1984

1984

George Orwell

Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo comprendía ahora— había estado expuesto a capitular mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al Ministerio del Amor e incluso durante aquellos minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer— se dio plena cuenta de la superficialidad y frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos sus actos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradas o deducidas por el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de su diario la habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían estado juntos. Sí, incluso… Ya no podía seguir luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios? La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡Claro que…!

El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos que le acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:
LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:
DOS Y DOS SON CINCO
Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque estaba seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
EL PODER ES DIOS

Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido alterado. Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y Rutherford eran culpables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensado lo contrario, pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás venía por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil, excepto… !

Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonterías. La ley de la gravedad era una imbecilidad. «Si yo quisiera —había dicho O’Brien—, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón.» Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que en algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante? ¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y sólo lo que allí sucede tiene una realidad.

No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio en verdadero peligro de sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha que tapara cualquier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la conciencia. Este proceso había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba
paracrimen
. Era el freno de cualquier acto delictivo.

Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan diflcil de conseguir.

Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho O’Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención, interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento esperado. La tradición —no la tradición oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.

Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro de anchura por el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.

De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:
—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.

Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había echado encima por aquel momento de debilidad?

Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido, pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista. Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la esperanza de mantener inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error hubiera salido a la superficie de un modo tan evidente. O’Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones habían sido una excelente confesión.

Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara procurando familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa. No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba el control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una especie de pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto de su persona; algo así como un quiste.

Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pero unos segundos antes podría adivinarse. Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez segundos. Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin alterar el gesto… podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores a su muerte, todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo instante ¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido, quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.

Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que degradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente. ¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?

En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. O’Brien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.
—Levántate —dijo O’Brien——. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O’Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
—Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara.

Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
—Lo odio.

—¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
—Habitación 101 —dijo.
CAPITULO V

En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston —o creyó saber— hacia dónde se hallaba, aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas. Probablemente había pequeñas diferencias en la presión del aire. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación donde O’Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar.

Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no se fijó más que en dos mesitas ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la otra más lejos, cerca de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás una especie de almohadilla obligándole a mirar de frente.

Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta entró O’Brien.
—Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O’Brien, no podía Winston ver lo que era aquello.

—Lo peor del mundo —continuó O’Brien— varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo o morir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A veces se trata de una cosa sin importancia, que ni siquiera es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.

Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que había en la mesa. Era una jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima con la parte cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía a lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
—En tu caso —dijo O’Brien—, lo peor del mundo son las ratas.

Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premonitorio, un miedo a no sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué —servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsela los intestinos.
—¡No puedes hacer eso! —gritó con voz descompuesta—. ¡Es imposible! ¡No puedes hacerme eso!

—¿Recuerdas —dijo O’Brien— el momento de pánico que surgía repetidas veces en tus sueños? Había frente a ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible. Sabías que
sabías
lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que había al otro lado del muro eran ratas.
—¡O’Brien! —dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz . Sabes muy bien que esto no es necesario. ¿Qué quieres que diga?

O’Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico estilo de maestro de escuela. Miró pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.

—El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz de resistir el dolor incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se puede pensar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de un río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una presión que no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.

—Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?

O’Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston, colocándola cuidadosamente sobre la gamuza. Winston podía oírse la sangre zumbándole en los oídos. Sentíase más abandonado que nunca. Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban todos los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel es parda en vez de gris.

—La rata —dijo O’Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible, a pesar de ser un roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las mujeres no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas los atacan, y bastaría muy peco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos. También atacan a los enfermos y a los moribundos. Demuestran poseer una asombrosa inteligencia para conocer cuándo esta indefenso un ser humano.

Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran distancia. Las ratas luchaban entre ellas; querían alcanzarse a través de la división de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido. Ese gemido era suyo.

O’Brien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas perfectamente. O’Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara.

—He apretado el primer resorte —dijo O’Brien—. Supongo que comprenderás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.

La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima de su cabeza. Luchó curiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo…, pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio en el olfato como si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el

cuerpo
de otro ser humano entre las ratas y él.

El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión de todo lo que no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba alocada, mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico. Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.

—Era un castigo muy corriente en la China imperial —dijo O’Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego…, no, no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pronto que en todo el mundo sólo había
una

persona a la que pudiese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
—¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!

Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas… Se encontraba ya a muchos años—luz de distancia, pero O’Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre, en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.

CAPITULO VI

El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.

Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina aromatizado con clavo, la especialidad de la casa.


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