1984

1984

George Orwell

En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con el peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.
—¡Arriba las manos! chilló una voz salvaje.

Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos, hacía el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por el gesto del maldad que veía en el niño.

—¡Eres un traidor! grito el chico—. ¡Eres un crirninal mental ¡Eres un espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal.

De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal mental!», imitando la niña todos los movimientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo así como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores de hombres. Había una especie de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser va casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.

La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.
—Hacen tanto ruido… Dijo ella——. Están disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos; tengo demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su trabajo a tiempo.

—¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan? Gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su edad.
—¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! —canturreaba la chiquilla mientras saltaba.

Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les hacía gran ilusión asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba un tirachinas en el bolsillo.

—¡Goldstein! Gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.

De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar estaba leyendo, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.

Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de todo era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los

slogans
gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano… todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el
Times

publicara unas líneas describiendo cómo alguna viborilla —la denominación oficial era «heroico niño» había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en casa.
La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado. Winston volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O’Brien.

Años atrás —cuánto tiempo hacía, quizás siete años— había soñado Winston que paseaba por una habitación oscura… Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar él: «Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad». Se lo había dicho con toda calma, de una manera casual, más como una afirmación cualquiera que como una orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no le habían impresionado. Fue sólo más tarde y gradualmente cuando empezaron a tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el sueño cuando había visto a O’Brien por vez primera; y tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de O’Brien. Pero, de todos modos, era indudablemente O’Brien quien le había hablado en la oscuridad.

Nunca había podido sentirse absolutamente seguro —incluso después del fugaz encuentro de sus miradas esta mañana— de si O’Brien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante que el afecto o el partidismo. «Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad», le había dicho. Winston no sabía lo que podían significar estas palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.

La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este momento nos llega un notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del notirrelámpago … »

Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un repugnante realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con fantásticas cifras de muertos y prisioneros… para decirnos luego que, desde la semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de los treinta de ahora.

Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantalla —no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor del chocolate perdido— lanzó los acordes de
Oceanía, todo para ti.
Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.
Oceanía, todo para ti,

terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla El día era todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.

Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ingsoc aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y ¿Cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría siempre? Como respuesta, los tres

slogans
sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la cabeza del Gran Hermano. Los ojos de éste le perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas partes. Siempre los ojos que os contemplaban y la voz que os envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.

El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario, para el pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor— el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él

lo vaporizarían.
Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompería. La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios… Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:
Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar… ¡muchas felicidades!

Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en que empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió:
El crimental
(el crimen de la mente)
no implica la muerte; el crimental es la muerte misma.

Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que le pueden delatar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del cabello color de arena o la muchacha morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma anticuada y
qué

habría escrito… y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.

Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero, por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un dedo recogió una partícula de polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que caerse si cogían el libro.
CAPITULO III

Winston estaba soñando con su madre. El debía de tener unos diez u once años cuando su madre murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las suelas extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas. Seguramente, tanto el padre como la madre debieron de haber caído en una de las primeras grandes

purgas
de los años cincuenta.

En aquel momento en el sueño —su madre estaba sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana sólo recordaba Winston que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se hallaban las dos en algún sitio subterráneo por ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda—, pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo sin cesar. Si, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la hermana lo miraban a él desde la tenebrosidad de las aguas que invadían el buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían verlo todavía y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir cayendo en las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a otro las ocultarían para siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se hundían

porque
él estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en las caras de ellas este conocimiento. Pero la expresión de las dos no le reprochaba nada ni sus corazones tampoco —el lo sabía— y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las cosas.

No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro de que, de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que había soñado, fue que la muerte de su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad —vida privada, amor y amistad— y en que los miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello. El recuerdo de su madre le torturaba porque había muerto amándole cuando él era demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de alguna manera —no recordaba cómo— se había sacrificado a un concepto de la lealtad que era privatísimo e inalterable. Bien comprendía Winston que esas cosas no podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto lo había visto, soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a él a través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar de hundirs

De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con un sendero que serpenteaba por él y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se velan unos olmos que se balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro arroyuelo de lento fluir.

La muchacha morena venía hacia él por aquel campo.

Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto, parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo. También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con la palabra «Shakespeare» en los labios.

La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía el tímpano y que continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran las cero—siete—quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston se echó abajo de la cama desnudo porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo tres mil cupones para vestimenta durante el año y un pijama necesitaba seiscientos cupones— y se puso un sucio
singlet
y unos
shorts

que estaban sobre una silla. Dentro de tres minutos empezarían las Sacudidas Físicas. Inmediatamente le entró el ataque de tos habitual en él en cuanto se despertaba.
Vació tanto sus pulmones que, para volver a respirar, tuvo que tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en rápida sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus varices le habían empezado a escocer.

—¡Grupo de treinta a cuarenta! —ladró una penetrante voz de mujer—. ¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual había aparecido ya la imagen de una mujer más bien joven, musculoso y de facciones duras, vestida con una túnica y calzando sandalias de gimnasia.
—¡Doblad y extended los brazos! —gritó—. ¡Contad a la vez que yo!
¡Uno,

dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida en lo que hacéis!
¡Uno,
dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! …

La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en Winston la impresión que le había dejado el ensueño y los movimientos rítmicos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo. Mientras doblaba y desplegaba mecánicamente los brazos —sin perder ni por un instante la expresión de contento que se consideraba apropiada durante las Sacudidas Físicas—, se esforzaba por resucitar el confuso período de su primera infancia. Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de los años cincuenta y tantos —final de la década— todo se desvanecía. Sin datos externos de ninguna clase a que referirse era imposible reconstruir ni siquiera el esquema de la propia vida. Se recordaban los acontecimientos de enormes proporciones —que muy bien podían no haber acaecido—, se recordaban también detalles sueltos de hechos sucedidos en la infancia, de cada uno, pero sin poder captar la atmósfera. Y había extensos períodos en blanco donde no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo había sido diferente. Incluso los nombres de los países y sus formas en el mapa. La Franja Aérea número 1, por ejemplo, no se llamaba así en aquellos días: la llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque Londres —Winston estaba casi seguro de ello— se había llamado siempre Londres.

No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera estado en guerra, pero era evidente que había un intervalo de paz bastante largo durante su infancia porque uno de sus primeros recuerdos era el de un ataque aéreo que parecía haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica cayó en Colchester. No se acordaba del ataque propiamente dicho, pero sí de la mano de su padre que le tenía cogida la suya mientras descendían precipitadamente por algún lugar subterráneo muy profundo, dando vueltas por una escalera de caracol que finalmente le había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo que dejarle descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía a bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo llevase un lío de mantas. Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera nacido por entonces. Por último, desembocaron a un sitio ruidoso y atestado de gente, una estación de Metro.


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