemplado desde la Tierra.

—Estamos ahora muy lejos del Sol —dijo ella—. Ten en cuenta que Hermes describe una órbita muy excéntrica y que si en su perigeo solar mantiene, aproximadamente, la misma distancia que la Tierra, en el apogeo debe alcanzar, en vez de ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, que es la medida de la Tierra al Sol, acaso tres o cuatro veces más.

Howard lanzó un prolongado silbido.

—¡Seiscientos millones de kilómetros! —dijo—. ¡Menudos inviernos deben pasar aquí estos tipos!

—Sin duda debimos llegar aquí a finales del verano. Recuerda que cuando partimos de nuestro planeta, en el hemisferio norte estábamos a principios de septiembre.

—Es cierto —concordó él. Se echó el fusil al hombro y la tomó por el brazo—. Bueno, ¿qué tal si echásemos a andar detrás de esos granujas?

Caminaron hasta que la luz del sol se hubo ocultado por completo. El frío descendió sobre el suelo de Hermes de tal manera, que los dos creyeron morir congelados durante la noche. Su estado era pésimo al nacer el nuevo día, tanto por las horas que llevaban sin ingerir el menor alimento, como por el espantoso frío que habían pasado durante la noche.

Reemprendieron el camino, ateridos y debilitados. Howard empezó a pensar con terror en lo que les sucedería solamente después de cuarenta y ocho horas -había podido darse cuenta de que el día de Hermes era más o menos como el de la Tierra.

* * *

Tres días más tarde, Tatiana se dejó caer en el suelo, incapaz de seguir dando un paso.

Howard se arrodilló a su lado. Ella le miró con ojos implorantes.

—No me dejes pasar otra noche tan terrible querido —murmuró con voz apenas audible—. Tienes un fusil; úsalo contra mí.

Howard la estrechó entre sus brazos, procurando infundirle un poco del calor de su propio cuerpo.

—Todavía estás viva, querida —dijo—. Solo haré tal cosa... si viera absolutamente que no hay otro remedio. Sigamos.

Pero ella se negó a dar un solo paso. Entonces, Howard tiró el rifle a un lado e inclinándose, la tomó entre sus brazos. Reanudó la marcha, pero no había dado media docena de pasos, cuando de pronto, un sonido familiar llegó a sus oídos.

Se volvió. Media docena de aviones avanzaba raudamente hacia ellos, cubriendo una amplísima extensión de terreno. Los aeroplanos parecían estar entregados a una frenética búsqueda por el inmenso desierto.

Howard dejó a la muchacha en el suelo y empezó a agitar los brazos frenéticamente. Uno de los aviones perdió altura y velocidad, dirigiéndose directamente hacia él.

—¡Gracias, Dios mío, gracias! —dijo el joven fervorosamente.

Y no le extrañó en lo más mínimo, cuando el aparato se hubo posado sobre el suelo, ver salir a Andro por la portezuela.

Andro corrió hacia él y le abrazó efusivamente.

—¡Amigos! —exclamó—. ¡Cuánto lo siento! Fue... algo horrible cuando me enteré de lo que os había sucedido. Desde entonces os hemos estado buscando por todas partes. Ya creíamos haber perdido la esperanza.

—Afortunadamente, aún vivimos —sonrió Howard—. Pero Tatiana está muy débil.

—La llevaremos al avión. Allí tenemos de todo cuanto necesita para que se reponga satisfactoriamente.

Howard tomó nuevamente a la muchacha en sus brazos, transportándola hasta el avión con infinita suavidad. Una vez dentro, un individuo que tenía todo el aspecto de un médico, se dedicó a cuidar a la muchacha.

Howard comió y bebió a su entera satisfacción, sintiendo que recuperaba rápidamente sus fuerzas. Tatiana recobró rápidamente sus colores y le sonrió cariñosamente.

Mientras el avión volaba con rumbo desconocido para ellos, Howard asaeteó a peguntas a Andro. Éste no tenía muy buenas noticias que darle.

—Los rectores del planeta han aplazado el debate sobre el establecimiento de relaciones con la Tierra hasta dentro de diez meses.

Howard respingó:

—¿Por qué tanto tiempo?

—Porque es la fecha en que Hermion volverá a situarse, como cada año, en el perigeo terrestre; esto es, a setecientos mil kilómetros de distancia de vuestro planeta, éste será el momento adecuado para que volváis a la Tierra, sabiendo si podéis regresar o no a Hermes. De todas formas, desde aquí puedo garantizaros el viaje.

Howard asintió, sumamente pensativo.

—Claro —dijo. De pronto, preguntó—: Andro, supón que una vez que volvamos a la Tierra denunciamos vuestra existencia. Si la votación resulta adversa al establecimiento de relaciones, ¿cómo podríais impedir que enviásemos astronaves en ruta hacia Hermion?

Andro sonrió imperceptiblemente.

—Desde tiempo inmemorial estamos pasando muy cerca de la Tierra. Vuestros astrónomos no han sabido descubrirnos hasta ahora, merced a la envoltura gaseosa del planeta. Nunca podrían localizarnos vuestras naves, si nosotros no lo quisiéramos.

—Está bien —contestó el joven—. Será preciso tomarlo con filosofía. Pero —añadió vivamente— espero no aparezcan tipos como ése que quería dejarnos morir de hambre y sed.

—Aquello —respondió Andro, grandemente apesadumbrado— fue cosa de un grupo de exaltados, condenados por los de su mismo partido. No temáis, nadie os causará ya el menor daño. Se os acepta como huéspedes nuestros y podréis ir libremente donde más os antoje, en espera únicamente de la decisión que adopte el Gran Rectorado poco antes de finalizar el año de vuestra estancia en Hermion.

—¿Y cómo volveremos a la Tierra? —inquirió Howard.

Andro sonrió imperceptiblemente.

—Confía en mí —dijo—. Ciertamente, no os faltarán medios para hacerlo.

* * *

Tatiana se repuso prestamente de las penalidades sufridas en el desierto. Era joven y de naturaleza robusta y pronto desaparecieron de su rostro las huellas de sus sufrimientos.

Después de aquello, poco más les quedaba por hacer. Alojados en un sencillo pero bien decorado edificio, como huéspedes preferidos de Hermion y su gobierno, bien pronto se comportaron como un par de ciudadanos más de aquel planeta, cuyo idioma hablaban ya con soltura al poco tiempo de hallarse en Hermionna.

Admiraron las ciudades del planeta, grandes, amplias y bien cuidadas, recorriendo los puntos más pintorescos de Hermes. Fueron unos meses de intenso aprendizaje, durante los que conocieron la gigantesca civilización de aquel mundo tan pequeño y tan adelantado al mismo tiempo. Hicieron muchos amigos y entablaron gran cantidad de relaciones, de tal modo, que cuando llegó el momento de la partida, sólo el recuerdo de que volver a la Tierra era considerado por ellos como un deber, les impidió quedarse allí a vivir definitivamente.

El sombrío invierno de Hermes transcurrió lentamente. Para la defensa del frío, cuando el sol alcanzaba muy cerca de los seiscientos millones de kilómetros de distancia, las ciudades quedaban cubiertas con grandes cúpulas que proporcionaban un clima artificial a las gentes que vivían bajo ellas.

Al fin llegó la hora del debate tan largamente esperado. Éste se celebró en sesión secreta, de modo que Howard y Tatiana no pudieron enterarse de nada hasta que, como delegado de los Rectores de Hermes, Andro compareció ante ellos.

Las noticias que Andro traía no podían ser más sorprendentes.

—El Gran Rectorado ha decidido dejaros en libertad de acción —manifestó.

—¡Cómo! ¿Qué significa eso? —exclamó Howard incrédulo—. ¿Quieres explicarte, por favor?

—No puedo ser muy explícito —contestó Andro—; lo tengo prohibido. Lo único cierto es que tenéis permiso para volver a la Tierra y comunicar vuestro descubrimiento... o callarlo, según sea vuestro deseo.

—Encuentro un poco raro todo esto —exclamó Tatiana.

Andro dijo:

—Lo siento; es todo lo más que puedo deciros. Únicamente os haré resaltar la decisión de los Rectores, que es dejar en vuestras manos el establecimiento de relaciones entre las gentes de ambos planetas.

—Sí que confían en nosotros —comentó Howard, todavía no repuesto de la sorpresa.

Andro sonrió imperceptiblemente.

—Os hemos estado observando durante todo este tiempo —dijo—. Sabemos que, naturalmente, tenéis defectos, como todo ser humano, pero vuestras virtudes superan bastante a aquéllos. Sin poder añadir una sola palabra, puedo adelantar desde aquí que obraréis de la forma más conveniente para ambos mundos.

Cuando se hubieron quedado solos, Howard y Tatiana se miraron. La muchacha dijo:

—¿Qué habrá querido decir con esas palabras, Ho?

Él se encogió de hombros, al mismo tiempo que la atraía hacia sí. Dijo:

—No lo sé, ni me importa, Para mí lo único interesante en este mundo eres tú, y después, a mucha distancia, nuestro regreso a la Tierra. Teniendo ambas cosas garantizadas, ¿qué más puedo pedir?

Ella suspiró, al tiempo que apoyaba su cabeza en el pecho del amado.

Exclamó:

—Sí, tienes razón. ¿Qué más puede pedirse para ser feliz?

* * *

Al descender del avión, Howard parpadeó, deslumbrado.

No creía lo que veía.

—¡Dios mío! —murmuró—. No, esto no puede ser posible. Tatiana, pellízcame, dime que no sueño, pégame un golpe, haz lo que quieras; pero, por favor, despiértame.

La muchacha se echó a reír. Andro, a su lado, también reía.

El asombro de Howard tenía justificación. Su nave, la “Around the Moon”, se erguía en el mismo lugar en que aterrizaron, nueva, flamante, reluciente su casco liso y pulido bajo los rayos del sol que brillaba flamígero en lo alto del cielo, sobre sus cabezas.

Howard se volvió hacia su amigo con la emoción reflejada en su rostro.

—Andro, Andro —exclamó—. ¿Cómo habéis hecho esto?

Andro sonrió:

—Tenemos expertos —contestó el nativo llanamente—. Ellos fueron los que repararon la nave, poniéndola en perfecto estado de funcionamiento. Ahora la tenéis como si acabara de salir de vuestros astilleros astronáuticos... con algunas ligeras modificaciones.

Howard se extrañó.

—¿Modificaciones? —exclamó el joven—. Yo la veo igual.

Andro explicó:

—Quiero referirme a sus mecanismos interiores. En primer lugar, os hemos cambiado, parcialmente, los motores y bombas, de modo que puedan consumir nuestro carburante. De éste os hemos puesto una provisión suficiente para ir y volver hasta los límites del sistema solar sin necesidad de repostar en ningún planeta.

—¡Qué bárbaros! —exclamó Howard pintorescamente, sin poder contenerse—. ¿Qué clase de carburante es ése que usáis?

El nativo hizo un gesto vago.

—Llevaría demasiado tiempo explicártelo y puede que aún así no lo comprendieses —contestó Andro—. Lo único que te diré es que toda su energía es aprovechada íntegramente por los propulsores de la nave, en contraposición con vuestros sistemas de impulsión, que desperdician demasiado. Esto es lo que, con la misma cantidad y volumen, permite alcanzar tan largas distancias. Y la Tierra no está tan lejos, que yo sepa.

Howard Gregson miró oblicuamente a su interlocutor.

—Tú quieres que volvamos —dijo con cierto tonillo acusador.

Andro sonrió.

—Eso queda de vuestra cuenta, como el establecimiento de las relaciones entre los mundos de ambos planetas. Sois vosotros los que decidiréis acerca de ambos extremos, aunque —añadió—, en confianza, diré que espero hagáis lo primero.

—¿Quiere eso decir —preguntó la muchacha, también grandemente intrigada—, que habremos de regresar a Hermion sin decir nada acerca de vosotros?

Dijo:

—Así lo espero.

Tatiana preguntó:

—¿Por qué?

Andro dijo:

—Si os dijese las causas, quizá me tacharíais de visionario, embaucador, mentiroso y quizás un montón de cosas más. Prefiero que lo hagáis por vuestra cuenta. Apresuraos, la hora de la partida está ya cercana —concluyó Andro.

Al pie de la escalerilla de acceso a la nave, Andro les hizo todavía una última recomendación.

—Se me olvidaba deciros una cosa. Tendré siempre hombres de guardia ante nuestros detectores. Hemos instalado en vuestra nave un potente transmisor de radiotelevisión que os permitirá entrar en contacto conmigo si resolvéis volver a Hermion. Pero no lo uséis si pensáis quedaros en vuestro planeta.

Estrechó las manos de la pareja.

—Adiós —dijo, evidentemente conmovido, y dando media vuelta se separó de la nave.

Una vez en sus literas, Tatiana preguntó:

—¿Qué habrá querido decir con esas frases tan enigmáticas, Ho?

El joven se encogió ligeramente de hombros con indiferencia.

—Quizá —contestó— lo averigüemos dentro de cinco días.

Y así fue.

 

 

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l débil resplandor de las estrellas no era suficiente para despejar las intensas tinieblas que reinaban aquella noche sobre la Selva Nacional de Shoshone, en el estado de Montana.

El guarda forestal que se hallaba de servicio vio a lo lejos una luz que descendía hacia el suelo. Enfocó sus potentes prismáticos hacia aquel punto, pero la luz había desaparecido ya. El forestal se encogió de hombros, pensando para sus adentros que lo que acababa de ver era una estrella fugaz, como había visto caer millares de ellas en sus muchos años de profesión. Luego dirigió sus gemelos hacia otro punto, olvidado instantáneamente del incidente.

A unos veinte kilómetros de distancia de aquel lugar, Howard abrió la escotilla del cohete y empezó a respirar a pleno pulmón.

—Aire de la Tierra, querida, aire de la Tierra —repetía una y otra vez.

Ella se le acercó, apoyando una mano en su hombro. Ambos se sentían pesados y lentos, desacostumbrados a la gravedad de la Tierra, después de haber permanecido un año entero en un planeta tan ligero como Hermes.

—Es maravilloso estar nuevamente en casa —dijo ella—. Pero ¿por qué no habrán contestado a nuestras llamadas? —preguntó.

—Habrán creído que se trataba de un bromista —respondió él—. Sin embargo, no tardarán en reconocer su error cuando nos hayan visto.

—Éste no es el punto donde debías aterrizar a tu regreso del viaje circunlunar, Ho —objetó la muchacha.

—No me señalaron lugar de aterrizaje, sino la manera de hacerlo sin romperme la crisma. Y esto, me parece, se ha conseguido, ¿no crees?

Ella asintió. De pronto, algo chasqueó a sus espaldas.

Se volvieron. Tatiana exclamó:

—¡Ho, hay indicios de radiactividad en esta zona!

El joven se acercó al contador Geiger y lo examinó unos segundos.

—Es muy débil —dijo—. Quizás haya un yacimiento de uranio no lejos de aquí. En todo caso, no debemos preocuparnos de otra cosa que de reponer nuestras fuerzas antes de emprender la marcha. No conozco la región, pero es casi seguro que tardaremos bastante antes de encontrar una carretera.

La carretera que encontraron al amanecer siguiente estaba desierta, cosa que extrañó no poco a Howard, acostumbrado al intenso tráfico rodado de los caminos de su país. Pero lo que más le extrañó todavía fue ver los baches y grietas que se habían producido en el asfalto, en muchos de los cuales crecía la hierba pródigamente.

—¿Qué es esto? —murmuró, asombrado.

A derecha e izquierda, la cinta gris del asfalto cauchutado de la autorruta se extendía rectamente, sin el menor signo de vida en ambos sentidos.

Tatiana sintió que un helado escalofrío le recorría la espalda. Un terrible presentimiento asaltó su espíritu, pero se abstuvo de manifestarlo.

Caminaron durante un buen rato, en tanto que el sol iba levantándose sobre el horizonte. De pronto, la muchacha lanzó un grito:

—¡Ho, viene un coche!

El joven se volvió y se colocó de un salto en el centro de la carretera, agitando frenéticamente los brazos. El automóvil, un tipo viejísimo del año cuarenta y tantos, se detuvo a pocos pasos de ellos, con un horrendo fragor de hierros desencajados y vidrios mal sujetos.

Un hombre de gesto adusto asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué hay, amigos? —preguntó.

—¿Quiere llevarnos... a mi esposa y a mí? —preguntó Howard—. Nuestro... automóvil se estropeó y no conocemos la región.

—Suban —contestó el conductor lacónicamente—. Tendrán que hacerlo en el asiento delantero; el posterior está lleno de bultos.

El coche era relativamente amplio y los dos jóvenes se instalaron al lado del automovilista. El coche reemprendió la marcha dando tumbos.

—¿Qué pasa en esta carretera que está tan mal cuidada? —preguntó Howard.

—La guerra —contestó el hombre.

Howard y Tatiana se miraron, consternados. ¡La guerra! ¿Qué había sucedido en el año que habían permanecido ausentes?

Howard decidió tirar de la lengua al poco locuaz individuo, pero pensó que lo mejor sería hacerlo de una forma discreta. Le pidió un cigarrillo y el hombre le entregó un ajado y medio consumido paquete de una marca que no conocía.

—Éstos son nuevos —dijo.

—Sí —contestó el conductor—. Es la única marca que hay. Al acabarse la guerra, el gobierno fusionó todas las fábricas, como hizo con las demás industrias. Ahora creo que lo dejarán libre.

—Sí, claro —contestó Howard, volviendo a mirar a la muchacha.

Ésta le devolvió la mirada; aparecía muy pálida, pero no hablaba.

De repente, y cuando menos lo esperaban, al salir de una curva llegaron a una ciudad de poca extensión. Al entrar en ella, Howard creyó hallarse en uno de los poblados fantasmas del Oeste. Ruinas por todas partes, hierbajos asomando por suelos, puertas y ventanas, suciedad, polvo... Una garra de hielo oprimió el corazón del joven.

El conductor detuvo el coche en el centro de una maltratada plaza.

—Ya hemos llegado. Yo vivo aquí y como soy el único que tiene coche, me encargo de traer el correo y los pocos encargos de los contados vecinos que aún habitan en este pueblo.

Howard se apeó, ayudando a Tatiana a hacer lo propio. Después dijo:

—Quisiera pedirle aún un favor. ¿Puede dejarme cinco dólares? Los necesito para telefonear a unos amigos y poder comer algo...

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