1984

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Parte segunda » Capítulo II

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CAPÍTULO II

Winston emprendió la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel. Era el segundo día de mayo. Del corazón del bosque venía el arrullo de las palomas. Era un poco pronto. El viaje no le había presentado dificultades y la muchacha era tan experimentada que le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en que ella sabría escoger un sitio seguro. En general, no podía decirse que se estuviera más seguro en el campo que en Londres. Desde luego, no había telepantallas, pero siempre quedaba el peligro de los micrófonos ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían. Además, no era fácil viajar individualmente sin llamar la atención. Para distancias de menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a veces vigilaban patrullas alrededor de las estaciones de ferrocarril y examinaban los documentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le hacían difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar patrullas y desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cautamente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de vacaciones, quizá porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que viajaba Winston llevaba asientos de madera y su compartimiento estaba ocupado casi por completo con una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de un mes. Iban a pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaron con toda libertad a Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercado negro.

Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre los arbustos. No tenía reloj, pero no podían ser todavía las quince. Había tantas flores silvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y empezó a coger algunas, en parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir un ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un gran ramo y estaba oliendo su enfermizo aroma cuando se quedó helado al oír el inconfundible crujido de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió cogiendo florecillas. Era lo mejor que podía hacer. Quizá fuese la chica, pero también pudieran haberlo seguido. Mirar para atrás era mostrarse culpable. Todavía le dio tiempo de coger dos flores más. Una mano se le posó levemente sobre el hombro.

Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para prevenirle de que siguiera callado, luego apartó las ramas de los arbustos para abrir paso hacia el bosque. Era evidente que había estado allí antes, pues sus movimientos eran los de una persona que tiene la costumbre de ir siempre por el mismo sitio. Winston la siguió sin soltar su ramo de flores. Su primera sensación fue de alivio, pero mientras contemplaba el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se movía ante él, y se fijaba en el ancho cinturón rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar la curva de sus caderas, empezó a sentir su propia inferioridad. Incluso ahora le parecía muy probable que cuando ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría. La dulzura del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de la estación, el sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado, una criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de Londres. Se le ocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena luz. Llegaron al árbol derribado del que la joven había hablado. Esta saltó por encima del tronco y, separando las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un pequeño claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado todo por arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le dijo:

—Ya hemos llegado.

Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársele más.

—No quise hablar en la vereda —prosiguió ella— por si acaso había algún micrófono escondido. No creo que lo haya, pero no es imposible. Siempre cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la voz. Aquí estamos bien.

Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó a repetir tontamente:

—Estamos bien aquí.

—Sí. —Mira a los árboles, eran unos arbolillos de ramas finísimas—. No hay nada lo bastante grande para ocultar un micro. Además, ya he estado aquí antes.

Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente, con cierta ironía en la expresión, la joven estaba muy derecha ante él como preguntándose por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de flores silvestres se había caído al suelo. Winston le cogió la mano.

—¿Quieres creer —dijo— que hasta este momento no sabía de qué color tienes los ojos? —Eran castaños, bastante claros, con pestañas negras—. Ahora que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi presencia?

—Sí, bastante bien.

—Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi mujer. Tengo varices y cinco dientes postizos.

—Todo eso no me importa en absoluto —dijo la muchacha.

Un instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus brazos. Al principio, su única sensación era de incredulidad. El juvenil cuerpo se apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le daba en la cara y, aunque le pareciera increíble, le acercaba su boca y él la besaba. Sí, estaba besando aquella boca grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello y empezó a llamarle «querido, amor mío, precioso…». Winston la tendió en el suelo. Ella no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que no sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero no tenía deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La juventud y la belleza de aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres. Quizá fuera por alguna de estas razones o quizá por alguna otra desconocida. La joven se levantó y se sacudió del cabello una florecilla que se le había quedado prendida en él. Sentóse junto a él y le rodeó la cintura con su brazo.

—No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad que es un escondite magnífico? Me perdí una vez en una excursión colectiva y descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.

—¿Cómo te llamas? —dijo Winston.

—Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston… Winston Smith.

—¿Cómo te enteraste?

—Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime, ¿qué pensaste de mí antes de darte aquel papelito?

Winston no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era una especie de ofrenda amorosa empezar confesando lo peor.

—Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarte. Hace dos semanas pensé seriamente romperte la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te diré que te creía en relación con la Policía del Pensamiento.

La muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo bien que se había disfrazado.

—¡La Policía del Pensamiento!, qué ocurrencias. No es posible que lo creyeras.

—Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto… quizá por tu juventud y por lo saludable que eres; en fin, ya comprendes, creí que probablemente…

—Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos. Estandartes, desfiles, consignas, excursiones colectivas y todo eso. Y creíste que a las primeras de cambio te denunciaría como criminal mental y haría que te mataran.

—Sí, algo así… Ya sabes que muchas chicas son de ese modo.

—La culpa la tiene esa porquería —dijo Julia quitándose el cinturón rojo de la liga Anti-Sex y tirándolo a una rama, donde quedó colgado. Luego, como si el tocarse la cintura le hubiera recordado algo, sacó del bolsillo de su mono una tableta de chocolate. La partió por la mitad y le dio a Winston uno de los pedazos. Antes de probarlo, ya sabía él por el olor que era un chocolate muy poco frecuente. Era oscuro y brillante, envuelto en papel de plata. El chocolate, corrientemente, era de un color castaño claro y desmigajaba con gran facilidad; y en cuanto a su sabor, era algo así como el del humo de la goma quemada. Pero alguna vez había probado chocolate como el que ella le daba ahora. Su aroma le había despertado recuerdos que no podía localizar, pero que lo turbaban intensamente.

—¿Dónde encontraste esto? —dijo.

—En el mercado negro —dijo ella con indiferencia—. Yo me las arreglo bastante bien. Fui jefe de sección en los Espías. Trabajo voluntariamente tres tardes a la semana en la Liga juvenil Anti-Sex. Me he pasado horas y horas desfilando por Londres. Siempre soy yo la que lleva uno de los estandartes. Pongo muy buena cara y nunca intento librarme de una lata. Mi lema es «grita siempre con los demás». Es el único modo de estar seguros.

El primer trocito de chocolate se le había derretido a Winston en la lengua. Su sabor era delicioso. Pero le seguía rondando aquel recuerdo que no podía fijar, algo así como un objeto visto por el rabillo del ojo. Hizo por librarse de él quedándole la sensación de que se trataba de algo que él había hecho en tiempos y que hubiera preferido no haber hecho.

—Eres muy joven —dijo—. Debes de ser unos diez o quince años más joven que yo. ¿Qué has podido ver en un hombre como yo que te haya atraído?

—Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme. Conozco en seguida a la gente de la acera de enfrente. En cuanto te vi supe que estabas contra ellos.

Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y sobre todo el Partido Interior, sobre el cual hablaba Julia con un odio manifiesto que intranquilizaba a Winston, aunque sabía que aquel sitio en que se hallaban era uno de los poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le asombraba la rudeza con que hablaba Julia. Se suponía que los miembros del Partido no decían palabrotas, y el propio Winston apenas las decía como no fuera entre dientes. Sin embargo, Julia no podía nombrar al Partido, especialmente al Partido Interior, sin usar palabras de esas que solían aparecer escritas con tiza en los callejones solitarios. A él no le disgustaba eso, puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven contra el Partido y sus métodos. Y semejante actitud resultaba natural y saludable, como el estornudo de un caballo que huele mala avena. Habían salido del claro y paseaban por entre los arbustos. Iban cogidos de la cintura siempre que tenían sitio suficiente para pasar los dos juntos. Notó que la cintura de Julia resultaba mucho más suave ahora que se había quitado el cinturón. Seguían hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era mejor ir con prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.

—No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que nos viera. Estaremos mejor detrás de las ramas.

Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose por las innumerables hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó el campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación de reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla, medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en densas masas como cabelleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera de su vista, habría un arroyuelo.

—¿No hay por aquí cerca un arroyo? —murmuró.

—Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy grandes por cierto. Se puede verlos en las charcas que se forman bajo los sauces.

—Es el País Dorado… casi —murmuró.

—¿El País Dorado?

—No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.

—¡Mira! —susurró Julia.

Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi al nivel de sus caras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio, inclinó la cabecita un momento, como si saludara respetuosamente al sol y empezó a cantar torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el volumen de aquel sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música del ave continuó, minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin repetirse nunca, casi como si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto. Winston lo contemplaba con un vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún aparato podría registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera escuchando con toda atención; sí, escuchando aquello. Gradualmente la música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que saliera y se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente.

El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo alarmado.

Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Sí! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico gesto con el cual toda una civilización parecía amilanarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.

—¿Has hecho esto antes?

—Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.

—¿Con miembros del Partido?

—Sí, siempre con miembros del Partido.

—¿Con miembros del Partido del Interior?

—No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan sagrados como pretenden.

Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera a corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no era más que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.

La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.

—Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo comprendes?

—Sí, perfectamente.

—Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en ninguna parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.

—Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.

—¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la cosa en sí.

—Lo adoro.

Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Ésta era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la hierba entre las campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo se fueron separando. El sol parecía haber intensificado su calor. Los dos estaban adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.

Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se despertó Winston. Se incorporó y contempló a Julia, que seguía durmiendo tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano. Aparte de la boca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y corto era extraordinariamente abundante y suave. Pensó entonces que todavía ignoraba el apellido y el domicilio de ella.

Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en él un compasivo y protector sentimiento. Pero la ternura que había sentido mientras escuchaba el canto del pájaro había desaparecido ya. Le apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.

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