1984

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Parte tercera » Capítulo VI

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CAPÍTULO VI

El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.

Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina aromatizada con clavo, la especialidad de la casa.

Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un momento a otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras. Winston había estado muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático (Oceanía estaba en guerra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora velocidad. El comunicado de mediodía no se había referido a ninguna zona concreta, pero probablemente a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo. Brazzaville y Leopoldville estaban en peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder el África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía amenazado.

Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciada, se apoderó de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse e incluso sentir algunas arcadas.

El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente unido en su mente con el olor de aquellas…

Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía una confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado desde que lo soltaron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le había intensificado. Tenía las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el problema de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo llenó. No había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno, tenía aquella mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su antigua colocación.

La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre pasado, ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que se pensó producir había sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.

Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en dos jugadas». Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso misticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.

La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y mucho más grave: «Estad preparados para escuchar un importante comunicado a las quince treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor importancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince treinta!». La musiquilla volvió a sonar.

A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sería el comunicado del frente; su instinto le dijo que habría malas noticias. Durante todo el día había pensado con excitación en la posible derrota aplastante en África. Le parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido violada y derramándose por aquellos territorios de Oceanía como una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido posible atacarlos por el flanco de algún modo? Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa occidental africana. Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que veía la horda negra avanzando hacia el Sur, vio también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de repente había cortado por la retaguardia todas las comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston como si por la fuerza de su voluntad estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero había que actuar con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de submarinos en El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva división del mundo, la destrucción del Partido. Winston respiró hondamente. Sentía una extraordinaria mezcla de sentimientos, pero en realidad no era una mezcla sino una sucesión de capas o estratos de sentimientos en que no se sabía cuál era la capa predominante.

Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un instante no pudo concentrarse en el problema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en el polvo de la mesa:

2 + 2 =

«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno. «Lo que te ocurre aquí es para siempre», le había dicho O’Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las que no era posible rehacerse. Algo moría en el interior de la persona; algo se quemaba, se cauterizaba. Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún peligro había en esto. Winston sabía instintivamente que ahora casi no se interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera deseado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable de marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba había muerto. Winston andaba rápidamente contra el viento, con las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En seguida le sorprendió que había cambiado de un modo indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal. Él se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se interesaba por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en dirección oblicua sobre el césped, como si tratara de librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados que no podían servir ni para esconderse ni para protegerse del viento. Allí se detuvieron. Hacía un frío molestísimo. El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó la cintura con un brazo.

No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además, podían verlos desde cualquier parte. No importaba; nada importaba. Podrían haberse echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido. Su carne se estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado y una larga cicatriz, oculta en parte por el cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio no radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda ella estaba rígida. Recordó Winston como una vez después de la explosión de una bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de entre unas ruinas y le había asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que resultaba manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo de Julia le producía ahora la misma sensación. Se le ocurrió pensar que la piel de esta mujer sería ahora de una contextura diferente.

No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos por el césped, lo miró Julia a la cara por primera vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta aversión procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no demasiado juntos. Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:

—Te traicioné.

—Yo también te traicioné —dijo él.

Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:

—A veces te amenazan con algo…, algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante, que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y que no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.

—Sólo te importas entonces tú mismo —repitió Winston como un eco.

—Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.

—No —dijo él—, no se siente lo mismo.

No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos instantes les producía una sensación embarazosa seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse.

—Tenemos que vernos otro día —dijo Winston.

—Sí, tenemos que vernos —dijo ella.

Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que andar con tanto frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar al café lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso y se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación, pero ya no podía distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo tan deformado.

«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio. No solamente lo había dicho, sino que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las…

Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de la telepantalla. Apareció una nota humorística, «la nota amarilla». Una voz que quizá no estuviera sucediendo de verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que tomase forma de sonido cantaba:

Bajo el Nogal de las ramas extendidas

yo te vendí y tú me vendiste.

Winston tenía los ojos más lacrimosos que de costumbre. Un camarero que pasaba junto a él vio que tenía vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella de ginebra.

Winston olió el líquido. Aquello estaba más repugnante cuanto más lo bebía, pero era el elemento en que él nadaba. Era su vida, su muerte y su resurrección. La ginebra lo hundía cada noche en un sopor animal, y también era la ginebra lo que le hacía revivir todas las mañanas. Al despertarse —rara vez antes de las once con los párpados pegajosos, una boca pastosa y la espalda que parecía habérsele partido— le habría sido imposible echarse abajo de la cama si no hubiera tenido siempre en la mesa de noche la botella de ginebra y una taza. Durante la mañana se quedaba escuchando la telepantalla con una expresión pétrea y la botella siempre a mano. Desde las quince hasta la hora de cerrar, se pasaba todo el tiempo en El Nogal. Nadie se preocupaba de lo que hiciera, no le despertaba ningún silbato ni le dirigía advertencias la telepantalla. Dos veces a la semana iba a un despacho polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el Ministerio de la Verdad, y trabajaba un poco, si a aquello podía llamársele trabajo. Había sido nombrado miembro de un subcomité de otro subcomité que dependía de uno de los innumerables subcomités que se ocupaban de las dificultades de menos importancia planteadas por la preparación de la undécima edición del Diccionario de Neolengua. En aquel despacho se dedicaban a redactar algo que llamaban el informe provisional, pero Winston nunca había llegado a enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna relación con la cuestión de si las comas deben ser colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros cuatro en el subcomité, todos en situación semejante a la de Winston. Algunos días se marchaban apenas se habían reunido después de reconocer sinceramente que no había nada que hacer. Pero otros días se ponían a trabajar casi con encarnizamiento haciendo grandes alardes de aprovechamiento del tiempo redactando largos informes que nunca terminaban. En esas ocasiones discutían sobre cuál era el asunto sobre cuya discusión se les había encargado y esto les llevaba a complicadas argumentaciones y sutiles distingos con interminables digresiones, peleas, amenazas e incluso recurrían a las autoridades superiores. Pero de pronto parecía retirárselas la vida y se quedaban inmóviles en torno a la mesa mirándose unos a otros con ojos apagados como fantasmas que se esfuman con el canto del gallo.

La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza otra vez. ¡El comunicado! Pero no, sólo era un cambio de música. Tenía el mapa de África detrás de los párpados, el movimiento de los ejércitos que él imaginaba era este diagrama; una flecha negra dirigiéndose verticalmente hacia el Sur y una flecha blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cortando la cola de la primera. Como para darse ánimos, miró el imperturbable rostro del retrato. ¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?

Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e hizo un intento de jugada. Pero no era aquélla la jugada acertada, porque…

Sin quererlo, le flotó en la memoria un recuerdo. Vio una habitación iluminada por la luz de una vela con una gran cama de madera clara y él, un chico de nueve o diez años que estaba sentado en el suelo agitando un cubilete de dados y riéndose excitado. Su madre estaba sentada frente a él y también se reía. Aquello debió de ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos momentos de reconciliación en que Winston no sentía aquel hambre imperiosa y le había vuelto temporalmente el cariño por su madre. Recordaba bien aquel día, un día húmedo de lluvia continua. El agua chorreaba monótona por los cristales de las ventanas y la luz del interior era demasiado débil para leer. El aburrimiento de los dos niños en la triste habitación era insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente que le dieran de comer, recorría la habitación revolviéndolo todo y dando patadas hasta que los vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita lloraba sin parar. Al final le dijo su madre: «Sé bueno y te compraré un juguete. Sí, un juguete precioso que te gustará mucho». Y había salido a pesar de la lluvia para ir a unos almacenes que estaban abiertos a esa hora y volvió con una caja de cartón conteniendo el juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era muy modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan mal cortados que apenas se sostenían. Winston recordaba el olor a humedad del cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le interesaba gran cosa. Pero entonces su madre encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron ocho veces ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pequeña para comprender de qué trataba el juego, miraba y se reía porque los veía reír a ellos dos. Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él era más pequeño.

Apartó de su mente estas imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en cuando le asaltaban falsos recuerdos. Esto no importaba mientras que se supiera lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el tablero de ajedrez, pero casi en el mismo instante dio un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler.

Un agudo trompetazo perforó el aire. Era el comunicado, ¡victoria!; siempre significaba victoria la llamada de la trompeta antes de las noticias. Una especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que se hallaban en el café. Hasta los camareros se sobresaltaron y aguzaron el oído.

La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz excitada gritaba en la telepantalla, pero apenas había empezado fue ahogada por una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido como por arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había sucedido como él lo había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de frases triunfales: «Amplia maniobra estratégica… perfecta coordinación… tremenda derrota medio millón de prisioneros… completa desmoralización… controlamos el África entera. La guerra se acerca a su final… victoria… la mayor victoria en la historia de la Humanidad. ¡Victoria, victoria, victoria!».

Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había movido de su asiento, pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba hasta ensordecer. Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo! ¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo hacía diez minutos —sí, diez minutos tan sólo—, todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de victoria o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho había cambiado en él desde aquel primer día en el Ministerio del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización final e indispensable, el cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía enumerando el botín, la matanza, los prisioneros, pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros volvían a su trabajo. Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención mientras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público, comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia armado lo seguía. La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.

Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión! ¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano.

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