1984

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Parte segunda » Capítulo V

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CAPÍTULO V

Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la de antes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido.

Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin ventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar fotografías… La sección de Julia en el Departamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones que nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.

La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de un tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas-chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.

En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que había más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que normalmente se mostraban apáticos respecto a la guerra, recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas cohetes habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney, enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos los habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro que duró muchas horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó en un solar inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de éstos fueron despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie, centenares de carteles representando al soldado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que unos espías dirigían los cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano matrimonio acusado de extranjería pereció abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.

En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían ir allí, Julia y Winston se quedaban echados uno junto al otro en la desnuda cama bajo la ventana abierta, desnudos para estar más frescos. La rata no volvió, pero las chinches se multiplicaban odiosamente con ese calor. No importaba. Sucia o limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar echaban pimienta comprada en el mercado negro sobre todos los objetos, se sacaban la ropa y hacían el amor con los cuerpos sudorosos, luego se dormían y al despertar se encontraban con que las chinches se estaban formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se encontraron allí durante el mes de junio. Winston había dejado de beber ginebra a todas horas. Le parecía que ya no lo necesitaba. Había engordado. Sus varices ya no le molestaban; en realidad casi habían desaparecido y por las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había dejado de serle intolerable, no sentía la necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder gritar palabrotas cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía mortificante reunirse tan pocas veces y sólo un par de horas cada vez. Lo importante es que existiese aquella habitación; saber que estaba allí era casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo completo, una bolsa del pasado donde animales de especies extinguidas podían circular. También el señor Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía poco, por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se guisaba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles mercancías, con su larga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de mercader. De vez en cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos que tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino enseñándoselo sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba de los desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones olvidadas. Había una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca con un cuerno torcido y otra que relataba la muerte del pobre gallo Robin. «He pensado que podría gustarle a usted» —decía con una risita tímida cuando repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca recordaba ninguna canción completa.

Julia y Winston sabían perfectamente —en verdad, ni un solo momento dejaban de tenerlo presente— que aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el lecho donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada sensualidad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una sensación de permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido como si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefinido y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante toda su vida natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia, mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.

Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo activo, pero no tenían idea de cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella. Winston le contó a Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber, entre él y O’Brien, y del impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a O’Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no le pareciera una locura semejante proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a las gentes por su cara y le parecía natural que Winston confiase en O’Brien basándose solamente en un destello de sus ojos. Además, Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines y en los que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso el Partido era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier sitio.

En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston nunca se le había ocurrido esto. También despertó en él una especie de envidia al confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas, pero Julia nunca discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo —porque lo había aprendido en la escuela— que el Partido había inventado los aeroplanos. (En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años cincuenta y tantos, el Partido no pretendía haber inventado, en el campo de la aviación, más que el autogiro; una docena de años después, cuando Julia iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra generación, asegurarían haber descubierto la máquina de vapor). Y cuando Winston le dijo que los aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho antes de la Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés. ¿Qué importaba, después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos? Mucho más le llamó la atención a Winston que Julia no recordaba que Oceanía había estado en guerra, hacía cuatro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde luego, para ella la guerra era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que el nombre del enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació, pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia era una muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar confusamente que hubo una época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella seguía sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo con impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos que las noticias de guerra son todas una pura mentira».

A veces le hablaba Winston del Departamento de Registro y de las descaradas falsificaciones que él perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la historia de Jones, Aaronson y Rutherford, así como el trascendental papelito que había tenido en su mano casualmente. Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo comprender el sentido de lo que Winston decía.

—¿Es que eran amigos tuyos? —le preguntó.

—No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además, eran mucho mayores que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de vista.

—Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo corriente.

Intentó hacerse comprender:

—Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No te das cuenta de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los documentos han sido destruidos o falsificados, todos los libros han sido otra vez escritos, los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha parado en seco. No existe más que un interminable presente en el cual el Partido lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí. Una vez que he cometido el hecho, no quedan pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y no puedo asegurar con certeza que exista otro ser humano con la misma convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en mis manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de haber ocurrido; años después.

—Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?

—De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener una ocasión semejante guardaría el papel.

—¡Pues yo no! —dijo Julia—. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por algo que merezca la pena, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho con esa fotografía si la hubieras guardado?

—Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba y habría sembrado algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen algunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra.

—No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.

—No eres una rebelde más que de cintura para abajo —dijo él.

Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.

Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y la degeneración de la realidad objetiva y se ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosamente, además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le interesaba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles. Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la visión del mundo inventada por el Partido se imponía con excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.

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