1984

1984

George Orwell

De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denunciado a la P. del P. con toda seguridad si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en este momento era el agobiante calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa como aquélla, once años antes. Katharine y Winston se habían extraviado durante una de aquellas excursiones colectivas que organizaba el Partido. Iban retrasados y por equivocación doblaron por un camino que los condujo rápidamente a un lugar solitario. Estaban al borde de un precipicio. Nadie había allí para preguntarle. En cuanto se dieron cuenta de que se habían perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa. Hallarse alejada de la ruidosa multitud de excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento, le producía un fuerte sentido de culpabilidad. Quería volver inmediatamente por el camino que habían tomado por error y empezar a buscar en la dirección contraria. Pero en aquel momento Winston descubrió unas plantas que le llamaron la atención. Nunca había visto nada parecido Y llamó a Katharine para que las viera.

—¡Mira, Katharine; mira esas flores! Allí, al fondo; ¿ves que son de dos colores diferentes?

Ella había empezado ya a alejarse, pero se acercó un momento, a cada instante más intranquila. Incluso se inclinó sobre el precipicio para ver donde señalaba Winston. Él estaba un poco más atrás y le puso la mano en la cintura para sostenerla. No había nadie en toda la extensión que se abarcaba con la vista, no se movía ni una hoja y ningún pájaro daba señales de presencia. Entonces pensó Winston que estaban completamente solos y que en un sitio como aquél había muy pocas probabilidades de que tuvieran escondido un micrófono, e incluso si lo había, sólo podría captar sonidos. Era la hora más cálida y soñolienta de la tarde. El sol deslumbraba y el sudor perlaba la cara de Winston. Entonces se le ocurrió que…

—¿Por qué no le diste un buen empujón? —dijo Julia—. Yo lo habría hecho.
—Sí, querida; yo también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona que ahora soy. Bueno, no estoy seguro…
—¿Lamentas ahora haber desperdiciado la ocasión?
—Sí. En realidad me arrepiento de ello.

Estaban sentados muy juntos en el suelo. El la apretó más contra sí. La cabeza de ella descansaba en el hombro de él y el agradable olor de su cabello dominaba el desagradable hedor a palomar. Pensó Winston que Julia era muy joven, que esperaba todavía bastante de la vida y por tanto no podía comprender que empujar a una persona molesta por un precipicio no resuelve nada.
—Habría sido lo mismo —dijo.
—Entonces, ¿por qué dices que sientes no haberío hecho?

—Sólo porque prefiero lo positivo a lo negativo. Pero en este juego que estamos jugando no podemos ganar. Unas clases de fracaso son quizá mejores que otras, eso es todo.

Notó que los hombros de ella se movían disconformes. Julia siempre lo contradecía cuando él opinaba en este sentido. No estaba dispuesta a aceptar como ley natural que el individuo está siempre vencido. En cierto modo comprendía que también ella estaba condenada de antemano y que más pronto o más tarde la Policía del Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra parte de su cerebro creía firmemente que cabía la posibilidad de construirse un mundo secreto donde vivir a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y audacia. No comprendía que la felicidad era un mito, que la única victoria posible estaba en un lejano futuro mucho después de la muerte, y que desde el momento en que mentalmente le declaraba una persona la guerra al Partido, le convenía considerarse como un cadáver ambulante.

—Los muertos somos nosotros —dijo Winston.
—Todavía no hemos muerto —replicó Julia prosaicamente.
—Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de seis meses, un año o quizá cinco. Le temo a la muerte. Tú eres joven y por eso mismo quizá le temas a la muerte más que yo. Naturalmente, haremos todo lo posible por evitarla lo más que podamos. Pero la diferencia es insignificante. Mientras que los seres humanos sigan siendo humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo mismo.

—Oh, tonterías. ¿Qué preferirlas: dormir conmigo o con un esqueleto? ¿No disfrutas de estar vivo? ¿No te gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano, esto mi pierna, soy real, sólida, estoy viva?… ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentir sus senos, maduros pero firmes, a través de su mono. Su cuerpo parecía traspasar su juventud y vigor hacia él.
—Sí, me gusta —dijo Winston.

—No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que fijar la próxima cita. Si te parece bien, podemos volver a aquel sitio del bosque. Ya hace mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por un camino distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el tren… Pero lo mejor será que te lo dibuje aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero un cuadrito de polvo y con una ramita de un nido de palomas empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.
CAPITULO IV

Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington, junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas, seguía con su tic—tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el pisapapeles de cristal que había comprado en su visita anterior brillaba suavemente en la semioscuridad.

En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington. Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a las diecinueve treinta.

El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flotado en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal reflejado en la brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el señor Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contrario, se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado que daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y una vez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refugio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una salida a un callejón.

Alguien cantaba bajo la ventana. Winston se asomó por detrás de los visillos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos de un color moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada vez unos pañitos cuadrados que Winston reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con poderosa voz de contralto:

Era sólo una ilusión sin esperanza
que pasó como un día de abril;
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.

Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una de las producciones de una subsección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra de estas canciones se componía sin intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos sonidos casi agradables. Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños en la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de telepantalla.

«¡Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia y él pudieran frecuentar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo techo y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él. Durante algún tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en preparación de la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de costumbre, Winston no miró directamente a Julia y ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada dirección. Winston se fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que estaba más pálida que de costumbre.

—Lo de mañana es imposible —murmuró Julia en cuanto creyó prudente poder hablar.
—¿Qué?
—Que mañana no podré ir.

La primera reacción de Winston fue de violenta irritación. Durante el mes que la había conocido la naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al principio había habido muy poca sensualidad real. Su primer encuentro amoroso había sido un acto de voluntad. Pero después de la segunda vez había sido distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca, el tacto de su piel parecían habérsele metido dentro o estar en el aire que lo rodeaba. Se había convertido en una necesidad física, algo que no solamente quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en aquel momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se unieron y ella le acarició los dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino su afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta entonces por ella, se apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez años casado con Julia. Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las calles, pero no como ahora lo hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno, hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos necesarios para la casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a acostarse cada vez que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino al día siguiente, cuando se le ocurrió la idea de alquilar la habitación del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó inmediatame

En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia irrumpió en la habitación. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.
—Un momento —dijo—. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese asqueroso café de la Victoria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo necesitaremos. Mira.

Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias herramientas, entre ellas un destornillador, pero debajo venían varios paquetes de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera que se le tocaba.
—No será azúcar, ¿verdad? —dijo, asombrado.

—Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un magnífico pan blanco, no esas porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en esto; estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco para que no se conociera, porque…

Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado. El aroma que despedía aquello llenaba la habitación, un olor exquisito que parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se percibía ya de vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la puerta violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle llena de gente y que desaparecía al instante.

—Es café —murmuró Winston—; café de verdad. —Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.
—¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
—Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero, claro está, los camareros, las criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en cuando. Y… mira: también te traigo un paquetito de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del paquete y lo olió.
—Es té auténtico.

—Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así —dijo Julia vagamente. Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.

Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y cantó con mucho sentimiento:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años ,
me retuercen el corazón.

Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación en el cálido aire estival, bastante armoniosa y cargada de una especie de feliz melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido perfectamente feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa lavada para tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a Winston no haber oído nunca a un miembro del Partido cantando espontáneamente y en soledad. Habría parecido una herejía política, una excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a punto de morirse de hambre.

—Ya puedes volverte —dijo Julia.

Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación había sido mucho mayor. Se había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje en alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso, las mejillas rosadas y la nariz con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez. No se había pintado muy bien, pero Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la cara. Era sorprendente el cambio tan favorable que había experimentado el rostro de Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo estaba mucho más bonita, sino, lo que era más importante, infinitamente más femenina. Su cabello corto y su «mono» juvenil de chico realzaban aún más este efecto. Al abrazarla sintió Winston un perfume a violetas sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca negra cavernosa de una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado, pero a Winston no le importaba esto por lo pronto.

—¡También perfume! —dijo.
—Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a buscarme en donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habitación una mujer y no una camarada del Partido.

Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera vez que él se desnudaba por completo en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las varices saliéndose en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo. No había sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo blando de la cama los tenía asombrados.

—Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? —dijo Julia.
No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los proles. Winston había dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia no recordaba haber dormido nunca en una.

Durmieron después un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de la noche. No se movieron porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco de su brazo. Casi toda su pintura había pasado a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le quedaba un poco de colorete en las mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el agua hervía a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en la calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó apoyándose en un codo para mirar a la estufa de petróleo.

—La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Voy a levantarme y a preparar más agua en un momento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu casa?
—A las veintitrés treinta.
—Donde yo vivo apagan a las veintitrés un punto. Pero hay que entrar antes porque… ¡Fuera de aquí, asquerosa!

Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo tiró a un rincón, igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos de Odio.
—¿Qué era eso? —le preguntó Winston, sorprendido. —Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un boquete que hay en aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.
—¡Ratas! —murmuró Winston—. ¿Hay ratas en esta habitación?

—Todo está lleno de ratas —dijo ella en tono indiferente mientras volvía a tumbarse— . Las tenemos hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan a los niños? Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre…
—¡No sigas, por favor! —dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.

—¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
—¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!

Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos durante un buen rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una pesadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o menos igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro había algo capaz de enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso. En el sueño sentíase siempre decepcionado porque sabía perfectamente lo que ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba concretamente, pero

él sabía
que era algo relacionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con lo que iba a decirle cuando la interrumpió.
—Lo siento —dijo—, no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar las ratas.
—No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese agujero con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico.


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