1984

1984


Parte tercera » Capítulo II

Página 26 de 33

CAPÍTULO II

Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O’Brien estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.

Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.

La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos, verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no contestar nada, tenían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando le golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.

Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva… Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones, hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada, trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a amenazarle. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase… Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía perfectamente —y tenían que saberlo también sus verdugos— que su mujer vivía aún. Confesó que durante muchos años había estado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina a la que habían pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil era confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y comprometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los pensamientos y los actos.

También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad. Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.

Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera entró seguido por dos guardias.

—Habitación 101 —dijo el oficial.

El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera miró a Winston; se limitaba a observar los discos.

Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura inundado por una luz dorada y deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los hombres de las batas blancas, O’Brien, Julia, el señor Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.

Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber oído la voz de O’Brien. Durante todos los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver, había tenido la constante sensación de que O’Brien estaba allí cerca, detrás de él. Era O’Brien quien lo había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y también él había evitado que lo mataran. Fue él quién decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y una vez —Winston no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el sueño normal o en un momento en que estaba despierto— una voz le había murmurado al oído: «No te preocupes, Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O’Brien; pero desde luego era la misma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad».

Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta por detrás al lecho. O’Brien lo miraba serio, casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.

—Te dije —murmuró O’Brien— que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.

—Sí —dijo Winston.

Sin advertencia previa —excepto un leve movimiento de la mano de O’Brien— le inundó una oleada dolorosa. Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado lo más posible.

—Tienes miedo —dijo O’Brien observando su cara— de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras saltándose y el líquido raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?

Winston no contestó. O’Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez como había llegado.

—Eso era cuarenta —dijo O’Brien—. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante nuestra conversación, que está en mi mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee. Si me dices mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?

—Sí —dijo Winston.

O’Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir antes que de castigar.

—Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos a ver, en este momento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?

—Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.

—Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?

Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos del disco numerado.

—La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.

—Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado cuatro años. Y antes de eso…

O’Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.

—Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que habían sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Rutherford —unos individuos que fueron ejecutados por traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos—, creíste, repito, que no eran culpables de los delitos de que se les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental innegable que demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.

Entre los dedos de O’Brien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de Winston durante unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar del retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido en seguida. Y ahora había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más tiempo.

—¡Existe! —gritó.

—No —dijo O’Brien.

Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama. O’Brien volvió junto a Winston.

—Cenizas —dijo—. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.

—¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.

—Yo no lo recuerdo —dijo O’Brien.

Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de que O’Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy posible que O’Brien hubiera olvidado de verdad la fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco? Quizás aquella demencial dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo que más desanimaba a Winston.

O’Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.

—Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.

—El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado —repitió Winston, obediente.

—El que controla el presente controla el pasado —dijo O’Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación—. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?

Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por cierta.

O’Brien sonrió débilmente:

—No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?

—No.

—Entonces, ¿dónde existe el pasado?

—En los documentos. Está escrito.

—En los documentos… Y, ¿dónde más?

—En la mente. En la memoria de los hombres.

—En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?

—Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? —exclamó Winston olvidando de nuevo el martirizador eléctrico—. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!

O’Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.

—Al contrario —dijo por fin—, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.

Después de una pausa de unos momentos, prosiguió:

—¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».

—Sí —dijo Winston.

O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.

—¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?

—Cuatro.

—¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?

—Cuatro.

La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O’Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.

—¿Cuántos dedos, Winston?

—Cuatro.

La aguja subió a sesenta.

—¿Cuántos dedos, Winston?

—¡¡Cuatro!! ¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!

La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.

—¿Cuántos dedos, Winston?

—¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!

—¿Cuántos dedos, Winston?

—¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!

—No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?

—¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.

Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O’Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra O’Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la sensación de que O’Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra fuente, y que O’Brien le evitaría sufrir.

—Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O’Brien con suavidad.

—No puedo evitarlo —balbuceó Winston—. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.

—Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.

Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O’Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston, le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de reconocimiento. Luego, mirando a O’Brien, movió la cabeza afirmativamente.

—Otra vez —dijo O’Brien.

El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único importante era conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O’Brien había vuelto a bajar la palanca.

—¿Cuántos dedos, Winston?

—¡¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de ver cinco.

—¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?

—Verlos de verdad.

—Otra vez —dijo O’Brien.

Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.

—¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?

—No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis… Te aseguro que no lo sé.

—Esto va mejor —dijo O’Brien.

Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo una cálida y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O’Brien. Le conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover, le habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O’Brien fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O’Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O’Brien lo había torturado casi hasta enloquecerle y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de conversación corriente.

—¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.

—No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.

—¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?

—No sé. Días, semanas, meses… creo que meses.

—¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?

—Para hacerles confesar.

—No, no es ésa la razón. Di otra cosa.

—Para castigarlos.

—¡No! —exclamó O’Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se había puesto de pronto serio y animado a la vez—. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento. No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea vista desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que O’Brien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:

—Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti. Desaparecerás por completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada: ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como en el futuro. No habrás existido.

«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O’Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco entornados y le dijo:

—Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?

—Sí —dijo Winston.

O’Brien sonrió levemente y prosiguió:

—Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores en cuya inocencia creíste un día —Jones, Aaronson y Rutherford— los conquistamos al final. Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.

La voz de O’Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo —pensó Winston—; no es un hipócrita; cree todo lo que dice». A Winston le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de visión. O’Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y rechazándola. La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco O’Brien? El loco tenía que ser él, Winston. O’Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser dura:

—No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo, jamás se salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistar, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro… Estarás hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de… nosotros.

Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que por detrás de él le acercaban un aparato grande. O’Brien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro quedaba casi al mismo nivel del de Winston.

—Tres mil —le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la bata blanca.

Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase de dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O’Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo, casi con amabilidad.

—Esta vez no te dolerá —le dijo—. No apartes tus ojos de los míos.

En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que parecía una explosión, aunque no era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que sí se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa sensación de que le habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.

—Esto no durará mucho —dijo O’Brien—. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?

Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país. También recordaba que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía idea de que hubiera guerra ninguna.

—No recuerdo.

—Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?

—Sí.

—Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el principio del Partido, desde el principio de la Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma guerra. ¿Lo recuerdas?

—Sí.

—Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían sido condenados a muerte por traición. Pretendías que habías visto un pedazo de lo que probaba su inocencia. Ese recorte de papel nunca existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste, ¿te acuerdas?

—Sí.

—Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco dedos. ¿Recuerdas?

—Sí.

O’Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.

—Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos?

—Sí.

Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante unos instantes —quizá no más de treinta segundos— había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O’Brien habían venido a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O’Brien hubiera dejado caer la mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba aquello como se recuerda una viva experiencia de algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido una persona distinta.

—Ya has visto que es posible —le dijo O’Brien.

—Sí —dijo Winston.

O’Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba una inyección. O’Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.

—¿Recuerdas haber escrito en tu Diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que yo era por lo menos una persona que te comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enferma. Antes de que acabemos esta sesión puedes hacerme algunas preguntas si quieres.

—¿La pregunta que quiera?

—Sí. Cualquiera. —Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera graduada—. Ahora no funciona. ¿Cuál es tu primera pregunta?

—¿Qué habéis hecho con Julia? —dijo Winston.

O’Brien volvió a sonreír.

—Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos haya entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su suciedad mental… Todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta, un caso para ponerlo en los libros de texto.

—¿La habéis torturado?

O’Brien no contestó.

—A ver, la pregunta siguiente.

—¿Existe el Gran Hermano?

—Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.

—¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?

—Tú no existes —dijo O’Brien.

A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué le decían a él que no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «tú no existes»? Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?

—Yo creo que existo —dijo con cansancio—. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?

—Eso no tiene importancia. Existe.

—¿Morirá el Gran Hermano?

—Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.

—¿Existe la Hermandad?

—Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos liberarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un enigma.

Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no había hecho la pregunta que le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras. O’Brien parecía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a preguntar». Y entonces le fue fácil decir:

—¿Qué hay en la habitación 101?

La expresión del rostro de O’Brien no cambió. Respondió:

—Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la habitación 101. —Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado. Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediatamente, se hundió en un profundo sueño.

Ir a la siguiente página

Report Page