1984

1984

George Orwell

—No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.
—En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros fines —le aclaró el dueño de la tienda—. Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente,
me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
No puedo recordar más versos.
—¿Dónde estaba San Martín? —dijo Winston.

—¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al Museo de Pinturas. Es una especie de porche triangular con columnas y grandes escalinatas.
Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda de varias clases: exposiciones de maquetas de bombas cohete y de fortalezas volantes, grupos de figuras de cera que ilustraban las atrocidades del enemigo y cosas por el estilo.

—San Martín de los Campos, como le llamaban —aclaró el otro—, aunque no recuerdo que hubiera campos por esa parte.

Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más incongruente que el pisapapeles de cristal e imposible de llevar a casa a no ser que le hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos minutos más hablando con el dueño, cuyo nombre no era Weeks —como él había supuesto por el rótulo de la tienda—, sino Charrington. El señor Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la tienda desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar el nombre que figuraba en el rótulo, pero nunca había llegado a convencerse de la necesidad de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción medio recordada le zumbaba a Winston en la cabeza.

Naranjas y límones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
Era curioso que al repetirse esos versos tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las campanas de un Londres desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin embargo, no recordaba haber oído campanas en su vida.

Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el piso de arriba. No quería que lo acompañase hasta la puerta para que no se diera cuenta de que reconocía la calle por si había alguien. En efecto, había decidido volver a visitar la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un mes. Después de todo, esto no era más peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido volver después de comprar el Diario sin saber si el dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo…

Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos. Compraría el grabado de San Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco escondiéndolo debajo del «mono». Le haría recordar al señor Charrington el resto de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de alquilar la habitación del primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse antes por el escaparate de que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música improvisada.

Naranjas y límones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las …
De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una figura en «mono» azul avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia. Era la muchacha del Departamento de Novela, la joven del cabello negro. Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la cara y luego apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo hubiera visto.

Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De todos modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberío seguido hasta allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde por la misma callejuela oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios habitados por los miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera viéndolo. Probablemente, lo había visto también en la taberna.

Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público, Pero en un barrio como aquél no había tales comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo dolor.

La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le era posible, volver a recorrería hasta la salida. Sólo hacía tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si corría, podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra. Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener una coartada de su empleo del tiempo durante la tarde. Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y descansar.

Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción patriótica a grito pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no prestar atención a la voz.

Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.

Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había empezado una nueva canción. Su voz se le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O’Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable de

crimental
estaba completamente seguro de que lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?

Por fin, consiguió evocar la imagen de O’Brien. «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad», le había dicho O’Brien en el sueño. Winston sabía lo que esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él místicamente. Con la voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba en su mente desplazando al de O’Brien. Lo mismo que había hecho unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro de Winston:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
PARTE 2

CAPITULO I

A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.

Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasillo brillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el «mono». Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar uno de los grandes calidoscopios donde se fabricaban los argumentos de las novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela.

Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había caído sobre el brazo herido. Winston se paró en seco. La muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que de dolor.

Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga que procuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura humana que sufría y que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al verla caer con el brazo vendado.
—¿Estás herida? —le dijo.
—No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.

—¿No te has roto nada?
—No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.
—No ha sido nada —repitió poco después—. Lo que me dolió fue la muñeca. ¡Gracias, camarada?

Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si realmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente delante de una telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse y manifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres segundos en que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano. Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.

Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del bolsillo. Desde luego, tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de entrar en uno de los
waters
y leerlo allí. Pero eso habría sido una locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los retretes.

Volvió a su cabina—, sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de encima de la mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía cinco minutos! se dijo a sí mismo—, ¡por lo menos cinco minutos». Le galopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo que estaba realizando era de simple rutina —la rectificación de una larga lista de números— y no necesitaba fijar la atención.

Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un significado político. Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la más probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse, una trampa… Pero había otra posibilidad, aunque Winston trataba de convencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las cantidades en el hablescribe.

Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo neumático. Habían pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar. Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas estas palabras con letra impersonal:
Te quiero.

Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba delictiva en el «agujero de la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había en manifestar demasiado interés por algún papel escrito, volvió a leerlo antes para convencerse de que no había soñado.

Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que fijar su mente sobre las tareas habituales, era la necesidad de ocultarle a la telepantalla su agitación interior. Sintió como si le quemara un fuego en el estómago. La comida en la atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento. Había esperado hallarse un rato solo durante el almuerzo, pero tuvo la mala suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara a su lado y le soltara una interminable sarta de tonterías sobre los preparativos para la Semana del Odio. Lo que más le entusiasmaba a aquel simple era un modelo en cartón de la cabeza del Gran Hermano, de dos metros de anchura, que estaban preparando en el grupo de espías al que pertenecía la niña de Parsons. Lo más irritante era que Winston apenas podía oír lo que decía Parsons y tenía que rogarle constantemente que repitiera las estupideces que acababa de decir. Por un momento, divisó a la chica morena, que estaba en una mesa con otras dos compañeras al otro extremo de la estancia. Pareció no verle y él no volvió a mirar en aquella dirección.

La tarde fue más soportable. Después de comer recibió un delicado y dificil trabajo que le había de ocupar varias horas y acaparar su atención. Consistía en falsificar una serie de informes de producción de dos años antes con objeto de desacreditar a un prominente miembro del Partido Interior que empezaba a estar mal —visto. Winston servía para estas cosas y durante más de dos horas logró apartar a la joven de su mente. Entonces le volvió el recuerdo de su cara y sintió un rabioso e intolerable deseo de estar solo. Porque necesitaba la soledad para pensar a fondo en sus nuevas circunstancias. Aquella noche era una de las elegidas por el Centro Comunal para sus reuniones. Tomó una cena temprana —otra insípida comida— en la cantina, se marchó al Centro a toda prisa, participó en las solemnes tonterías de un «grupo de polemistas», jugó dos veces al tenis de mesa, se tragó varios vasos de ginebra y soportó durante una hora la conferencia titulada «Los principios de Ingsoc en el juego de ajedrez». Su alma se retorcía de puro aburrimiento, pero por primera vez no sintió el menor impulso de evitarse una tarde en el Centro. A la vista de las palabras

Te quiero,
el deseo de seguir viviendo le dominaba y parecía tonto exponerse a correr unos riesgos que podían evitarse tan fácilmente. Hasta las veintitrés, cuando ya estaba acostado en la oscuridad, donde estaba uno libre hasta de la telepantalla con tal de no hacer ningún ruido— no pudo dejar fluir libremente sus pensamientos.

Se trataba de un problema físico que había de ser resuelto cómo ponerse en relación con la muchacha y preparar una cita. No creía ya posible que la joven le estuviera tendiendo una trampa. Estaba seguro de que no era así por la inconfundible agitación que ella no había podido ocultar al entregarle el papelito. Era evidente que estaba asustadísima, y con motivo sobrado. A Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea de rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco noches que se había propuesto romperle el cráneo con una piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba desnuda como la había visto en su ensueño. Se la había figurado idiota como las demás, con la cabeza llena de mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia febril se apoderó de él al pensar que pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil se le escapara. Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimiento en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que fuera uno, allí estaba la telepantalla. Todos los medios posibles para comunicarse con la joven se le ocurrieron a Winston a los cinco minutos de leer la nota; pero una vez acostado y con tiempo para pensar bien, los fue analizando uno a uno como si tuviera esparcidas en una mesa una fila de herramientas para probarlas.

Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana no podía repetirse. Si ella hubiera trabajado en el Departamento de Registro, habría sido muy sencillo, pero Winston tenía una idea muy remota de dónde estaba el Departamento de Novela en el edificio del Ministerio y no tenía pretexto alguno para ir allí. Si hubiera sabido dónde vivía y a qué hora salía del trabajo, se las habría arreglado para hacerse el encontradizo; pero no era prudente seguirla a casa ya que esto suponía esperarla delante del Ministerio a la salida, lo cual llamaría la atención indefectiblemente. En cuanto a mandar una carta por correo, sería una locura. Ni siquiera se ocultaba que todas las cartas se abrían, por lo cual casi nadie escribía ya cartas. Para los mensajes que se necesitaba mandar, había tarjetas impresas con largas listas de frases y se escogía la más adecuada borrando las demás. En todo caso, no sólo ignoraba la dirección de la muchacha, sino incluso su nombre. Finalmente, decidió que el sitio más seguro era la cantina. Si pudiera ocupar una mesa junto a la de ella hacia la mitad del local, no demasiado cerca de la telepantalla y con el zumbido de las conversaciones alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse de acuerdo con ella.

Durante una semana después, la vida fue para Winston como una pesadilla. Al día siguiente, la joven no apareció por la cantina hasta el momento en que él se marchaba cuando ya había sonado la sirena. Seguramente, la habían cambiado a otro turno. Se cruzaron sin mirarse. Al día siguiente, estuvo ella en la cantina a la hora de costumbre, pero con otras tres chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron tres días insoportables para Winston, en que no la vio en la cantina. Tanto su espíritu como su cuerpo habían adquirido una hipersensibilidad que casi le imposibilitaba para hablar y moverse. Incluso en sueños no podía librarse por completo de aquella imagen. Durante aquellos días no abrió su Diario. El único alivio lo encontraba en el trabajo; entonces conseguía olvidarla durante diez minutos seguidos. No tenía ni la menor idea de lo que pudiera haberle ocurrido y no había que pensar en hacer una investigación. Quizá. la hubieran vaporizado, quizá se hubiera suicidado o, a lo mejor, la habían trasladado al otro extremo de Oceanía.


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