1983

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Segunda parte » Capítulo 16

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Seguimos la batida por los montes, y ya van tres días, con nuestras capas negras, nuestros bastones grandes y nuestros perros policías, Nigger y Shep, Ringo y Sambo, en busca del lugar del crimen, de batida por los montes, y ya van tres días, con nuestras capas negras y nuestros bastones grandes hasta que el día se convierte en noche y volvemos con nuestras mujeres que se llaman Joan y Patricia, Judith y Margaret, volvemos a las risas y a las llamadas de teléfono, a las comidas que se preparan, se sirven y se comen, a nuestros hijos que se llaman Robert y Clare, Paul y Hazel, a sus pasos en las escaleras y al estampido de una pelota contra un bate o una pared, al estallido de una pistola de juguete o de un globo pinchado, a nuestras casas en Harrogate y Wetherby, en Sandal y West Bretton, a nuestras casas seguras, lejos de todo mal y…

Aquí.

Hasta que al día siguiente, y ya van cuatro, volvemos a los montes con nuestras capas negras, nuestros bastones grandes y nuestros perros policía, Nigger y Shep, Ringo y Sambo, en busca del lugar del crimen, el día siguiente y el siguiente, de batida por los montes con nuestras capas negras y nuestros bastones grandes hasta que el día se convierte en noche, en una noche interminable, y no hay mujeres que se llamen Joan o Patricia, Judith o Margaret, no hay niños que se llamen Robert o Clare, Paul o Hazel, sólo nuestras capas negras, nuestros bastones grandes y nuestros perros, Nigger y Shep, Ringo y Sambo, nuestras casas en Harrogate y Wetherby, Sandal y West Bretton, nuestras casas grandes y vacías y…

Llenas de nada, sólo…

Esto.

Brotherton House, Leeds.

Walter Heywood, George Oldman, Dick Alderman, Jim Prentice, Bill y yo.

—Venga, George —sonríe el jefe superior Walter Heywood—. Una niña no puede esfumarse así, sin más.

—Pues parece que sí —dice Oldman, enseñándonos a todos el periódico del día.

Martes, 15 de julio de 1969:

Niña desaparecida, cuarto día, prosigue la intensa búsqueda…

Un artículo de Jack Whitehead, periodista de sucesos.

—¿Coches? —pregunta el comisario.

Oldman asiente:

—Crestas, Farinas, Consuls, Corsairs, Zephyrs, Cambridges y Oxfords. Cualquiera que se te ocurra. Los han visto todos.

—¿Y qué más? —pregunta el comisario.

—Hemos vuelto a pasar de puerta en puerta…

Bill interrumpe a Oldman.

—Maurice y yo vamos a volver a Castleford para hablar otra vez con los albañiles, puede que incluso vayamos a ver a Don Foster —dice.

Heywood asiente.

—En ese caso, no os entretengáis, Bill —dice George Oldman.

La luz del sol de la mañana en el parabrisas.

Bill va adomercido, yo al volante.

La radio encendida.

Envío de tropas a Derry; La huelga de comunicaciones interrumpe la emisión televisiva.

Último día de la prueba.

Por la A639, pasando por Woodlesford y Oulton, Methley y Allerton Bywater, siguiendo el río Aire, de vuelta a Castleford.

La radio encendida:

Elvis.

Lulu.

Cliff.

Entramos en la ciudad: policías y coches patrulla, mujeres congregadas en las esquinas con sus pañuelos en la cabeza, los niños atados a las cintas de sus delantales, la ambulancia al final de Brunt Street, todavía esperando…

Aparco y despierto a Bill.

—Hemos llegado.

Salimos y saludamos al agente que está de guardia en la puerta del número 11, donde las cortinas siguen cerradas.

Bill se espabila cuando cruzamos la calle hasta las viviendas en construcción, donde las lonas siguen ondeando con la brisa.

Cruzamos la calle hasta el cartel que dice: Construcciones Foster.

—Toc, toc —dice Bill, al retirar la lona. Y entramos en una de las casas sin terminar.

Dos hombres dejan de dar martillazos y nos miran con la boca llena de clavos.

—Disculpad la interrupción, chicos —sonríe Bill—. ¿Podemos hablar un momento?

Escupen los clavos, y uno de ellos, el mayor de los dos, contesta:

—Ya declaramos ayer.

Bill sorbe por la nariz y lo mira fijamente.

—Lo sé —dice.

El mayor mira al más joven y sacude la cabeza. Se encogen de hombros y se incorporan.

—Éste es el detective Molloy y yo soy el inspector Jobson.

Asienten con la cabeza.

—¿Podemos sentarnos en algún sitio? —pregunto.

—En la casa de al lado —dice el más joven.

Los seguimos a la casa de al lado, a la cocina sin terminar, en la parte trasera. Nos sentamos en cajas de madera y cajas de embalar, entre los envoltorios de sus sándwiches y sus termos de cuadros escoceses, sus periódicos y sus cigarrillos.

Saco mi libreta y un bolígrafo.

—¿Son los únicos que están trabajando hoy? —pregunto.

Dicen que sí con la cabeza.

—¿Es lo habitual?

—Depende; pero el jefe está malo —dice el más joven.

—Perdón, ¿me dicen sus nombres? —les pido.

—Terry Jones —dice el más joven.

—Michael Williams —dice el mayor.

Bill enciende otro cigarrillo y se acerca al hueco de una ventana.

—Los dos estaban trabajando aquí el sábado, ¿verdad? —pregunto.

Asienten de nuevo.

Miro hacia la entrada de la casa.

—Desde aquí se ve muy bien la acera de enfrente, ¿no?

—Pero, como ya les dijimos ayer a sus compañeros, el sábado tuvimos que ir a Ponty —dice Williams.

—¿Y eso?

—El jefe nos pidió que hiciéramos unas reparaciones en una de sus casas.

—¿En Pontefract?

Asienten.

—¿Es habitual? —pregunto.

Jones mira a Williams y Williams se encoge de hombros.

—Depende de lo ocupados que estemos —dice.

—Entonces, ¿quién estaba trabajando aquí?

—Nadie —dice Jones.

—¿Y el jefe? —pregunta Bill desde la ventana.

—Estaba malo —dice Jones.

Bill se aleja de la ventana y sonríe.

—Parece que el jefe no anda bien de salud.

—No ha faltado nunca antes del sábado —dice Michael Williams.

Bill se detiene delante de Williams.

—¿De verdad? —pregunta.

—Sí —contesta Williams, mirando a Jones.

Jones dice que sí con la cabeza.

Los dos parecen extrañados.

—Espero que ya se encuentre mejor —digo.

—Tal vez tendríamos que pasar a verlo —dice Bill, haciendo un guiño—. Sólo para asegurarnos de que no tiene nada grave.

—¿Cómo se llama? —le pregunto a Jones.

—¿Quién?

—El jefe —le susurra Williams.

—Gracias —digo, mirando a Jones.

—George Marsh —dice Jones.

—¿Y dónde cuelga George Marsh su sombrero?

—¿Qué?

—Que dónde vive, Terry.

—¿El señor Marsh?

—Sí.

—En Netherton —dice Terry Jones, mirando a Williams.

—En Netherton —repite Williams.

—Gracias, caballeros —digo, poniéndome en pie.

Después de dos llamadas de teléfono volvemos al coche, cruzamos Normanton y rodeamos Wakefield camino del 16 de Maple Well Drive, en Netherton.

Bill está cabreado porque nadie ha ido a ver a ese tal Marsh, y vuelve a insultarlos a todos.

—Son una panda de vagos de mierda.

Yo voy con cuatro ojos en la carretera.

—¿Aún quieres que vayamos a ver a Don Foster luego? —le pregunto.

Se encoge de hombros.

—A ver qué le sacamos a éste primero —dice.

Me callo y me inclino para coger un formulario de Acción, sin soltar el volante.

Aparcamos delante de una furgoneta blanca, en la puerta de un chalet pequeño y marrón con un jardín pequeño y verde y una bici pequeña y azul, apoyada en la valla.

Es el número 16 de Maple Well Drive, en Netherton.

Llamo al timbre.

Bill se queda mirando la bici.

—Esto va a ser una pérdida de tiempo —dice.

Una mujer de pelo castaño abre la puerta; lleva puestos unos guantes de fregar rosas, goteando.

—¿Sí? —dice.

—¿Es usted la señora Marsh? —pregunto.

—Sí.

—Policía, guapa. ¿Está en casa su George?

La señora Marsh me mira, mira a Bill y vuelve a mirarme. Niega con la cabeza.

—Está en el huerto.

—¿Ya se encuentra mejor? —pregunta Bill, tal como yo sabía.

—Ha ido a tomar el aire —contesta la mujer, apretando los labios.

—Un hombre sabio —dice Bill, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Dónde están los huertos? —pregunto, con una sonrisa más amable.

—Ahí arriba, detrás de la casa —señala—. Donde terminan los cobertizos.

—Gracias, guapa —digo, con ademán de marcharme.

Pero Bill no se mueve.

—¿Le importa si hablamos un momento con usted primero? —pregunta.

—En ese caso, será mejor que entren —responde ella.

—Muchas gracias —dice Bill, y le guiña un ojo.

Seguimos a la señora Marsh al cuarto de estar. Nos sentamos en un sofá inmaculado, frente a un televisor flamante.

—¿En color? —pregunto, señalando el televisor con la cabeza.

—Ha sido una ganga —dice la señora Marsh mientras se quita los guantes rosas y los seca en el delantal—. Con su sueldo sería imposible.

—Nosotros lo compramos a plazos —digo.

—A George no le gusta comprar a plazos —dice ella.

—Un hombre sabio —repite Bill. Y abre su libreta.

La señora Marsh se levanta.

—Perdón, ¿puedo ofrecerles una taza de té?

Bill le indica que vuelva a sentarse.

—Gracias, no tenemos mucho tiempo.

La señora Marsh vuelve a sentarse. Tiene los guantes rosas encima de las rodillas, las manos unidas.

—Sabe por qué estamos aquí, ¿verdad? —pregunta Bill, levantando la vista de su libreta.

—¿Por la niñita desaparecida? ¿La de Castleford?

Bill asiente y espera.

—George estaba pensando si deberíamos hablar con ustedes —dice la señora Marsh.

—¿Y eso?

—Porque la vio cuando estaba trabajando enfrente de su casa.

—Debió de ver a muchos niños.

—Sí —dice—. Pero se acordaba de ella, porque era… ya saben…

Asiento.

—¿Qué le ha pasado? —pregunta Bill.

—¿A George? La gripe.

—Los chicos que trabajan con él nos han dicho que no había faltado nunca.

La señora Marsh se queda pensativa y frunce el ceño. Dice que sí con la cabeza.

—¿Cuándo se puso malo?

Vuelve a quedarse pensativa.

—El domingo —dice, momentos después.

—Es verdad —dice Bill—. Eso dijeron sus compañeros.

—El domingo —repite ella para sus adentros.

—¿Recuerda a qué hora volvió del trabajo el sábado?

—No estoy segura.

—¿Por qué?

—El sábado fui a comer con los niños a casa de mi madre. Cuando volvimos a la hora de cenar George ya estaba aquí; eso sí lo recuerdo.

—¿A qué hora cenan?

—A las seis y media.

Bill cierra la libreta y se pone en pie.

—¿Ya ha terminado? —pregunta la señora Marsh.

—Sí —dice Bill.

La señora Marsh nos acompaña a la puerta.

—¿En el último cobertizo? —pregunto.

Asiente, con el ceño fruncido y los ojos cargados de preocupación…

De tristeza.

—Gracias, señora Marsh —dice Bill.

La señora Marsh vuelve a asentir.

Cruzamos el jardín, pasamos al lado de la bici y salimos.

La señora Marsh sigue mirándonos.

Bill se para junto al coche y saca un paquete de cigarrillos. Me ofrece uno y coge otro. Me da fuego y enciende el suyo.

La señora Marsh cierra la puerta. Poco después se ve una sombra detrás de los visillos del cuarto de estar.

—¿Qué te parece? —pregunto.

Bill se encoge de hombros y se queda mirando la brasa del cigarrillo.

—Que no encaja, ¿verdad? —digo.

—Quizá salió por ahí: otra mujer, carreras de caballos. Salió —dice.

Asiento.

Llega un coche. Es un Morris Oxford, grande y negro. Un hombre sale del coche y se pone el sombrero. Viste de negro.

Es un sacerdote.

Nos mira y se toca el ala del sombrero. Echa a andar hacia el jardín del número 16 y llama al timbre.

—Pero más vale que nos aseguremos —dice Bill.

Abrimos la verja del campo que está detrás de las casas y echamos a andar por el camino de tierra por el que pasan los tractores hacia los cobertizos, al final de la cuesta. El cielo está despejado y azul; el campo lleno de insectos y mariposas.

Bill se quita la cazadora.

—Tendríamos que haber traído la merienda —dice.

Vuelvo la cabeza y miro la furgoneta pequeña y blanca aparcada junto a los dos coches en la puerta del chalet pequeño y marrón con su jardín pequeño y verde, junto a los demás chalets pequeños y marrones con sus jardines pequeños y verdes.

Me quito las gafas, las limpio con el pañuelo y vuelvo a ponérmelas.

Veo a la señora Marsh en la ventana de la cocina de su casa. Nos está observando.

Tras ella hay una sombra.

Miro al frente.

Bill ya ha llegado al final de los cobertizos.

—Date prisa, Maurice —grita.

Un hombre con gorra, en mangas de camisa, con un mono azul y botas de agua, sale de detrás del último cobertizo.

—¿Señor Marsh? —le está preguntando Bill cuando los alcanzo.

—Ése soy yo —asiente George Marsh—. ¿Quién lo pregunta?

—Me llamo Bill Molloy y éste es Maurice Jobson. Somos oficiales de policía.

—Eso me ha parecido —dice Marsh.

—¿Por qué? —pregunta Bill.

Marsh no contesta.

Bill sigue esperando.

Marsh lo mira, pero no dice nada.

—¿Qué sabe de ella?

Marsh se quita la gorra, se seca la frente con el antebrazo y vuelve a ponerse la gorra.

—Ustedes sabrán más que yo.

—No —dice Bill, el Tejón—. Díganos qué sabe de Jeanette Garland.

—¿Qué quieren que les diga?

—¿No trabaja usted enfrente de su casa?

—Sí.

—¿No lleva algún tiempo trabajando allí?

—Sí.

—Tendrá que haberla visto alguna vez.

—Sí. La he visto ir y venir.

—¿Se acuerda de ella, entonces?

—Sí.

—¿Notó algo especial?

—¿En ella?

Bill asiente.

—Era retrasada mental —dice—. Pero supongo que eso ya lo saben.

—¿Era? —le pregunto—. ¿Por qué ha dicho era?

—¿Qué?

—Ha dicho usted que era retrasada; habla como si estuviera muerta, señor Marsh.

—¿No lo está?

—No —dice Bill, levantando la vista de la tierra dura—, a menos que usted sepa algo que no sabemos.

George Marsh niega con la cabeza.

—Ha sido un desliz; nada más.

Quiero presionarlo, quiero insistir…

Pero Bill se limita a decir:

—¿Recuerda algo más de ella, señor Marsh?

—No me viene nada a la cabeza, no.

—¿Qué pasó el sábado?

—¿Qué pasó?

—¿Notó algo raro el sábado?

Marsh se quita la gorra y vuelve a secarse la frente con el antebrazo. Vuelve a ponerse la gorra.

—No estuve allí.

—¿Dónde estaba?

—Estaba enfermo.

—Eso no es lo que ha dicho su mujer.

—¿Y ella qué sabe? —dice Marsh, encogiéndose de hombros.

—Sabe que usted no estaba donde dice que estaba —contesta Bill, con una sonrisa.

—Verán —Marsh sonríe por segunda vez—. Salí a trabajar, pero estaba hecho polvo. No quería quedarme en casa con ella dándome la lata. Así que esperé a que se fuera con los niños a casa de su madre y volví a casa. Me eché una buena siesta y estuve viendo un rato los deportes. No creo que sea un delito mentir a la parienta, ¿o sí?

—¿Llegó hasta el trabajo? —pregunta Bill, sin sonreír.

George Marsh tampoco sonríe.

—No —dice.

—En ese caso, ¿dónde estaba exactamente cuando decidió volver a casa?

George Marsh vuelve a quitarse la gorra. Se seca la frente con el antebrazo y vuelve a ponerse la gorra. Levanta los hombros.

—Puede que a medio camino —dice.

—¿A medio camino de dónde?

—Del trabajo.

—¿Dónde?

—En Castleford.

—Castleford —repite Bill.

—Sí —dice Marsh—. Castleford.

—Creo que ya está. ¿Tú? —me pregunta Bill.

Asiento con la cabeza.

—Gracias, señor Marsh —dice Bill.

—Si necesitan algo más ya saben dónde encontrarme —dice Marsh.

—Sí —sonríe Bill—. ¿En el trabajo?

Marsh lo mira fijamente y asiente.

—Sí, en el trabajo —contesta.

Bill da media vuelta y empieza a bajar la cuesta. Lo sigo.

—Vamos a decirle adiós a la señora Marsh, Maurice —dice Bill, cuando estamos a mitad del camino.

Decimos adiós con la mano a la mujer que está en la ventana de la cocina de su chalet pequeño y marrón con su jardín pequeño y marrón junto a los demás chalets pequeños y marrones con sus jardines pequeños y verdes, y en la puerta, delante de la furgoneta pequeña y blanca, sólo nuestro coche. El sacerdote se ha ido.

Sin dejar de decir adiós con la mano a la señora Marsh, le digo a Bill:

—Está mintiendo.

—Sí.

—¿Y ahora qué?

—Será mejor que llamemos a nuestro George.

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