1984

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Parte tercera » Capítulo IV

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CAPÍTULO IV

Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy exacto.

La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable que las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de hojalata. Incluso le proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo mono. Le curaron las varices vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.

Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno, con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas, pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de cada comida.

Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas y gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O’Brien, sin hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastante comida y estar limpio.

Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo. Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando. Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un centímetro. Pero después de unos días más —otras cuantas comidas— incluso eso llegó a realizarlo. Lo hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando el espíritu. Sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se dedicó con aplicación a la tarea de reeducarse.

Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo comprendía ahora— había estado expuesto a capitular mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al Ministerio del Amor e incluso durante aquellos minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer, se dio plena cuenta de la superficialidad y frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos sus actos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradas o deducidas por el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de su Diario la habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían estado juntos. Sí, incluso… Ya no podía seguir luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios? La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡Claro que…!

El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos que le acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:

LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:

DOS Y DOS SON CINCO

Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque estaba seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:

EL PODER ES DIOS

Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido alterado. Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y Rutherford eran culpables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensado lo contrario, pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás venía por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil, excepto…!

Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonterías. La ley de la gravedad era una imbecilidad. «Si yo quisiera —había dicho O’Brien—, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón». Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que en algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante? ¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y sólo lo que allí sucede tiene una realidad.

No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio en verdadero peligro de sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha que tapara cualquier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la conciencia. Este proceso había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba paracrimen. Era el freno de cualquier acto delictivo.

Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan difícil de conseguir.

Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho O’Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención, interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento esperado. La tradición —no la tradición oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera oído nunca— era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.

Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro de anchura por el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.

De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:

—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.

Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.

Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había echado encima por aquel momento de debilidad?

Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido, pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista. Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la esperanza de mantener inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error hubiera salido a la superficie de un modo tan evidente. O’Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones habían sido una excelente confesión.

Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara procurando familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa. No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba el control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una especie de pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto de su persona; algo así como un quiste.

Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pero unos segundos antes podría adivinarse. Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez segundos. Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin alterar el gesto… podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores a su muerte, todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo instante ¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido, quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.

Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que degradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente. ¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?

En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. O’Brien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.

—Levántate —dijo O’Brien—. Ven aquí.

Winston se acercó a él. O’Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:

—Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara.

Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:

—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?

—Lo odio.

—¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.

Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.

—Habitación 101 —dijo.

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