1984

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Parte segunda » Capítulo X

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CAPÍTULO X

Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del patio:

Era sólo una ilusión sin espera

que pasó como un día de abril;

pero aquella mirada, aquella palabra

y los ensueños que despertaron

me robaron el corazón.

Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había sobrevivido a la Canción del Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se levantó.

—Tengo hambre —dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba! La estufa se ha apagado y el agua está fría. —Cogió la estufa y la sacudió—. No tiene ya gasolina.

—Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna —dijo Winston.

—Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena —añadió ella—. Parece que se ha enfriado.

Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:

Dicen que el tiempo lo cura todo,

dicen que siempre se olvida,

pero las sonrisas y lágrimas

a lo largo de los años

me retuercen el corazón

Mientras se apretaba el cinturón del mono, Winston se asomó a la ventana. El sol debía de haberse ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas, cantando y callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio de vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes brazos, o al agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer. Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir dimensiones monstruosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la flor?

—Es hermosa —murmuró.

—Por lo menos tiene un metro de caderas —dijo Julia.

—Es su estilo de belleza.

Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. Habría florecido momentáneamente —quizá durante un año— y luego se había hinchado como una fruta fertilizada y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta relación con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por entre las chimeneas y los tejados en una distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo ese mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquélla, personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo casi exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si había alguna esperanza, radicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de cordura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella heroica figura del patio. Al final se despertarían. Y hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de todos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido no poseía y que éste nunca podría aniquilar.

—¿Te acuerdas —le dijo a Julia— de aquel pájaro que cantó para nosotros, el primer día en que estuvimos juntos en el lindero del bosque?

—No cantaba para nosotros —respondió ella—. Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampoco; sencillamente, estaba cantando.

Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras, en las calles de París o Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de China y del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo y por los partos, en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas entrañas nacería antes o después una raza de seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro es de ellos», pensó Winston pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la doctrina secreta de que dos y dos son cuatro.

—Nosotros somos los muertos —dijo Winston.

—Nosotros somos los muertos —repitió Julia con obediencia escolar.

—Vosotros sois los muertos —dijo una voz de hierro tras ellos.

Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las entrañas y, mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido hasta adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se destacaba violentamente como si fueran parches sobre la piel.

—Vosotros sois los muertos —repitió la voz de hierro.

—Ha sido detrás del cuadro —murmuró Julia.

—Ha sido detrás del cuadro —repitió la voz—. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún movimiento hasta que se os ordene.

¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que la voz de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que ocultaba.

—Ahora pueden vernos —dijo Julia.

—Ahora podemos veros —dijo la voz—. Permaneced en el centro de la habitación. Espalda contra espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os toquéis el uno al otro.

Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. O quizá no fuera más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las rodillas. Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo, dentro y fuera de la casa. El patio parecía estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo un resonante ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego, varios gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.

—La casa está rodeada —dijo Winston.

—La casa está rodeada —dijo la voz.

Winston oyó que Julia le decía:

—Supongo que podremos decirnos adiós.

—Podéis deciros adiós —dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y culta que Winston creía haber oído alguna vez, dijo:

—Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraros mientras os acostáis; aquí tenéis mi hacha para cortaros la cabeza.

Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que había sido derribado por la escalera de mano que habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente. Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes y altas porras en las manos.

Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse inmóvil y no darles motivo para que le golpearan. Un individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era sólo una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras parecía meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las manos detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se había hecho trizas.

El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los que adornan algunas tartas, rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse como un metro de bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió a volver la cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A pesar del terror que sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver a respirar. Winston sabía de qué se trataba: conocía el terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que nada es necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las rodillas y los hombros y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla, y contorsionada, con los ojos cerrados y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.

Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy poco interés en aquel momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor Charrington y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se sorprendió de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj de la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es decir, las veintiuna, pero por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído que eran las veinte y treinta cuando fueran en realidad las ocho treinta de la mañana siguiente, pero no siguió pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en el pasillo. El señor Charrington entró en la habitación. Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los fragmentos del pisapapeles de cristal.

—Recoged esos pedazos —dijo con tono severo.

Un hombre se agachó para recogerlos.

Charrington no hablaba ya con acento cokney. Winston comprendió en seguida que aquélla era la voz que él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba todavía su chaqueta de terciopelo, pero el cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le interesase comprobar su identidad y no le prestó más atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo transformaban por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta. Era el rostro alerta y frío de un hombre de unos treinta y cinco años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.

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