1983

1983


Primera parte » Capítulo 11

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Lunes, 23 de mayo de 1983.

D-17:

«Si guardas el dinero en un calcetín, los laboristas nacionalizarán los calcetines», ha declarado la señora Thatcher en Cardiff. «Gran Bretaña tendrá el gobierno más de derechas del mundo occidental si los conservadores vuelven al poder», afirma Roy Jenkins…

Apagas la radio y vuelves a comprobar el teléfono y la puerta.

Nada.

Vuelves a sentarte a la mesa mientras la lluvia resbala por la ventana de tu despacho como una cortina de pis grisáceo.

Aún no son las diez.

Sally, la mujer que trabaja a media jornada los lunes y jueves, ha vuelto a faltar porque su hijo pequeño tiene la gripe. O eso o se está tirando a Kevin o a Carl o al que le toque esta semana. Da igual.

En el plazo de cuatro o cinco meses ella se habrá quedado sin trabajo y tú sin el bufete: Divorcio, custodia y pensión de alimentos; los expedientes menguan a la misma velocidad con que envías las cartas a tus clientes pidiéndoles, por favor, por favor, que abonen sus minutas.

Que les den.

A ellos, a la música deprimente y a las estridentes melodías publicitarias de la radio, a la lluvia incansable y al viento tibio, a los chuchos que se pasan la noche sin parar de ladrar y el día sin parar de cagar, a la comida cruda y a los tés tibios, a las tiendas llenas de cosas que no necesitas en plazos que no te puedes permitir, a los hogares que son cárceles y a las cárceles que son hogares, al olor a pintura para cubrir el olor a miedo, a los trenes que nunca llegan a tiempo a destinos que siempre son el mismo, a los autobuses que temes coger y a tu coche que siempre te rayan, a la basura que vuela en espiral por las calles, a las películas en la oscuridad y a los paseos por el parque en busca de un magreo o de un polvo, de un dedo o una polla, al sabor a cerveza para aturdir el miedo, a la televisión y al gobierno, a Sue Lawley y a Maggie Thatcher, a los argentinos y a las Malvinas, a la Asociación por la Defensa del Ulster y al Leeds, a su nombre escrito en las paredes de la casa de tu madre, a la esvástica y a la soga que han pintado encima de su puerta, a la mierda que meten en su buzón y a los ladrillos que lanzan contra sus ventanas, a las llamadas anónimas y las llamadas lascivas, a los jadeos y a la línea muda, a las burlas de los niños y las maldiciones de sus padres, a los ojos llenos de lágrimas que escuecen no de frío sino de dolor, a las mentiras que cuentan y el dolor que causan, a la soledad y la fealdad, a la estupidez y la brutalidad, a la infinita antipatía que percibes en todo el mundo cada minuto de cada hora de cada día de cada mes de cada año de cada vida.

Te levantas y vuelves a encender la radio:

La policía de South Humberside confía en que el décimo aniversario de la desaparición de Christine Markham pueda ofrecer alguna pista sobre el paradero de la niña desaparecida en Scunthorpe, que se esfumó sin dejar rastro el día en que cumplía nueve años, en mayo de 1973. Entre tanto, la policía de West Yorkshire continúa interrogando a un vecino sobre Hazel Atkins, desaparecida hace doce días a la salida del colegio en Morley…

Das vueltas al dial hasta que encuentras una canción: Los mejores años de nuestra vida.

Justo antes de las doce cierras el despacho y bajas las escaleras. Dices adiós con la mano a Jenny, la chica guapa que trabaja en Prontoprint.

No llueve y no hace sol.

Cruzas Wood Street y atajas por Tammy Hall Street, por detrás de Cateralls y de tu antiguo despacho. Llegas a King Street y entras en el Inns of Court.

Te sientas, te bebes tres pintas de cerveza con sidra y te tomas un plato de jamón con patatas. Decides que mañana comerás en la Universidad, porque estás harto de abogados y de conversaciones legales.

—He oído que lo han acusado formalmente —está diciendo Steve, de Clays.

—¿De qué lo han acusado? —se ríe Derek, de Cateralls—. Sin cadáver no pueden acusarlo.

—¿Y quién ha dicho que la niña esté muerta? —pregunta Tony, de Gumersalls.

—Yo —sonríe Derek.

—Por delitos de tráfico, y pidieron al juez un aplazamiento —dice Steve.

—¿Quién es su abogado? —pregunta Tony.

—McGuinness —dice Steve—. ¿Quién coño creías?

Dejas el cuchillo y el tenedor.

—¿De quién habláis? —preguntas.

—Hombre —dice Derek—. Mirad quién está aquí.

—¿De quién habláis? —repites.

—Del tío al que han detenido por la niña desaparecida en Morley —dice Steve.

—¿Hazel Atkins?

Asienten, con la boca llena, los vasos en la mano.

—¿Sabéis a quién fui a ver la semana pasada? —dices.

Se encogen de hombros.

—A Michael Myshkin.

Se quedan boquiabiertos.

—¿Para qué? —pregunta Steve.

—Su madre quiere recurrir.

—¿Su madre? ¿Y él?

—Dice que no lo hizo.

—¿Y te lo han pedido a ti? —se ríe Derek—. Seguro que a ese pervertido le encanta estar en el trullo.

—Vete a cagar.

—¿No irás a aceptarlo? —dice Tony.

Niegas con la cabeza.

—Pero les he recomendado a Derek —dices.

—Más te vale que no, gordo de mierda.

Te levantas y le guiñas un ojo.

—Le dije que Derek Smith es el Rey de Corazones.

—Gordo de mierda.

—El Rey de Corazones.

El teléfono está sonando, pero cuando terminas de abrir la puerta, de mear, de lavarte las manos y de secártelas, se ha callado. Juntas las tres sillas de oficina y te tumbas para echar una siesta y digerir el jamón, las patatas y las tres pintas de cerveza con sidra.

Dios, he vuelto a perforarme la piel.

Rezas para dormir sin soñar y el teléfono vuelve a sonar.

Contestas.

—Siéntese —dices, con la boca llena de pastillas de menta.

La mujer de pelo gris tiene los dientes torcidos. Se sienta, agarrada a su mejor bolso. Parpadea, deslumbrada por la extraña luz del sol que ha entrado con ella.

—La señora Myshkin ha sido muy amable al recomendarme, pero si le soy sincero, señora Ashworth…

—Es lo menos que podía hacer —dice, sin poder contener las lágrimas.

—¿Puedo ofrecerle una taza de té?

Dice que no y abre el bolso. Saca un pañuelo.

—Él no ha sido, John. No ha sido nuestro Jimmy.

Tienes que luchar…

—Un hombre de Bradford le está diciendo a Jim que confiese. Pero él no ha hecho nada —dice.

Tienes que luchar para contener las lágrimas.

—Jimmy es un buen chico, John.

Levantas una mano para que no siga, para no echarte a llorar, para preguntar:

—¿McGuinness le ha dicho que confesara?

La señora Ashworth asiente con la cabeza.

—¿Clive McGuinness?

Vuelve a asentir.

La mesa está cubierta de cartas y expedientes: Divorcio, custodia y pensión de alimentos…

Los expedientes y las cartas bañados por la luz del sol, la radio y los perros en silencio; la lluvia incansable y el viento cálido han cesado.

Por ahora.

La mujer de pelo gris con los dientes torcidos y su mejor bolso mueve la cabeza y se seca los ojos con un pañuelo. Son el mismo bolso y el mismo pañuelo del funeral, la misma mujer de pelo gris que movía la cabeza y se secaba los ojos mientras incineraban a tu madre…

La luz brilla entre los agujeros.

—¿Dónde está?

—¿Jimmy? —pregunta, levantando los ojos.

Asientes.

—En Millgarth.

Le pasas el teléfono:

—Será mejor que llame al señor McGuinness.

—¿Y qué le digo? —pregunta.

—Dígale que Jimmy tiene un nuevo abogado.

En la autopista.

La venda cae de los ojos, el Cerdo se rebela: Dios, he vuelto a perforarme la piel.

Pero no habrá retirada, no habrá rendición.

Habrá justicia y habrá venganza:

Porque la luz brilla entre los agujeros.

En la autopista, la rebelión de los Cerdos.

Los oyes llamarte y decir:

Una luz santa para una guerra santa.

Aparcas entre el mercado y la estación de autobuses; una llovizna oscura y persistente cubre Leeds como un manto.

No es de noche y no es de día.

Atajas entre los tenderetes que ya están recogiendo y subes las escaleras de la comisaría de Millgarth.

—Vengo a ver a James Ashworth —le dices al poli que está en recepción.

—¿Quién es usted?

—John Piggott, el abogado del señor Ashworth.

Levanta la vista del papel que tiene delante.

—¿Seguro? —pregunta.

Asientes.

Abre un libro grande, encuadernado en piel, y saca unas gafas de leer. Se las pone, se chupa un dedo y se pone a pasar las páginas del libro, despacio.

Al cabo de un rato para y cierra el libro. Se quita las gafas y me mira.

Sonríes.

Sonríe.

—Aquí dice que el señor Ashworth ya tiene un abogado, y no es usted.

—Supongo que se refiere al señor McGuinness. Le asignaron el caso en el turno de oficio. El señor Ashworth ha prescindido de sus servicios y ha contratado a otro abogado.

—¿Y es usted?

Dices que sí.

—Siéntese un momento, señor Piggott —dice, mirando por encima de tu hombro.

—¿Tendré que esperar mucho?

Asiente y señala las sillas de plástico.

—No sé cuánto.

Te sientas en una silla de plástico muy pequeña, bajo una luz amarilla y mortecina que parpadea sin cesar y de un cartel descolorido que advierte de los peligros del alcohol al volante en Navidad.

No es Navidad.

El poli habla por teléfono en voz baja.

Te quedas mirando el suelo de linóleo, los cuadrados blancos y los cuadrados grises, las marcas de botas y las marcas de sillas. Apesta a perros sucios y a verduras recocidas.

—¿Señor Piggott?

Te levantas y te acercas al mostrador.

—Acabo de hablar con el señor McGuinness, el abogado de oficio. Dice que la señora Ashworth le ha llamado esta tarde para decirle que quiere que usted defienda a su hijo, pero que el señor Ashworth, que es el interesado, aún no se lo ha comunicado. No ha recibido ninguna nota escrita y firmada por el señor Ashworth en la que manifieste que renuncia a sus servicios.

Sacas una carta del bolso.

—Por eso estoy aquí —dices.

—¿Es ésa la carta?

Se la das.

—Pero no está firmada.

—Pues claro que no está firmada —suspiras—. Para eso vengo a verlo. Para que pueda firmarla.

—Me parece que no me está escuchando, señor Piggott —dice el poli, marcando bien las sílabas—. Usted no es su abogado y por lo tanto no puede verlo. Sólo puede verlo el señor McGuinness.

Mierda.

—¿Puedo llamar por teléfono?

—No —sonríe—. No puede.

Fuera, la llovizna incansable y oscura se ha vuelto lluvia intensa y negra.

Vas por el mercado en busca de una cabina de teléfono que funcione.

Son las seis y media.

Cruzas la doble puerta y entras en el Duck and Drake.

Pides una pinta y te acercas al teléfono.

Sacas la agenda roja y marcas.

El teléfono empieza a sonar.

—McGuinness y Craig —dice una voz de mujer.

Te tapas el otro oído con un dedo.

—¿Podría hablar con el señor McGuinness, por favor?

—¿De parte de quién?

—John Piggott.

—Un momento, señor Piggott.

La mujer contesta al cabo de un rato:

—Lo siento, señor Piggott. El señor McGuinness ha salido y no creo que hoy vuelva por aquí.

—¿De verdad?

—Sí. De verdad.

—¿Cómo te llamas, guapa?

—Karen Barstow.

—Karen, necesito hablar urgentemente con el señor McGuinness. ¿Podrías decirme, por favor, dónde puedo encontrarlo?

—Lo siento. No sé adónde ha ido.

—¿Tienes el teléfono de su casa?

—Lo siento. No puedo dárselo.

—¿Qué tal si me paso por allí y te lo saco a hostias, tonta de los cojones? ¿Crees que eso ayudaría?

—Señor Piggott…

Pero has colgado.

—Mala suerte —sonríe el policía que está en recepción.

—¿Dejarían entrar a su madre? —preguntas con una sonrisa.

—Sí, siempre y cuando llegue antes de las ocho.

Miras el reloj:

Son más de las siete.

Mierda.

—¿Antes de las ocho?

—Más vale que se ponga unos patines —dice.

Sales de Leeds por la M1, con la radio y los limpiaparabrisas puestos: Ken, Deirdre y Mike, nombrados personajes del año.

Dejas la autopista y cruzas Wakefield.

Fuentes de Bonn aseguran que los diarios de Hitler son falsos.

Sales de Wakefield y coges la carretera de Fitzwilliam.

Foot lanza un duro ataque contra el conservadurismo de Thatcher y Tebbit, que califica de filosofía sin un ápice de compasión y generosidad.

Llegas a Newstead View, dejas atrás el número 54 y frenas en la puerta del 69.

El vecino de Morley detenido la semana pasada comparecerá mañana en los juzgados de Leeds en relación con la desaparición de la niña Hazel…

Entras en el jardín y llamas a la puerta.

La señora Ashworth sale con un paño de cocina en la mano. Tiene la tele encendida.

Encrucijada.

—Póngase el abrigo —dices—. Vamos a ver a Jimmy.

—¿Qué?

—Dese prisa, no queda mucho tiempo.

Dice algo en voz alta mirando hacia la sala de estar, coge el abrigo del perchero y sale corriendo detrás de ti.

Te inclinas y cierras la puerta del pasajero.

—Clic-clac —dice, poniéndose el cinturón de seguridad.

Arrancas y miras el reloj:

Siete y media.

Sales de Fitzwilliam y entras en Wakefield.

Pasas por Wakey y sigues por la autopista.

Coges la M1 y entras en Leeds.

Aparcas de un frenazo en la comisaría de Millgarth y subes corriendo las escaleras.

Cruzas la doble puerta.

Apesta a perros sucios y a verduras recocidas.

El poli de recepción está hablando por teléfono; se pone muy pálido.

—Ha venido a ver a su hijo, James Ashworth —dices, y miras el reloj de la pared.

Casi las ocho.

El poli suelta el teléfono y niega con la cabeza:

—Lo siento, pero…

—Nada de peros. Tiene derecho a verlo.

Pero el vestíbulo se llena de policías, de agentes de uniforme y de oficiales con traje; dos de los que llevan traje acompañan a la señora Ashworth a las sillas de plástico, bajo la luz amarilla y mortecina que parpadea sin cesar, le piden que se siente debajo del cartel descolorido que advierte de los peligros del alcohol al volante en Navidad, y ves que el poli que está detrás del mostrador se ha puesto blanco como la cal, le tiemblan la cabeza y las manos, das media vuelta y miras a la señora Ashworth, que abre la boca, resbala de la silla de plástico y se queda postrada en el suelo de linóleo a cuadros blancos y grises con marcas de botas y marcas de sillas mientras el poli que está detrás del mostrador, con la boca seca y la voz quebrada, dice:

—Ha muerto.

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