1984

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Parte segunda » Capítulo IX

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CAPÍTULO IX

Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse convirtiendo en gelatina. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios, huesos y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su mono le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas en los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que le hacía sonar los huesos.

Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del Ministerio. Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a cada paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera lo había mirado.

En el sexto día de la Semana del Odio, después de los desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques, zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos…, después de seis días de todo esto, cuando el gran orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría despedazado…, en ese momento precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.

Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engaño. Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas centrales de Londres en el momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había varios millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías. En una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con unos brazos desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono con una mano mientras que con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades, matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente de millares de gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin necesidad de comunicárselo por palabras, una oleada de comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban a arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle. Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado el micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio exactamente como antes. Sólo que el objetivo había cambiado.

Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la Verdad, aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias. Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.

Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonoras, fotografías… todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental. El trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos. Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria —traído en carritos por los camareros de la cantina—. Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo que su primer trabajo consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de todo era que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero los informes detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e imaginación.

Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra eran considerables.

Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su lápiz-pluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro rollo y después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. Inesperadamente, se anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana. Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido entre sus pies —mientras trabajaba— y debajo de su cuerpo mientras dormía. Se fue a casa, se afeitó y casi se quedó dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.

Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington. Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se le había pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida. Mientras la esperaba, tenía el libro. Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.

Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y el libro se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada decía:

TEORÍA Y PRÁCTICA DEL COLECTIVISMO OLIGÁRQUICO

por

EMMANUEL GOLDSTEIN

Winston empezó a leer:

CAPÍTULO PRIMERO

La ignorancia es la fuerza

Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —probablemente desde fines del periodo neolítico— ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.

Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.

Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir el impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En la habitación misma no había más sonido que el débil tic-tac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la eternidad. De pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el deseo de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:

CAPÍTULO III

La guerra es la paz

La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber sido previsto —y que en realidad lo fue— antes de mediar el siglo XX. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes, Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de otra década de confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional. Asia Oriental, potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida, abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.

Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras. Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo bélico es continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el bando propio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado el orden de importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.

Para comprender la naturaleza de la guerra actual —pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra— hay que darse cuenta en primer lugar de que esta guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas. Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué luchar. Con las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas principales de las guerras anteriores, ha dejado de tener sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo. Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y lo que en realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo de tierra mediante una inesperada traición.

Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también de centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones, reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más territorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar más territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano Índico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia Oriental nunca es estable; en torno al Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y el territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia. Además, la mano de obra de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de emprender otra guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.

La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo XIX había sido un problema latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora, aunque son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo —un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura— era el ideal de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta años. Algunas zonas secundarias han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos, ligados siempre a la guerra y al espionaje policiaco, pero los experimentos científicos y los inventos no han seguido su curso y los destrozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron a ser reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático —produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir—, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.

Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción —era ya, en sí mismo, la destrucción— de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola —como querían algunos pensadores de principios de este siglo— no era una solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien armado.

Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua.

El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante, por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros del Partido Interior llevan una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan —un buen piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro privado— los colocan en un mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «los proles».

La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir.

Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso e incluso inteligente —siempre dentro de límites reducidos, claro está—, pero siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo son más intensos. Para ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas veces que una pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines completamente distintos a los declarados. Pero ese conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una realidad y que terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.

Todos los miembros del Partido Interior creen en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia en su antiguo sentido ha dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir la libertad humana.

Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto australiano o en las islas perdidas del Atlántico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores, explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros, o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro de la Tierra.

Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres superestados adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad. Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos diez años después. En aquella época cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales, principalmente de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores en las cuales morían en pocas semanas centenares de miles —e incluso millones de hombres— no han vuelto a repetirse.

Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota. Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados —o que pretenden seguir— es la misma. Su plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un ensueño de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias las fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el principio —seguido por todos los bandos, aunque nunca formulado— de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes —tarea de gran dificultad física— o asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo absolutamente imprescindible que su estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia Oriental —aparte de los prisioneros— y se le prohíbe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá desaparecieran el miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.

Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que ellas soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario, se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres potencias saben y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.

En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final; generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física. Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos, pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota significaba la pérdida de la independencia o cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder, absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada o perdida.

Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad militar. El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber venenos ni caerse de las ventanas, etc… Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico, sigue habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que se les antoje.

Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a conservar la atmósfera mental imprescindible para una sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días no luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo XX ha desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo —respetándolo— de vivir en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado libre de la angustiosa influencia del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la paz.

Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción. La soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana… El libro le fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus propios pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya, pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo I cuando oyó los pasos de Julia en la escalera. Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que no se habían visto.

—Tengo el libro —dijo Winston en cuanto se apartaron.

—¿Ah, sí? Muy bien —dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para hacer café.

No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de botas sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A todas horas del día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la cama.

—Tenemos que leerlo —dijo—. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.

—Léelo tú —dijo Julia con los ojos cerrados—. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes explicar los puntos difíciles.

El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:

CAPÍTULO PRIMERO

La ignorancia es la fuerza

Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —probablemente desde fines del período neolítico— ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.

—Julia, ¿estás despierta? —dijo Winston.

—Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.

Winston continuó leyendo:

Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tienen —porque su principal característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana—, consiste en abolir todas las distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente la misma lucha social. Durante largos períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros en su poder, pero siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de sus amos.

A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se había introducido un cambio significativo. En el pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc. Los Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas desaparecida la anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo, teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía hasta las rebeliones de esclavos en la antigüedad, seguía profundamente infestado por las viejas utopías. Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social. Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia en un momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos serían desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos, pero esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición permanentemente.

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