1984

1984


Parte tercera » Capítulo III

Página 27 de 33

CAPÍTULO III

—Hay tres etapas en tu reintegración —dijo O’Brien—; primero aprender, luego comprender y, por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.

Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque ahora sólo lo castigaba O’Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un tiempo largo, indefinido —quizás varias semanas— y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de varios días y otras veces sólo de una o dos horas.

—Mientras te hallas ahí tumbado —le dijo O’Brien—, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando estabas en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el mecanismo de la sociedad en que vivías, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el cómo; no comprendo el porqué»? Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?

—¿Lo has leído tú? —dijo Winston.

—Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe individualmente.

—¿Es cierto lo que dice?

—Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos, la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique la razón por la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones, debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del Partido, su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensamientos.

O’Brien se acercó más al lecho.

—¡Para siempre! —repitió—. Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por qué deseamos el poder? Habla —añadió al ver que Winston no le respondía.

Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio. El rostro de O’Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano lo que iba a decirle O’Brien: que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad. Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamente terrible era que cuando O’Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O’Brien lo sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía la masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo persiste en su locura?

—Nos gobernáis por nuestro propio bien —dijo débilmente—. Creéis que los seres humanos no están capacitados para gobernarse, y en vista de ello…

Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O’Brien había presionado la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.

—Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de sensatez.

Volvió a soltar la palanca y prosiguió:

—Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?

A Winston le asombraba el cansancio del rostro de O’Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de inteligencia y de una especie de pasión controlada ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O’Brien se inclinó sobre él para acercarle más la cara, para que pudiera verla mejor.

—Estás pensando —le dijo— que tengo la cara avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del poder y que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo. ¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula supone el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?

Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.

—Somos los sacerdotes del poder —dijo—. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que es libre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia…, la realidad externa, como tú la llamarías…, carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde luego, absoluto.

Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo consiguió causarse dolor.

—Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? —exclamó sin poderse contener—. Ni siquiera conseguís controlar el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el dolor, la muerte…

O’Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:

—Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación… absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza. Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.

—¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental? Todavía no las habéis conquistado.

—Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos nunca, ¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Oceanía es el mundo entero.

—Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia. ¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitada durante millones de años.

—¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que admite la conciencia humana.

—Pero las rocas están llenas de huesos de animales desaparecidos, mastodontes y enormes reptiles que vivieron en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer hombre.

—¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo XIX. Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra, nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.

—Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras. Algunas de ellas están a un millón de años-luz de distancia, jamás podremos alcanzarlas.

—¿Qué son las estrellas? —dijo O’Brien con indiferencia—. Solamente unas bolas de fuego a unos kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia. La Tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.

Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esta vez no dijo nada. O’Brien prosiguió, como si contestara a una objeción que le hubiera hecho Winston:

—Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos un eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas se encuentran a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según las necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?

Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un porrazo, y, sin embargo, sabía —sabía— que llevaba razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace ya mucho tiempo que era una teoría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O’Brien, que lo estaba mirando.

—Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es muy diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión —añadió con tono distinto—. El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre los hombres. —Después de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un discípulo prometedor—: Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?

Winston pensó un poco y respondió:

—Haciéndole sufrir.

—Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de traición y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides, Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente.

Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada. Parecía helársele el corazón. O’Brien prosiguió:

—Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrotados y humillados una y otra vez. Todo lo que tú has sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se producirán continuamente. Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable. Goldstein y sus herejías vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos encima, y, sin embargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado contigo durante siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación, cada vez en forma más sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final, totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia voluntad. Ése es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin, una presión constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese mundo. Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te convertirás en parte de él.

Winston había recobrado suficiente energía para hablar:

—¡No podréis conseguirlo! —dijo débilmente.

—¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?

—No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.

—¿Por qué?

—Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.

—¿Por qué no?

—No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría.

—No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que preferimos gastarnos más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo que los hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte del individuo no es la muerte? El Partido es inmortal.

Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo con O’Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos, sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O’Brien, volvió al ataque.

—No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.

—Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insignificantes.

—No me importa. Al final, os vencerán. Antes o después os verán como sois, y entonces os despedazarán.

—¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?

—No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo, no sé lo que es: algún espíritu, algún principio contra lo que no podréis.

—¿Acaso crees en Dios, Winston?

—No.

—Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?

—No sé. El espíritu del Hombre.

—¿Y te consideras tú un hombre?

—Sí.

—Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no existes. —Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza—. ¿Te consideras moralmente superior a nosotros por nuestras mentiras y nuestra crueldad?

—Sí, me considero superior.

O’Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento, Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que había sostenido con O’Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución, propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O’Brien hizo un pequeño gesto de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.

—Levántate de ahí —dijo O’Brien.

Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.

—Eres el último hombre —dijo O’Brien—. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmente eres. Desnúdate.

Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el mono. Había perdido hacía tiempo la cremallera. No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que le detuvieron. Debajo del mono tenía unos andrajos amarillentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo en seco. Se le había escapado un grito involuntario.

—Anda —dijo O’Brien—. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.

Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada, ya que avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos feroces y alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció que había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó que tenía el pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las manos y la cara, se había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad, aparecían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una masa inflamada de la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas se le habían encogido de tal manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué O’Brien le había dicho que se viera de lado. La curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hombros avanzaban formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido que era su propio cuerpo, habría dicho Winston que se trataba de un hombre de más de sesenta años aquejado de alguna terrible enfermedad.

—Has pensado a veces —dijo O’Brien— que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior, está avejentada y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?

Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.

—¡Fíjate en qué estado te encuentras! —dijo—. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! —le arrancó un mechón de pelo—. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos? Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!

Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió por toda la mandíbula. O’Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.

—Te estás pudriendo, Winston.

Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora? Una bolsa llena de porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la Humanidad. Anda, vístete otra vez.

Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil que estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un taburete junto al lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca. Pero no podía contenerse. O’Brien le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.

—Esto no durará siempre —le dijo—. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.

—¡Tú tienes la culpa! —sollozó Winston—. Tú me convertiste en este guiñapo.

—No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.

Después de una pausa, prosiguió:

—Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas caído? —Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O’Brien.

—No he traicionado a Julia —dijo.

O’Brien lo miró pensativo.

—No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.

El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O’Brien que nada parecía capaz de destruir. «¡Qué inteligente —pensó—, qué inteligente es este hombre!». Nunca dejaba O’Brien de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro, sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido… y, sin embargo, en el sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos. O’Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad de explicárselo.

—Dime —murmuró Winston—, ¿cuándo me matarán?

—A lo mejor, tardan aún mucho tiempo —respondió O’Brien—. Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.

Ir a la siguiente página

Report Page