1984

1984


Parte primera » Capítulo VIII

Página 11 de 33

CAPÍTULO VIII

Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad, no café de la Victoria—, un aroma penetrante. Winston se detuvo involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado tan de repente como un sonido.

Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían irritado sus varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que el número de asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de no hallarse trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún recreo colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra para ello en neolengua: vidapropia, es decir, individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al salir del Ministerio, el aromático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo el año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la perspectiva del aburrimiento, de los juegos anotadores, de las conferencias, de la falsa camaradería lubricada por la ginebra… Sintió el impulso de marcharse de la parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección que tomaba.

«Si hay esperanza —habría escrito en el Diario—, está en los proles». Estas palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un absurdo palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que en tiempos había sido la estación de San Pancracio. Marchaba por una calle empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores. De trecho en trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas: muchachas en la flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que perseguían a las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían dificultosamente y niños descalzos que jugaban en los charcos y salían corriendo al oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la gente no prestaba atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los delantales hablaban en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación.

—Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar —le dije—, pero tú no tienes los mismos problemas que yo».

—Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.

Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a Winston con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino una especie de alerta momentánea como cuando nos cruzamos con un animal desconocido. El mono azul del Partido no se veía con frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy concreto que hacer allí: las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así sucesivamente. No es que hubiera una disposición especial prohibiendo regresar a casa por un camino insólito, mas era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del Pensamiento lo descubría.

De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas partes. Hombres, mujeres y niños se metían veloces en sus casas como conejos. Una joven salió como una flecha por una puerta cerca de donde estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco, lo envolvió con el delantal y entró de nuevo en su casa; todo ello realizado con increíble rapidez. En el mismo instante, un hombre vestido de negro, que había salido de una callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole nervioso el cielo.

—¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!

«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los proles a las bombas cohetes.

Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles llevaban casi siempre razón cuando daban una alarma de esta clase. Parecían poseer una especie de instinto que les prevenía con varios segundos de anticipación de la llegada de un cohete, aunque se suponía que los cohetes volaban con más rapidez que el sonido. Winston se protegió la cabeza con los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se encontró cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima. Siguió andando. La bomba había destruido un grupo de casas de aquella calle doscientos metros más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra nube, ésta de polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una multitud. Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y en medio se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver qué era vio que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte del sangriento muñón, la mano era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció por una calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona afectada por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las veinte y los establecimientos de bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con una palabra antiquísima, «tabernas») estaban llenas de clientes. De sus puertas oscilantes, que se abrían y cerraban sin cesar, salía un olor mezclado de orines, serrín y cerveza.

En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos tres hombres. El de en medio tenía en la mano un periódico doblado que los otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes ya de acercarse lo suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la inmovilidad de sus cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era seguramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos pasos de ellos cuando de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a discutir violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.

—¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número terminado en siete ha ganado en estos catorce meses.

—Te digo que sí.

—No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo apuntados todos en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo que ningún número ha terminado en siete…

—Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue en febrero… En la segunda semana de febrero.

—Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.

—Bueno, a ver si lo dejáis —dijo el tercer hombre.

Estaban hablando de la lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de distancia. Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que pagaba cada semana enormes premios, era el único acontecimiento público al que los proles concedían una seria atención. Probablemente, había millones de proles para quienes la lotería era la principal razón de su existencia. Era toda su delicia, su locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente a la lotería, hasta la gente que apenas sabía leer y escribir parecía capaz de intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda una tribu de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos, sistemas para dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston nada tenía que ver con la organización de la lotería, dependiente del Ministerio de la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como cualquier miembro del Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas sumas y los ganadores de los grandes premios eran personas inexistentes. Como no había verdadera comunicación entre una y otra parte de Oceanía, esto resultaba muy fácil.

Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decirlo, sonaba a cosa razonable, pero al mirar aquellos pobres seres humanos, se convertía en un acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le despertó la sensación de que ya antes había estado por allí y que no hacía mucho tiempo fue una calle importante. Al final de ella había una escalinata por donde se bajaba a otra calle en la que estaba un mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él había adquirido el libro en blanco donde ahora llevaba su Diario. Y en otra tienda no muy distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.

Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la calle había una sórdida taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado, pero bastante activo, empujó la puerta oscilante y entró. Mientras observaba desde allí, se le ocurrió a Winston que aquel viejo, que por lo menos debía de tener ochenta años, habría sido ya un hombre maduro cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como él eran los últimos eslabones que unían al mundo actual con el mundo desaparecido del capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas ideas se hubieran formado antes de la Revolución. La generación más vieja había sido barrida casi por completo en las grandes purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron vivían aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que pudiera contar con veracidad las condiciones de vida en la primera mitad del siglo, tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del libro de historia que había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna, trabaría conocimiento con aquel viejo y le interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un muchacho, ¿se vivía entonces mejor que ahora o peor?». Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse, bajó la escalinata y cruzó la calle. Desde luego, era una locura. Como de costumbre, no había ninguna prohibición concreta de hablar con los proles y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar inadvertido ya que era rarísimo que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla, Winston podría decir que se había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó la puerta y le dio en la cara un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar él, las voces casi se apagaron. Todos los presentes le miraban su mono azul. Unos individuos que jugaban al blanco con unos dardos se interrumpieron durante medio minuto. El viejo al que él había seguido estaba acodado en el bar discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y enormes antebrazos. Otros clientes, con vasos en la mano, contemplaban la escena.

—¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? —decía el viejo.

—¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —preguntó el tabernero inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.

—Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que mandarle a la escuela.

—Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, medios litros… Ahí enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada cantidad de líquido.

—Cuando yo era joven —insistió el viejo— no bebíamos por litros ni por medios litros.

—Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles —dijo el tabernero guiñándoles el ojo a los otros clientes.

Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de Winston parecía haber desaparecido. El viejo enrojeció, se volvió para marcharse, refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo cogió deferentemente por el brazo.

—¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.

—Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no haberse fijado en el mono azul de Winston—. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! —añadió agresivo dirigiéndose al tabernero.

Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la única bebida que se podía conseguir en los establecimientos de bebidas de los proles. Estos no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la práctica se la proporcionaban con mucha facilidad. El tiro al blanco con dardos estaba otra vez en plena actividad y los hombres que bebían en el mostrador discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron durante unos momentos la presencia de Winston. Había una mesa debajo de una ventana donde el viejo y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en la habitación. De esto se había asegurado Winston en cuanto entró.

—Debe usted de haber visto grandes cambios desde que era usted un muchacho —empezó a explorar Winston.

La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde los cambios habían ocurrido.

—La cerveza era mejor —dijo por último—; y más barata. Cuando yo era un jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes de la guerra, naturalmente.

—¿Qué guerra era ésa? —preguntó Winston.

—Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con vaguedad. Levantó el vaso y brindó—. ¡A su salud, caballero!

En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de sorprendente rapidez arriba y abajo y la cerveza desapareció. Winston se acercó al mostrador y volvió con otros dos medios litros.

—Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—. Cuando yo nací sería usted ya un hombre hecho y derecho. Usted puede recordar lo que pasaba en los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi edad no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen los libros puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los libros de historia dicen que la vida anterior a la Revolución era por completo distinta de la de ahora. Había una opresión terrible, injusticias, pobreza… en fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo que era aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente no tenía qué comer desde que nacían hasta que morían. La mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos que ponerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y en cada habitación dormían diez personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos, sólo unos cuantos miles en todo el mundo, los capitalistas, que eran ricos y poderosos. Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas con treinta criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían champán y llevaban sombrero de copa.

El viejo se animó de pronto.

—¡Sombreros de copa! —exclamó—. Es curioso que los nombre usted. Ayer mismo pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve un sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La última vez que llevé uno fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue… pues por lo menos hace cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo alquilé para aquella ocasión…

—Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia —dijo Winston con paciencia—. Pero estos capitalistas —ellos, unos cuantos abogados y sacerdotes y los demás auxiliares que vivían de ellos— eran los dueños de la tierra. Todo lo que existía era para ellos. Ustedes, la gente corriente, los trabajadores, eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer con ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al Canadá como ganado. Si se les antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se enfadaban, los azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato de nueve colas. Si se encontraban ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse la gorra. Cada capitalista salía acompañado por una pandilla de lacayos que…

—¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he oído desde hace muchísimos años. ¡Lacayos! Eso me recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde Park los domingos por la tarde para escuchar a unos tipos que pronunciaban discursos: Ejército de salvación, católicos, judíos, indios… En fin, allí había de todo. Y uno de ellos…, no puedo recordar el nombre, pero era un orador de primera, no hacía más que gritar: «¡Lacayos, lacayos de la burguesía! ¡Esclavos de las clases dirigentes!». Y también le gustaba mucho llamarlos parásitos y a los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra algo así como hiena. Claro que se refería al Partido Laborista, ya se hará usted cargo.

Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su cuenta. Debía orientar un poco la conversación:

—Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más libertad que en la época de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser humano? En el pasado, los ricos, los que estaban en lo alto…

—La Cámara de los Lores —evocó el viejo.

—Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le trataba como a un inferior por el simple hecho de que ellos eran ricos y usted pobre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra y llamarles «señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?

El hombre reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuarto de litro de cerveza.

—Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra. Era una señal de respeto. Yo no estaba conforme con eso, pero lo hacía muchas veces. No tenía más remedio.

—¿Y era habitual —tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he leído en nuestros libros de texto para las escuelas—, era habitual en aquella gente, en los capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para tener libre el paso?

—Uno me empujó una vez —dijo el anciano—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día de regatas nocturnas y en esas noches había mucha gente grosera, y me tropecé con un tipo joven y jactancioso en la avenida Shaftesbury. Era un caballero, iba vestido de etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo zigzags por la acera y tropezó conmigo. Me dijo: «¿Por qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver si se ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a dar a usted para el pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor, eso le dije y no sé si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me manda debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y me dispuse a darle su merecido; sin embargo…

Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La memoria de aquel hombre no era más que un montón de detalles. Aunque se pasara el día interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus «declaraciones», los libros de Historia publicados por el Partido podían seguir siendo verdad, después de todo; podían ser incluso completamente verídicos. Hizo un último intento.

—Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted ha vivido mucho tiempo; la mitad de su vida ha transcurrido antes de la Revolución. En 1925, por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría usted decir, por lo que recuerda de entonces, que la vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si tuviera usted que escoger, ¿preferiría usted vivir entonces o ahora?

El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó su cerveza con más lentitud que la vez anterior y por último habló con un tono filosófico y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.

—Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que prefiero volver a ser joven. Muchos lo dicen porque en la juventud se tiene salud y fuerza. En cambio, a mis años nunca se está bien del todo. Tengo muchos achaques. He de levantarme seis y siete veces por la noche cuando me da el dolor. Por otra parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y eso es una gran ventaja. Yo hace treinta años que no he estado con una mujer, no sé si me creerá usted. Pero lo más grande es que no he tenido ganas.

Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando el viejo se levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el urinario apestoso que estaba al fondo del local. Winston siguió unos minutos sentado contemplando su vaso vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más —pensó—, la inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes de la Revolución mejor que ahora?» dejaría de tener sentido por completo. Pero ya ahora era imposible contestarla, puesto que los escasos supervivientes del mundo antiguo eran incapaces de comparar una época con otra. Recordaban un millón de cosas insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda de una bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una mañana tormentosa hace setenta años… pero todos los hechos trascendentales quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas, que pueden ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los testimonios escritos eran falsificados, las pretensiones del Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida con el cual pudieran ser comparadas.

En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de repente. Se detuvo y levantó la vista. Se hallaba en una calle estrecha con unas cuantas tiendecitas oscuras salpicadas entre casas de vecinos. Exactamente encima de su cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas que habían sido doradas. Conocía este sitio. Era la tienda donde había comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante arriesgado comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca más por allí. Sin embargo, en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había iniciado su Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó que aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más prudente estar oculto dentro de la tienda que a la vista de todos en medio de la calle, entró. Si le preguntaban podía decir que andaba buscando hojas de afeitar.

El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor molesto, pero tranquilizador. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto frágil, y un poco encorvado, con una nariz larga y simpática y ojos de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su cabello era casi blanco, pero las cejas, muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus movimientos acompasados y el hecho de que llevaba una vieja chaqueta de terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual como si hubiera sido un hombre de letras o quizás un músico.

De voz suave, algo apagada, tenía un acento menos marcado que la mayoría de los proles.

—Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado —dijo inmediatamente—. Usted es el caballero que me compró aquel álbum para regalárselo, seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel crema» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no se ha vuelto a fabricar un papel como ése —miró a Winston por encima de sus gafas—. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un vistazo?

—Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente—. He entrado a mirar estas cosas. No deseo nada concreto.

—Me alegro —dijo el otro— porque no creo que pudiera haberle servido. —Hizo un gesto de disculpa con su fina mano derecha—. Ya ve usted; la tienda está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio de antigüedades está casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de género. Los muebles, los objetos de porcelana y de cristal… todo eso ha ido desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales han sido fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un candelabro de bronce desde hace muchos años.

En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pero casi ninguno de ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos cuadros que cubrían por completo las paredes. En el escaparate se exhibían portaplumas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos que no pretendían funcionar y otras baratijas. Sólo en una mesita de un rincón había algunas cosas de interés: cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al acercarse Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y brillante que cogió para examinarlo.

Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy especial, tanto por su color como por la calidad del cristal. En su centro, aumentado por la superficie curvada, se veía un objeto extraño que recordaba a una rosa o una anémona.

—¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.

—Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede del Océano Índico. Solían engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.

—Es de una gran belleza —dijo Winston.

—De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con tono de entendido—. Pero hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer —carraspeó—. Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo el tiempo en que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho libras representaban… en fin, no sé exactamente cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy por las antigüedades auténticas, por las pocas que han quedado?

Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado objeto en el bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza como el aire que tenía de pertenecer a una época completamente distinta de la actual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de los que él había visto. Era de una suavidad extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su aparente inutilidad, aunque Winston pensó que en tiempos lo habían utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho, pero afortunadamente, no le abultaba demasiado en el bolsillo. Para un miembro del Partido era comprometedor llevar una cosa como aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza, resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la tienda pareció alegrarse mucho de cobrar los cuatro dólares. Winston comprendió que se habría contentado con tres e incluso con dos.

—Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver —le propuso—. No hay gran cosa en ella, pero tengo dos o tres piezas… Llevaremos una luz.

Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada escalera, de peldaños medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle, sino a un patio y a un bosque de chimeneas. Winston notó que los muebles estaban dispuestos como si fuera a vivir alguien en el cuarto. Había una alfombra en el suelo, un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto a la chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo, emitía su tic-tac desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana y ocupando casi la cuarta parte de la estancia había una enorme cama con el colchón descubierto.

—Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer —dijo el vendedor disculpándose—. Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una preciosa cama de caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar con ellas…

Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación y a su débil luz resultaba aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que sería muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a la semana si se decidiera a correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde luego, pero el dormitorio había despertado en él una especie de nostalgia, un recuerdo ancestral. Le parecía saber exactamente lo que se experimentaba al reposar en una habitación como aquélla, hundido en un butacón junto al fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin nadie más que le vigilara a uno, sin voces que le persiguieran ni más sonido que el murmullo de la tetera y el amable tic-tac del reloj.

—¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.

—Ah —dijo el hombre—. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado caras. Además no veo la necesidad… Fíjese en esa mesita de aquella esquina. Aunque, naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si quisiera utilizar las alas.

En otro rincón había una pequeña librería. Winston se apresuró a examinarla. No había ningún libro interesante en ella. La caza y destrucción de libros se había realizado de un modo tan completo en los barrios proles como en las casas del Partido y en todas partes. Era casi imposible que existiera en toda Oceanía un ejemplar de un libro impreso antes de 1960. El vendedor, sin dejar la lámpara, se había detenido ante un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la chimenea, frente a la cama.

—Si le interesan a usted los grabados antiguos… —propuso delicadamente.

Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de un edificio ovalado con ventanas rectangulares y una pequeña torre en la fachada. En torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una estatua. Winston la contempló unos momentos. Le parecía algo familiar, pero no podía recordar la estatua.

—El marco está clavado en la pared —dijo el otro—, pero podría destornillarlo si usted lo quiere.

—Conozco ese edificio —dijo Winston por fin—. Está ahora en ruinas, cerca del Palacio de Justicia.

—Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una iglesia. Creo que la llamaban San Clemente. —Sonrió como disculpándose por haber dicho algo ridículo y añadió—. «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente».

—¿Cómo? —dijo Winston.

—Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí me acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te vayas a acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza». Era una especie de danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban por dentro y cuando llegaban a aquello de «He aquí el hacha para cortarte la cabeza», bajaban los brazos y le cogían a uno. La canción estaba formada por los nombres de varias iglesias, de todas las principales que había en Londres.

Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era difícil determinar la edad de un edificio de Londres. Cualquier construcción de gran tamaño e impresionante aspecto, con tal de que no se estuviera derrumbando de puro vieja, se decía automáticamente que había sido construida después de la Revolución, mientras que todo lo anterior se adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media. Los siglos de capitalismo no habían producido nada de valor. Era imposible aprender historia a través de los monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había sido alterado sistemáticamente.

—No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.

—En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros fines —le aclaró el dueño de la tienda—. Ahora recuerdo otro verso:

Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.

No puedo recordar más versos.

—¿Dónde estaba San Martín? —dijo Winston.

—¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al Museo de Pinturas. Es una especie de porche triangular con columnas y grandes escalinatas.

Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda de varias clases: exposiciones de maquetas de bombas cohete y de fortalezas volantes, grupos de figuras de cera que ilustraban las atrocidades del enemigo y cosas por el estilo.

—San Martín de los Campos, como le llamaban —aclaró el otro—, aunque no recuerdo que hubiera campos por esa parte.

Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más incongruente que el pisapapeles de cristal e imposible de llevar a casa a no ser que le hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos minutos más hablando con el dueño, cuyo nombre no era Weeks —como él había supuesto por el rótulo de la tienda—, sino Charrington. El señor Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la tienda desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar el nombre que figuraba en el rótulo, pero nunca había llegado a convencerse de la necesidad de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción medio recordada le zumbaba a Winston en la cabeza. Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. Era curioso que al repetirse esos versos tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las campanas de un Londres desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin embargo, no recordaba haber oído campanas en su vida.

Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el piso de arriba. No quería que lo acompañase hasta la puerta para que no se diera cuenta de que reconocía la calle por si había alguien. En efecto, había decidido volver a visitar la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un mes. Después de todo, esto no era más peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido volver después de comprar el Diario sin saber si el dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo…

Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos. Compraría el grabado de San Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco escondiéndolo debajo del mono. Le haría recordar al señor Charrington el resto de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de alquilar la habitación del primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse antes por el escaparate de que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música improvisada.

Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las

De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una figura en mono azul avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia. Era la muchacha del Departamento de Novela, la joven del cabello negro. Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la cara y luego apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo hubiera visto.

Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De todos modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo seguido hasta allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde por la misma callejuela oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios habitados por los miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera viéndolo. Probablemente, lo había visto también en la taberna.

Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público. Pero en un barrio como aquél no había tales comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo dolor.

La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le era posible, volver a recorrerla hasta la salida. Sólo hacía tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si corría, podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra. Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener una coartada de su empleo del tiempo durante la tarde. Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y descansar.

Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción patriótica a grito pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no prestar atención a la voz.

Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.

Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había empezado una nueva canción. Su voz se le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O’Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable de crimental estaba completamente seguro de que lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?

Por fin, consiguió evocar la imagen de O’Brien. «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad», le había dicho O’Brien en el sueño. Winston sabía lo que esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él místicamente. Con la voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba en su mente desplazando al de O’Brien. Lo mismo que había hecho unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro de Winston:

LA GUERRA ES LA PAZ

LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Ir a la siguiente página

Report Page