1984

1984

George Orwell

Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era emprender la huida. El corazón le latía a toda velocidad.
No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, O’Brien, poniéndole amistosamente una mano en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó a hablar con su característica cortesía, seria y suave, que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros del Partido Interior.

—He estado esperando una oportunidad de hablar contigo —le dijo—; estuve leyendo uno de tus artículos en neolengua publicados en el
Times.
Tengo entendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.
Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte.
—No muy erudito —dijo—. Soy sólo un aficionado. No es mi especialidad. Nunca he tenido que ocuparme de la estructura interna del idioma.

—Pero lo escribes con mucha elegancia —dijo O’Brien—. Y ésta no es sólo una opinión mia. Estuve hablando recientemente con un amigo tuyo que es un especia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la lengua.
Winston sintió un escalofrío. O’Brien no podía referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba muerto, sino que había sido abolido. Era una
nopersona.

Cualquier referencia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa. De manera que la alusión que acababa de hacer O’Brien debía de significar una señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente el corredor hasta que O’Brien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:

—Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dos palabras ya anticuadas. En realidad, hace muy poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario de Neolengua?
—No —dijo Winston—. No creía que estuviese ya publicado. Nosotros seguimos usando la novena edición en el Departamento de Registro.

—Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han circulado algunos ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?
—Muchísimo —dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la intención del otro.

—Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un mensajero con el diccionario? Pero temo no acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera. Voy a darte mi dirección.

Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, O’Brien se buscó maquinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz tinta morado. Colocándose respecto a la telepantalla de manera que el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la hoja y se la dio a Winston.
—Suelo estar en casa por las tardes —dijo—. Si no, mi criado te dará el diccionario.

Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto con otros.

No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era una manera de que Winston pudiera saber la dirección de O’Brien. Aquel recurso era necesario porque a no ser directamente, nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que O’Brien le había estado diciendo. Quizás se encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado ya en contacto con ella.

Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación de O’Brien. Quizás al día siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso que había empezado a incubarse varios años antes. El primer paso consistió en un pensamiento involuntario y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todos modos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba O’Brien y penetraba en él el sentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue como si avanzara hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.

CAPITULO VII

Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia:
«He soñado que… », y se detuvo porque no podía explicarlo. Era excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados con él que habían surgido en su mente segundos después de despertarse.

Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias. El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.

—¿Sabes? —dijo Winston—, hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.
—¿Por qué la asesinaste? —le preguntó Julia medio dormida.
—No, no la asesiné. Físicamente, no.

En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo más, doce.

Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos… y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.

Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó en ella un, súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente —incluso para un niño como Winston— que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo lo necesario —guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo—, todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tan delgado que parecía simiesco. De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.

Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.

Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo —meses enteros— que no daban chocolate. Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas (por entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta fuera dividida en tres partes iguales. De pronto —en el ensueño—, como si estuviera escuchando a otra persona, Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, regateos… su hermanita agarrándose a la madre con las dos manos —exactamente como una monita— miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mirando un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió huyendo.

—¡Winston! ¡Winston! —le gritó su madre. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.

El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita, consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate derritiéndosele entre los dedos.

Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella época, estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado —como hicieron con el mismo Winston— a una de las colonias de niños huérfanos (les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.

El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía contener un profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se oscurecía por momentos.
Le contó a Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la cama y se colocó en una posición más cómoda.

—Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo —dijo indiferente— . Todos los niños son unos cerdos.
—Sí, pero el sentido de esa historia…

Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía y ni u

—Los proles son seres humanos —dijo en voz alta—. Nosotros, en cambio, no somos humanos.
—¿Por qué? —dijo Julia, que había vuelto a despertarse.
Winston reflexionó un momento.
—¿No se te ha ocurrido pensar —dijo— que lo mejor que haríamos sería marchamos de aquí antes de que sea demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
—Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.

—Hemos tenido suerte —dijo Winston—; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
—¡No!. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas para seguir viviendo.

—Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año… no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar las cosas.

—Si quieren que confesemos —replicó Julia— lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.
—No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar… esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.

—A eso no pueden obligarte —dijo al cabo de un rato—. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
—Eso es verdad —dijo Winston con un poco más de esperanza—. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.

Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían espiarle a uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios. Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.

CAPITULO VIII

Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.

La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O’Brien ante una mesa, bajo una lámpara de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y Winston.

El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían hecho… Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este despacho, y una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes y sólo se reunieron a la puerta de O’Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni siquiera en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de todo lo que allí había, los olores —tan poco familiares— a buena comida y a excelente tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro… todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara salir. Sin embargo, el criado de O’Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de cuerpos humanos.

O’Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.

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