1984

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Parte segunda » Capítulo VIII

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CAPÍTULO VIII

Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.

La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O’Brien ante una mesa, bajo una lámpara de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y Winston.

El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían hecho… Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este despacho, y una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes y sólo se reunieron a la puerta de O’Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni siquiera en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de todo lo que allí había, los olores —tan poco familiares— a buena comida y a excelente tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro… todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara salir. Sin embargo, el criado de O’Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de cuerpos humanos.

O’Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.

«Ref 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia contenida doc 6 doblemás ridículo rozando crimental destruir. No conviene construir antes conseguir completa información maquinaria puntofinal mensaje».

Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más severa que de costumbre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber cometido una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que O’Brien fuera un conspirador político? Sólo un destello de sus ojos y una observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido solamente a recoger el diccionario porque en tal caso no podría explicar la presencia de Julia. Al pasar O’Brien frente a la telepantalla, pareció acordarse de algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado de golpe.

Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:

—¿Puedes cerrarlo?

—Sí —dijo O’Brien—, podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.

Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión de su cara continuaba indescifrable. Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos transcurrían enormes. Winston dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de O’Brien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico, O’Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.

—¿Lo digo yo o lo dices tú? —preguntó O’Brien.

—Lo diré yo —respondió Winston al instante—. ¿Está eso completamente cerrado?

—Sí, no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.

—Pues vinimos aquí porque…

Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente qué clase de ayuda esperaba de O’Brien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y presuntuosas:

—Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra el Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos. Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.

Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro. Era el criado de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.

—Martín es uno de los nuestros —dijo O’Brien impasible—. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín. Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.

El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que le han concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel hombre se pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir de su fingida personalidad aunque fuera por unos momentos. O’Brien tomó la botella por el cuello y llenó los vasos de un líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no veía, un anuncio luminoso que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba, el líquido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio que Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.

—Se llama vino —dijo O’Brien con una débil sonrisa—. Seguramente, ustedes lo habrán oído citar en los libros. Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. —Su cara volvió a ensombrecerse y levantó el vaso—. Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.

Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había soñado con él. Como el pisapapeles de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la época en que él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.

—Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? —preguntó.

—Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.

—Y la conspiración…, la organización, ¿es auténtica?, ¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?

—No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. —Miró el reloj de pulsera—. Ni siquiera los miembros del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais haber venido aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú, camarada —le dijo a Julia—, te marcharás primero. Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas preguntas. En términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?

—Todo aquello de que seamos capaces —dijo Winston.

O’Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda a Julia, dando por cierto que Winston podía hablar a la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y luego inició sus preguntas con voz baja e inexpresivo, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo, la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.

—¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?

—Sí.

—¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?

—Sí.

—¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?

—Sí.

—¿Vender a vuestro país a las potencias extranjeras?

—Sí.

—¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas… a hacer todo lo que pueda causar desmoralización y debilitar el poder del Partido?

—Sí.

—Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?

—Sí.

—¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a vivir el resto de vuestras vidas como camareros, cargadores de puerto, etc.?

—Sí.

—¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?

—Sí.

—¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?

—No —interrumpió Julia.

A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:

—No —dijo por fin.

—Hacéis bien en decírmelo —repuso O’Brien—. Es necesario que lo conozcamos todo.

Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más animada:

—¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos obligados a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color del pelo… hasta la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En ciertos casos, amputamos algún miembro.

Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices. Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O’Brien con valentía. Murmuró algo que parecía conformidad.

—Bueno. Entonces ya está todo arreglado —dijo O’Brien.

Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O’Brien la fue acercando a los otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso. O’Brien volvió a mirar su reloj de pulsera.

—Vuelve a tu servicio, Martín —dijo—. Volveré a poner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá no.

Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas, pero no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás un rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor gesto de despedida, salió Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O’Brien seguía paseando por la estancia con una mano en el bolsillo de su mono negro y en la otra el cigarrillo.

—Ya comprenderéis —dijo— que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes y las obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de la sociedad en que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los fines generales por los que luchamos y las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por vosotros mismos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas en contacto con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo. Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comunicación. Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar aparte de vuestra propia actuación. No podéis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia. Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo haya muerto o seré ya una persona diferente con una cara distinta.

Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos. Gracia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo. Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara en serio, nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades venéreas, miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable» —parecía decir su voz—; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida vuelva a ser digna de ser vivida». Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de Winston a O’Brien. Casi había olvidado la sombría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de O’Brien y su rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer en la derrota, en que él fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro al que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía impresionada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención. O’Brien prosiguió:

—Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos, que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar sino a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento, no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indestructible. No tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más, cuando es absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en la celda del compañero detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros a la idea de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os matarán. Esos serán los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible durante vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos lejos. Quizá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a poco. No podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay otro medio.

Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.

—Ya es casi la hora de que te vayas, camarada —le dijo a Julia—. Espera. La botella está todavía por la mitad.

Llenó los vasos y levantó el suyo.

—¿Por qué brindaremos esta vez? —dijo, sin perder su tono irónico—. ¿Por el despiste de la Policía del Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?

—Por el pasado —dijo Winston.

—Sí, el pasado es más importante —concedió O’Brien seriamente.

Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Julia para marcharse. O’Brien cogió una cajita que estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores. En cuanto Julia cerró la puerta, O’Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se paró.

—Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles —dijo—. Supongo que tendrás algún escondite.

Winston le explicó lo de la habitación sobre la tienda del señor Charrington.

—Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. —Winston observó que hasta O’Brien parecía pronunciar esa palabra en cursiva—. Ya supondrás que me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto posible. Quizá tarde algunos días en lograr el ejemplar. Comprenderás que circulan muy pocos. La Policía del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros. Pero da lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria. ¿Sueles llevar una cartera a la oficina? —añadió.

—Sí. Casi siempre.

—¿Cómo es?

—Negra, muy usada. Con dos correas.

—Negra, dos correas, muy usada… Bien. Algún día de éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo repitan. Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te acercará un hombre y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar del libro de Goldstein. Tienes que devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.

Estuvieron callados un momento.

—Falta un par de minutos para que tengas que irte —dijo O’Brien—. Quizá volvamos a encontrarnos, aunque es muy poco probable, y entonces nos veremos en…

Winston lo miró fijamente.

—¿En el sitio donde no hay oscuridad? —dijo vacilando.

O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:

—En el sitio donde no hay oscuridad —repitió como si hubiera recogido la alusión—. Y mientras tanto, ¿hay algo que quieras decirme antes de salir de aquí? ¿Alguna pregunta?

Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacionadas con O’Brien o la Hermandad, le acudía a la mente una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su madre había pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor Charrington, el pisapapeles de cristal y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:

—Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.

O’Brien, muy serio, continuó la canción:

Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.

¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.

Cuando me haga rico, dicen las campanas de Shoreditch.

—¡¡Sabías el último verso!! —dijo Winston.

—Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes una de estas tabletas.

O’Brien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza que los huesos de Winston casi crujieron. Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O’Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos. Esperaba con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía Winston la mesa despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las bandejas de alambre cargadas de papeles. El incidente había terminado. Dentro de treinta segundos —pensó Winston— reanudaría O’Brien su interrumpido e importante trabajo al servicio del Partido.

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