1984

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Parte tercera » Capítulo I

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Se apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.

—Ya sabías que ocurriría esto, Winston —dijo O’Brien—. No te engañes a ti mismo. Lo sabías… Siempre lo has sabido.

Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en la coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo…

¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo golpeado. Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo. Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo menos, ya sabía una cosa, jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico. Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.

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