1984

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Parte segunda » Capítulo VI

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CAPÍTULO VI

Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado mensaje. Le parecía a Winston que toda su vida había estado esperando que esto sucediera.

Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había llegado al sitio donde Julia le deslizó aquel día en la mano su declaración. La persona, quien quiera que fuese, tosió ligeramente sin duda como preludio para hablar. Winston se detuvo en seco y volvió la cara. Era O’Brien.

Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era emprender la huida. El corazón le latía a toda velocidad.

No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, O’Brien, poniéndole amistosamente una mano en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó a hablar con su característica cortesía, seria y suave, que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros del Partido Interior.

—He estado esperando una oportunidad de hablar contigo —le dijo—; estuve leyendo uno de tus artículos en neolengua publicados en el Times. Tengo entendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.

Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte.

—No muy erudito —dijo—. Soy sólo un aficionado. No es mi especialidad. Nunca he tenido que ocuparme de la estructura interna del idioma.

—Pero lo escribes con mucha elegancia —dijo O’Brien—. Y ésta no es sólo una opinión mía. Estuve hablando recientemente con un amigo tuyo que es un especialista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la lengua.

Winston sintió un escalofrío. O’Brien no podía referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona. Cualquier referencia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa. De manera que la alusión que acababa de hacer O’Brien debía de significar una señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente el corredor hasta que O’Brien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:

—Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dos palabras ya anticuadas. En realidad, hace muy poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario de Neolengua?

—No —dijo Winston—. No creía que estuviese ya publicado. Nosotros seguimos usando la novena edición en el Departamento de Registro.

—Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han circulado algunos ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?

—Muchísimo —dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la intención del otro.

—Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un mensajero con el diccionario? Pero temo no acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera. Voy a darte mi dirección.

Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, O’Brien se buscó maquinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz tinta dorado. Colocándose respecto a la telepantalla de manera que el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la hoja y se la dio a Winston.

—Suelo estar en casa por las tardes —dijo—. Si no, mi criado te dará el diccionario.

Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto con otros.

No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era una manera de que Winston pudiera saber la dirección de O’Brien. Aquel recurso era necesario porque a no ser directamente, nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que O’Brien le había estado diciendo. Quizás se encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado ya en contacto con ella.

Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación de O’Brien. Quizás al día siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso que había empezado a incubarse varios años antes. El primer paso consistió en un pensamiento involuntario y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todos modos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba O’Brien y penetraba en él el sentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue como si avanzara hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.

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