1984

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Parte segunda » Capítulo IV

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Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington, junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas, seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el pisapapeles de cristal que había comprado en su visita anterior brillaba suavemente en la semioscuridad.

En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington. Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.

Julia llegaría a las diecinueve treinta.

El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flotado en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal reflejado en la brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el señor Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contrario, se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado que daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y una vez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refugio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una salida a un callejón.

Alguien cantaba bajo la ventana. Winston se asomó por detrás de los visillos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos de un color moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada vez unos pañitos cuadrados que Winston reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con poderosa voz de contralto:

Era sólo una ilusión sin esperanza

que pasó como un día de abril;

pero aquella mirada, aquella palabra

y los ensueños que despertaron

me robaron el corazón.

Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una de las producciones de una subsección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra de estas canciones se componía sin intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos sonidos casi agradables. Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños en la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de telepantalla.

«¡Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia y él pudieran frecuentar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo techo y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él. Durante algún tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en preparación de la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de costumbre, Winston no miró directamente a Julia y ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada dirección. Winston se fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que estaba más pálida que de costumbre.

—Lo de mañana es imposible —murmuró Julia en cuanto creyó prudente poder hablar.

—¿Qué?

—Que mañana no podré ir.

La primera reacción de Winston fue de violenta irritación. Durante el mes que la había conocido la naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al principio había habido muy poca sensualidad real. Su primer encuentro amoroso había sido un acto de voluntad. Pero después de la segunda vez había sido distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca, el tacto de su piel parecían habérsele metido dentro o estar en el aire que lo rodeaba. Se había convertido en una necesidad física, algo que no solamente quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en aquel momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se unieron y ella le acarició los dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino su afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta entonces por ella, se apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez años casado con Julia. Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las calles, pero no como ahora lo hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno, hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos necesarios para la casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a acostarse cada vez que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino al día siguiente, cuando se le ocurrió la idea de alquilar la habitación del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó inmediatamente. Ambos sabían que era una locura. Era como si avanzaran a propósito hacia sus tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde de la cama volvió a pensar en los sótanos del Ministerio del Amor. Era notable cómo entraba y salía en la conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí estaba, clavado en el futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad como el 99 precede al 100. No se podía evitar, pero quizá se pudiera aplazar. Y sin embargo, de cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía uno a acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.

En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia irrumpió en la habitación. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.

—Un momento —dijo—. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese asqueroso café de la Victoria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo necesitaremos. Mira.

Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias herramientas, entre ellas un destornillador, pero debajo venían varios paquetes de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera que se le tocaba.

—No será azúcar, ¿verdad? —dijo, asombrado.

—Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadera azúcar. Y aquí tienes un magnífico pan blanco, no esas porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en esto; estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco para que no se conociera, porque…

Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado. El aroma que despedía aquello llenaba la habitación, un olor exquisito que parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se percibía ya de vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la puerta violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle llena de gente y que desaparecía al instante.

—Es café —murmuró Winston—; café de verdad.

—Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.

—¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?

—Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero, claro está, los camareros, las criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en cuando. Y… mira: también te traigo un paquetito de té.

Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del paquete y lo olió.

—Es té auténtico.

—Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así —dijo Julia vagamente—. Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.

Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y cantó con mucho sentimiento:

Dicen que el tiempo lo cura todo,

dicen que siempre se olvida,

pero las sonrisas y lágrimas

a lo largo de los años,

me retuercen el corazón.

Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación en el cálido aire estival, bastante armoniosa y cargada de una especie de feliz melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido perfectamente feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa lavada para tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a Winston no haber oído nunca a un miembro del Partido cantando espontáneamente y en soledad. Habría parecido una herejía política, una excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a punto de morirse de hambre.

—Ya puedes volverte —dijo Julia.

Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación había sido mucho mayor. Se había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje en alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso, las mejillas rosadas y la nariz con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez. No se había pintado muy bien, pero Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la cara. Era sorprendente el cambio tan favorable que había experimentado el rostro de Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo estaba mucho más bonita, sino, lo que era más importante, infinitamente más femenina. Su cabello corto y su mono juvenil de chico realzaban aún más este efecto. Al abrazarla sintió Winston un perfume a violetas sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca negra cavernosa de una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado, pero a Winston no le importaba esto por lo pronto.

—¡También perfume! —dijo.

—Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a buscarme en donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habitación una mujer y no una camarada del Partido.

Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera vez que él se desnudaba por completo en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las varices saliéndose en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo. No había sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo blando de la cama los tenía asombrados.

—Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? —dijo Julia.

No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los proles. Winston había dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia no recordaba haber dormido nunca en una.

Durmieron después un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de la noche. No se movieron porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco de su brazo. Casi toda su pintura había pasado a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le quedaba un poco de colorete en las mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el agua hervía a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en la calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó apoyándose en un codo para mirar a la estufa de petróleo.

—La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Voy a levantarme y a preparar más agua en un momento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu casa?

—A las veintitrés treinta.

—Donde yo vivo apagan a las veintitrés en punto. Pero hay que entrar antes porque… ¡Fuera de aquí, asquerosa!

Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo tiró a un rincón, igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos de Odio.

—¿Qué era eso? —le preguntó Winston, sorprendido.

—Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un boquete que hay en aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.

—¡Ratas! —murmuró Winston—. ¿Hay ratas en esta habitación?

—Todo está lleno de ratas —dijo ella en tono indiferente mientras volvía a tumbarse—. Las tenemos hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan a los niños? Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre…

—¡No sigas, por favor! —dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.

—¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?

—¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!

Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos durante un buen rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una pesadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o menos igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro había algo capaz de enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso. En el sueño sentíase siempre decepcionado porque sabía perfectamente lo que ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba concretamente, pero

él sabía que era algo relacionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con lo que iba a decirle cuando la interrumpió.

—Lo siento —dijo—, no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar las ratas.

—No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese agujero con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.

Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico.

Un poco avergonzado de sí mismo sentóse a la cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso el mono e hizo el café. El aroma resultaba tan delicioso y fuerte que tuvieron que cerrar la ventana para no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún que el sabor del café era la calidad que le daba el azúcar, una finura sedosa que Winston casi había olvidado después de tantos años de sacarina. Con una mano en un bolsillo y un pedazo de pan con mermelada en la otra se paseaba Julia por la habitación mirando con indiferencia la estantería de libros, pensando en la mejor manera de arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para ver si era cómodo y examinando el absurdo reloj de las doce horas con aire divertido y tolerante. Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde se sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó de las manos, fascinado, como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que tenía aquel cristal.

—¿Qué crees tú que será esto? —dijo Julia.

—No creo que sea nada particular… Es decir, no creo que haya servido nunca para nada concreto. Eso es lo que me gusta precisamente de este objeto. Es un pedacito de historia que se han olvidado de cambiar; un mensaje que nos llega de hace un siglo y que nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.

—Y aquel cuadro —señaló Julia— ¿también tendrá cien años?

—Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En realidad hoy no se sabe la edad de nada.

Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar con detenimiento el grabado. Dijo:

—¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.

—Es una iglesia o, por lo menos, solía serlo. Se llamaba San Clemente. —La incompleta canción que el señor Charrington le había enseñado volvió a sonar en la cabeza de Winston, que murmuró con nostalgia—:

Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.

Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:

Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey

—No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina así:

Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza.

Era como las dos mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro verso después de «las campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington acabaría acordándose de este final.

—¿Quién te lo enseñó? —dijo Winston.

—Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era niña. Lo vaporizaron teniendo yo unos ocho años… No estoy segura, pero lo cierto es que desapareció. Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es qué sería un limón —añadió—. He visto naranjas. Es una especie de fruta redonda y amarillenta con una cáscara muy fina.

—Yo recuerdo los limones —dijo Winston—. Eran muy frecuentes en los años cincuenta y tantos. Eran unas frutas tan agrias que rechinaban los dientes sólo de olerlas.

—Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches —dijo Julia—. Lo descolgaré cualquier día para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que nos vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta pintura! Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti la cara.

Winston permaneció unos minutos más en la cama. Oscurecía en la habitación. Volvióse hacia la ventana y fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo que le interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral, sino el interior del cristal mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo era transparente, como hecho con aire. Como si la superficie cristalina hubiera sido la cubierta del cielo que encerrase un diminuto mundo con toda su atmósfera.

Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado, que ya estaba dentro de él con la cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el grabado e incluso con el mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles era la habitación en que se hallaba Winston, y el coral era la vida de Julia y la suya clavadas eternamente en el corazón del cristal.

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