1984

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Parte primera » Capítulo V

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CAPÍTULO V

En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo avanzaba lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de un ruido ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el olorcillo del asado. Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el muro, donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.

—Precisamente el que andaba yo buscando —dijo una voz a espaldas de Winston. Éste se volvió. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigaciones. Quizás no fuera «amigo» la palabra adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos camaradas eran más agradables que otros. Syme era filósofo, especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso grupo de expertos dedicados a redactar la undécima edición del Diccionario de Neolengua. Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones, a la vez tristes y burlones, que parecían buscar continuamente algo dentro de su interlocutor.

—Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar —dijo.

—¡Ni una! —dijo Winston con una precipitación culpable—. He tratado de encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.

Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en su casa dos sin estrenar. Durante los meses pasados hubo una gran escasez de hojas. Siempre faltaba algún artículo necesario que en las tiendas del Partido no podían proporcionar; unas veces, botones; otras, hilo de coser; a veces, cordones para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible adquirirlas a no ser que se buscaran furtivamente en el mercado «libre».

—Llevo seis semanas usando la misma cuchilla —mintió Winston.

La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme. Cada uno de ellos cogió una bandeja grasienta de metal de una pila que había al borde del mostrador.

—¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.

—Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente—. Lo veré en el cine, seguramente.

—Un sustitutivo muy inadecuado —comentó Syme.

Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros». Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en problemas técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.

—Fue una buena ejecución —dijo Syme añorante—. Pero me parece que estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul… ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.

—¡El siguiente, por favor! —dijo la proletaria del delantal blanco que servía tras el mostrador.

Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusieron su ración: guiso con un poquito de carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de café de la Victoria y una pastilla de sacarina.

—Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla —dijo Syme—. De camino podemos coger un poco de ginebra.

Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud y colocaron el contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una esquina de la cual había dejado alguien un chorretón de grasa del guiso, un líquido asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le acudieron lágrimas a los ojos como reacción y de pronto descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de un material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron los recipientes. En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua-cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo general de la cantina.

—¿Cómo va el diccionario? —dijo Winston elevando la voz para dominar el ruido.

—Despacio —respondió Syme—. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.

En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el plato de aluminio, tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar sin tener que gritar.

—La undécima edición es la definitiva —dijo—. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la undécima edición, ninguna quedará anticuada antes del año 2050.

Dio un hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de hablar con una especie de apasionamiento pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus ojos, sin perder el aire soñador, no tenían ya su expresión burlona.

—La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos «bueno». Si tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que todavía se usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano —añadió después de reflexionar un poco.

Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó automáticamente. Sin embargo, Syme descubrió inmediatamente una cierta falta de entusiasmo.

—Tú no aprecias la neolengua en lo que vale —dijo Syme con tristeza—. Incluso cuando escribes sigues pensando en la antigua lengua. He leído algunas de las cosas que has escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no pasan de traducciones. En el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad y sus inútiles matices de significado. No sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No sabes que la neolengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día?

Winston no lo sabía, naturalmente sonrió —creía hacerlo agradablemente— porque no se fiaba de hablar. Syme comió otro bocado del pan negro, lo masticó un poco y siguió:

—¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabamos haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto, ¿cómo puede haber crimental si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? Y en la undécima edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento continuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua —añadió, con una satisfacción mística—. ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston, que lo más tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una conversación como esta que ahora sostenemos?

—Excepto… —empezó a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió alarmado.

Había estado a punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy seguro de que esta observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo que iba a decir.

—Los proles no son seres humanos —dijo—. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron… sólo existirán en versiones neolingüísticas, no sólo transformados en algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de «la libertad es la esclavitud» cuando el concepto de libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.

De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes. Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.

Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber la terrina de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria y que estaba sentada de espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continuamente. De vez en cuando, Winston captaba alguna observación como: «Cuánta razón tienes» o «No sabes hasta qué punto estoy de acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando la muchacha decía algo. Winston conocía de vista a aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto importante en el Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello y una boca grande y gesticulante.

Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de un par de ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía de su boca resultaba casi imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de frase comprendió Winston —«completa y definitiva eliminación del goldsteinismo»—, pronunciado con tanta rapidez que parecía salir en un solo bloque como la línea, fundida en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein acusándolo y exigiendo medidas más duras contra los criminales del pensamiento y los saboteadores. Sí, era indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiático y que alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente malabar. Fuera lo que fuese, se podía estar seguro de que todas sus palabras eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un ser humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella consistía en palabras, pero no era un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el cuac-cuac de un pato.

Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la cucharilla trazaba dibujos entre los restos del guisado. La voz de la otra mesa seguía con su rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar de la algarabía de la cantina.

—Hay una palabra en neolengua —dijo Syme— que no sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.

No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía perfectamente que Syme lo despreciaba y era muy capaz de denunciarle como culpable mental. Había algo sutilmente malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo hallándose al día hasta un grado que no solía alcanzar el miembro ordinario del Partido. Sin embargo, se cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar, leía demasiados libros, frecuentaba el Café del Nogal, guarida de pintores y músicos. No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal. Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían reunido allí antes de ser «purgados» definitivamente. Se decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o décadas. Por tanto, el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era indudable que si aquel hombre olía sólo por tres segundos las opiniones secretas de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía del Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa. Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.

Syme levantó la vista:

—Aquí viene Parsons —dijo.

Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de Winston en las Casas de la Victoria, se abría paso efectivamente por la atestada cantina. Era un individuo de mediana estatura con cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el mono reglamentario, era casi imposible no figurárselo con los pantalones cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se pensaba siempre en escenas de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión colectiva o cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una disculpa para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa esparciendo un intenso olor a sudor. Su rojiza cara estaba perlada de gotitas de sudor. Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la Comunidad se podía siempre asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango de la raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que había una larga columna de palabras y se dedicó a estudiarla con un lápiz tinta entre los dedos.

—Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer —dijo Parsons, guiñándole un ojo a Winston—. Eso es lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué te andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.

—¿Qué sub es esa? —dijo Winston buscándose el dinero automáticamente. Por lo menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones voluntarias. Éstas eran tan abundantes que resultaba muy difícil llevar la cuenta.

—Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana. Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no presentan el mayor despliegue de banderas de toda la calle. Me prometiste dos dólares.

Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos y muy arrugados que Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamente.

—A propósito, chico —dijo—, me he enterado de que mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya le he arreglado las cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el tirachinas.

—Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución —dijo Winston.

—Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra, naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su tropa fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las tres se separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a un desconocido. No perdieron de vista al hombre durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques… En fin, que, en cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas.

—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo. Parsons prosiguió, triunfante:

—Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo… Probablemente, lo dejaron caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos zapatos así; de modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años, no está mal, ¿verdad?

—¿Y qué le pasó a ese hombre? —se interesó Winston.

—Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que… —Parsons hizo el ademán de disparar un fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.

—Muy bien —dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.

—Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo… —asintió Winston, nada convencido.

—Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.

Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero esta vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la Abundancia.

—¡Camaradas! —exclamó una voz juvenil y resonante—. ¡Atención, camaradas! ¡Tenemos gloriosas noticias que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la producción. Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de vida se ha elevado en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda Oceanía incontables manifestaciones espontáneas; los trabajadores salieron de las fábricas y de las oficinas y desfilaron, con banderas desplegadas, por las calles de cada ciudad proclamando su gratitud al Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras completas. Ramo de la Alimentación…

La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Éstas eran las palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta y un aire solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras, pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa. Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era raras veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para que no se cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar atención a todos los ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto, había habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento de la ración de chocolate a veinte gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se había anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo era posible que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado más que veinticuatro horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez de un animal. El individuo de las gafas con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un furioso deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana pasada la ración fue de treinta gramos. Syme también se lo había tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más complicado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo memoria?

Las fabulosas estadísticas continuaron brotando de la telepantalla. En comparación con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas, más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros, más libros, más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de tantos trajes grasientos; mesas de metal abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado, lleno de manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el estómago y la piel con la sensación de que se les había hecho trampa privándoles de algo a lo que tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera muy diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo bastante comida, nunca se podían llevar calcetines ni ropa interior sin agujeros, los muebles habían estado siempre desvencijados, en las habitaciones había faltado calefacción, los metros iban horriblemente atestados, las casas se deshacían a pedazos, el pan era negro, el té imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego, todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con las incomodidades, la suciedad y la escasez, los inviernos interminables, la dureza de los calcetines, los ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que se deshacían, los alimentos de sabor repugnante… ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido diferentes alguna vez?

Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí estaban eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado los «monos» azules uniformes.

Al extremo de la habitación, solo en una mesa, se hallaba un hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston, siempre que no mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el Partido como ideal —los jóvenes altos y musculosos y las muchachas de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y despreocupadas— existía e incluso predominaba. Pero en la realidad, la mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos y de facciones desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de escarabajo entre los funcionarios de los ministerios: hombrecillos que engordaban desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos toscos y rostros inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el dominio del Partido.

La comunicación del Ministerio de la Abundancia terminó con otro trompetazo y fue seguida por música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo por el reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:

—El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año —dijo moviendo la cabeza como persona bien enterada—. A propósito, Smith, ¿no podrás dejarme alguna hoja de afeitar?

—¡Ni una! —le respondió Winston—. Llevo seis semanas usando la misma hoja.

—Entonces, nada… Es que se me ocurrió, por si tenías.

—Lo siento —dijo Winston.

El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio mientras duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de pronto en la señora Parsons con su cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían también. O’Brien sería vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían. Tampoco el individuo de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado nunca. Ni tampoco la joven del cabello negro, la del Departamento de Novela. Le parecía a Winston conocer por intuición quién perecería, aunque no era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.

En aquel momento le sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La muchacha de la mesa vecina se había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del Departamento de Novela! Miraba a Winston a hurtadillas, pero con una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston, volvió la cabeza.

Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible sensación de terror. Se le pasó casi en seguida, pero le dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba ya en aquella mesa cuando él llegó o si había llegado después. Pero el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él sin haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía escuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante fuerte.

Pensó que probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del Pensamiento, pero precisamente las espías aficionadas constituían el mayor peligro. No sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la joven, pero quizás fueran cinco minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubiera podido controlar sus gestos a la perfección. Constituía un terrible peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla. El detalle más pequeño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso, llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo cuando se anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una palabra para esto en neolengua: caracrimen.

La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persiguiéndolo; quizás fuera pura coincidencia que se hubiera sentado tan cerca de él dos días seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo puso cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del trabajo si es que el tabaco no se había acabado de derramar para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la joven sería un agente de la Policía del Pensamiento y era muy probable, pensó Winston, que a él lo llevaran a los calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres días, pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pedazo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.

—¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano. Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la falda por abajo con una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos…! Esto se lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que en mi tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a los chicos últimamente? Pues, unas trompetillas especiales para escuchar por las cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La probó en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al agujero. Claro que sólo es un juguete; sin embargo, así se acostumbran los niños desde pequeños.

En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie y se unieron a la multitud en la lucha por entrar en los ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de Winston se vaciara por completo.

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