1984

1984

George Orwell

Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la Verdad, aunque eran va las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias. Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.

Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonoras, fotografías… todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la afianza con Asia Oriental. El trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos. Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los camareros de la cantina—. Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo que su primer trabaj

Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra eran considerables.

Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su lápiz—pluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro rollo y después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. Inesperadamente, se anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana. Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el

libro, la
cual había permanecido entre sus pies —mientras trabajaba— y debajo de su cuerpo mientras dormía. Se fue a casa, se afeitó y casi se quedó dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.

Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington. Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se la había pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida. Mientras la esperaba, tenía el
libro.
Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.

Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y el libro se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada decía:
TEORÍA Y PRÁCTICA DEL COLECTIVISMO OLIGARQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza

Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —probablemente desde fines del periodo neolítico— ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.

Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.

Winston interrumpid la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir el impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En la habitación misma no había más sonido que el débil tic—tac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la eternidad. De pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el deseo de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:


CAPITULO III
La guerra es la paz

La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber sido previsto —y que en realidad lo fue antes de mediar el siglo XX. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes, Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de otra década de confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional. Asia Oriental, potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida, abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.

Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras. Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo bélico es continuo v universal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el bando propio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado el or

Para comprender la naturaleza de la guerra actual —pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra— hay que darse cuenta en primer lugar de que esta guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas. Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué luchar. Con las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas principales de las guerras anteriores, ha dejado de tener sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo. Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong—Kong, que contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla totalmente esa

Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también de centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones, reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más territorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar más territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano Indico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia Oriental nunca es estable; en torno al Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y el territorio que c

La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo XIX había sido un problema latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora, aunque son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo —un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura— era el ideal de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir en una sociedad e

Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción —era ya, en sí mismo, la destrucción— de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la

riqueza,
en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el
poder

siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola —como querían algunos pensadores de principios de este siglo— no era una solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien armado.

Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua.

El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante, por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros del Partido Interior llevan

Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso e incluso inteligente —siempre dentro de límites reducidos, claro está—, pero siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una continua sensación orgiástico de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo son más inte

Todos los miembros del Partido Interior creen en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia en su antiguo sentido ha dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir la libertad humana.

Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la terapéutica del


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