1983

1983


Tercera parte » Capítulo 29

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Pasas toda la noche conduciendo en círculos.

Desintegrándote.

Desapareciendo.

Decreciendo.

Declinando.

Decayendo.

Muriendo.

Muerto.

Círculos; círculos del infierno; infiernos locales.

Estás sentado en el aparcamiento de la biblioteca de Balne Lane en el amanecer gris del último día de mayo de 1983.

Las puertas del coche están cerradas por dentro y miras por el retrovisor con la radio encendida: … Los últimos sondeos de opinión apuntan a una victoria arrolladora de los conservadores, con dieciocho puntos de ventaja sobre los laboristas; Healey acusa a Thatcher de ensalzar la matanza en las Malvinas; un padre se querellará contra Norman Tebbit por la muerte de su hijo en un centro de menores; el joven de catorce años acusado de enviar una carta bomba a la señora Thatcher ha comparecido ante la sala de lo penal del Tribunal Superior de Justicia de Londres…

Ni palabra de Hazel.

Estás sentado en el aparcamiento de la biblioteca de Balne Lane a las ocho y media del último día de mayo de 1983.

La radio está apagada ahora pero todavía miras por el retrovisor.

Las puertas del coche están cerradas.

Ni palabra de Hazel.

Hoy no:

Martes, 31 de mayo de 1983.

D-9.

Subes a la primera planta de la biblioteca, donde están los microfilms y los periódicos antiguos, y sacas la única caja que hay en el estante: Marzo de 1972.

Pones la cinta, rebobinas y buscas…

STOP.

Martes, 21 de marzo de 1972:

Una niña desaparecida en Rochdale: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.

Los padres de la niña de diez años Susan Louise Ridyard hicieron anoche un emotivo llamamiento para solicitar cualquier información que pueda conducir a la policía hasta el paradero de su hija. Susan fue vista por última vez a las cuatro de la tarde de ayer, cuando volvía del colegio con sus amigas.

STOP.

Miércoles, 22 de marzo de 1972:

Oldman se incorpora a la búsqueda de Susan: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.

El comisario jefe George Oldman, de la policía de West Yorkshire, ha cruzado hoy los montes Peninos para colaborar con sus colegas de Lancashire en la búsqueda de Susan Ridyard, que desapareció al salir del colegio para niñas de Rochdale.

STOP.

Viernes, 24 de marzo de 1972:

Una vidente relaciona a Susan y a Jeanette: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.

La policía se negó anoche a hacer comentarios sobre las informaciones que aseguran que la famosa vidente televisiva local, Mandy Wymer, ha encontrado alguna relación entre la niña desparecida en Rochdale, Susan Ridyard, y Jeanette Garland, popularmente conocida como La niña que nunca volvió a casa, que desapareció a la edad de ocho años…

STOP.

Jack, Jack, Jack.

Siempre Jack:

Te alejas de la carretera principal y circulas entre muros de piedra por la larga avenida de árboles negros con las hojas húmedas y cuervos en las ramas, hasta el hospital psiquiátrico que anida al fondo…

Que te está esperando: Hospital Psiquiátrico Stanley Royd, Wakefield.

Aparcas delante del viejo edificio principal y cruzas la explanada de grava cortante y gris hasta la puerta. Los rostros de enfermos mentales con sus batas y sus rebecas de lana se amontonan en las ventanas. En el césped hay una mujer descalza, con las rodillas llenas de sangre y la pierna levantada contra un árbol, ladrando.

Abres la puerta y entras pensando en tu madre, pensando: Esto es lo que ella no quería.

Llamas al timbre de recepción pensando en lo que recibió: Pintadas en las paredes de su casa, una esvástica y una soga encima de su puerta, mierda en su buzón y ladrillos contra sus ventanas, llamadas anónimas y llamadas lascivas, jadeos y el teléfono mudo, las burlas de los niños y las maldiciones de sus padres, y todo porque…

—¿Puedo ayudarlo? —vuelve a decir la enfermera de uniforme blanco.

—Espero que sí —sonríes—. Mi nombre es John Piggott y soy abogado. Quería ver a uno de sus pacientes, Jack Whitehead.

La enfermera niega con la cabeza.

—Me temo que el señor Whithead ya no está con nosotros.

—Lo siento, yo…

—Deje que lo compruebe —dice, y se acerca a un archivador de metal gris.

Joder.

Das media vuelta y miras el pasillo.

Un hombre está al final del pasillo con los brazos abiertos en cruz y los pantalones del pijama en los tobillos.

Odias los hospitales…

Odias el olor institucional a repollo y a ropa hervida, las paredes institucionales pintadas de verde fuerte y de crema magnolia, los suelos institucionales cubiertos de moqueta y de linóleo sucio…

Odias los hospitales porque no conoces a nadie que haya salido de uno con vida.

La enfermera vuelve con un expediente. Asiente para sí.

—Sí, el señor Whitehead nos dejó la víspera de Año Nuevo de 1980.

—¿Y ahí dice de qué murió?

—No, no, no murió —sonríe—. Su hijo se lo llevó a casa.

Intentas leer las letras al revés:

—¿Eso es una dirección? —preguntas.

—No sé si debo…

—Tengo buenas noticias para él. Va a heredar una pequeña fortuna.

—En ese caso —se ríe—. Portland Square, 6, apartamento 6, Leeds.

—Muchas gracias —le guiñas un ojo.

—No se olvide de decirle cómo lo ha localizado —dice, con una risita.

Le haces otro guiño. Abres la puerta y vuelves a bajar las escaleras y a cruzar la explanada de grava cortante.

La mujer que está en el césped intenta atraparse la cola.

Odias los hospitales porque no conoces a nadie que haya salido de uno con vida…

A nadie más que a Jack.

Martes, 31 de mayo de 1983.

Las primeras gotas de lluvia.

Por la M62 en dirección a Rochdale entre los campos negros y pardos y el cielo negro y gris: … Se envuelve en la bandera y explota los sacrificios de nuestros soldados, de nuestros marinos y de nuestros pilotos en las Malvinas con intereses puramente partidistas, y espera salirse con la suya.

Apagas la radio. Miras por los retrovisores. Aparcas en las afueras de Rochdale junto a una cabina de teléfono con los cristales rotos.

Rezas para que funcione.

D-9.

Quince minutos más tarde estás dando marcha atrás delante del jardín del señor y la señora Ridyard, que viven en un chalet pareado en una zona muy tranquila de Rochdale.

Llueve a cántaros y en las casas de enfrente ya han encendido las luces.

El señor Ridyard está en el umbral de la puerta.

Bajas del coche.

—Buenas tardes —dices.

—Buenas para los patos —contesta.

Asientes y le das la mano. Lo sigues por el vestíbulo pequeño hasta la sala de estar.

—Mi mujer se ha echado un rato —susurra—. Me temo que tendrá que conformarse conmigo solo.

—Gracias —dices—. Le agradezco mucho que haya aceptado verme.

—Siéntese —dice el señor Ridyard—. Prepararé un té rápido.

Te levantas cuando sale de la habitación. Te acercas para ver bien dos fotografías enmarcadas que están encima del televisor.

En una aparecen tres niños con uniforme escolar; en la otra la menor de los tres, sentada y sola: Susan Louise Ridyard.

El señor Ridyard vuelve con el té.

—Ya está.

Dejas la foto y vuelves al sofá.

El señor Ridyard se sienta en la butaca de enfrente:

—¿Azúcar, señor Piggott?

—Tres, por favor.

Te pasa el té:

—Aquí tiene.

Bebes un sorbo y lo miras mientras coge su taza.

Se queda mirándola, sin probar el té.

La deja en la mesa.

Te mira y se esfuerza por sonreír.

—Bebemos demasiado —dice.

—Le agradezco mucho que haya aceptado verme —repites—. Comprendo que tiene que ser muy desagradable para usted.

Asiente y susurra:

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Piggott?

—Como le expliqué por teléfono, soy abogado, y represento a dos clientes que al parecer tienen algún interés, mejor dicho, alguna relación con su hija.

—¿Con Susan?

Asientes.

—¿Quiénes son sus clientes?

—Una es la señora Ashworth. A su hijo James lo detuvo la policía recientemente, por la desaparición de una niña en Morley. ¿Hazel Atkins?

El señor Ridyard asiente con la cabeza.

—Bueno, como quizá ya sepa por las noticias, James Ashworth se ahorcó mientras estaba bajo custodia policial.

—¿Se ahorcó?

—Supuestamente.

—No lo sabía —dice el señor Ridyard—. ¿También era usted su abogado?

—Supuestamente —dices otra vez—. Pero murió antes de que tuviera oportunidad de hablar con él.

—¿Y eso qué tiene que ver con Susan?

—Si le soy sincero, no estoy seguro de que tenga algo que ver con Susan —balbuceas—. Por eso en parte estoy aquí.

—¿Y cuál es la otra parte?

Miras la fotografía que está encima del televisor y contestas en voz baja:

—Michael Myshkin.

El señor Ridyard traga saliva y se rasca el cuello.

—¿Qué pasa con él?

—Estoy preparando un recurso de apelación del señor Myshkin —dices, y guardas silencio…

A la espera de que el señor Ridyard diga algo.

—Comprendo —es todo cuanto dice, volviendo la vista al techo.

—A Michael Myshkin nunca llegaron a acusarlo «formalmente» de la desaparición de su hija, ¿verdad?

Niega con la cabeza.

—Pero confesó a la policía —dice.

—¿Y luego se retractó?

—Sí. Y luego se retractó.

—Y la policía no se molestó en presentar cargos, ¿verdad?

—No —dice, volviendo a negar con la cabeza—. Pero cerraron la investigación.

—¿Eso significa que estaban convencidos de que había sido él?

Asiente.

—¿Lo llamaron para decírselo?

Vuelve a asentir.

—¿Cuándo se lo dijeron?

—En 1975, cuando cerraron la investigación.

—¿Y usted? ¿Usted cree que Michael Myshkin tuvo algo que ver en la desaparición de su hija?

—Lo creía —contesta.

—¿Lo creía? ¿Ya no lo cree?

—Díselo, Derek —dice una voz desde la puerta.

Vuelves la cabeza.

La señora Ridyard está en el umbral, con aspecto agotado, vestida con una bata chamuscada.

Te pones en pie:

—Soy John Piggott, yo…

—Sé quién es —dice.

—Estábamos… —empieza a decir su marido.

—¡Díselo!

El señor Ridyard, con su rebeca verde y sus pantalones marrones te mira y, por un brevísimo instante, por el más breve de los instantes, piensas que va a decirte que él mató a su propia hija…

Pero se levanta y dice:

—Siéntese, señor Piggott.

Vuelves a sentarte y procuras no mirar a la mujer que se balancea debajo de la puerta, envuelta en una bata chamuscada, con heridas y arañazos en el cuello, en las piernas y en las manos.

—Hace tres semanas —dice el señor Ridyard que sigue en el centro de la sala de estar—. Hace tres semanas, cuando salí a recoger la leche encontré una caja en la puerta.

—¿Una caja?

—Una caja de zapatos.

—¿Una caja de zapatos?

El señor Ridyard asiente con la cabeza. La casa en silencio.

La casa en silencio menos por la lluvia en la ventana y el tic-tac de un reloj pequeño colocado encima del televisor, encima del televisor, entre las dos fotografías.

Una de tres niños con uniforme escolar; la otra de la más pequeña, sola.

El señor Ridyard está llorando. Se sienta, pero vuelve a levantarse inmediatamente; la señora Ridyard se balancea en el umbral de la puerta y tú miras la fotografía.

La más pequeña.

Cierras los ojos y te tapas los oídos.

Pero el ruido no cesa.

Se oyen su llanto, la lluvia en la ventana y el tic-tac del reloj.

Abres los ojos.

El señor Ridyard está de pie, en el centro de la sala.

En el centro de la sala en forma de cruz.

—¿Qué había en la caja? —gritas.

—Susan —solloza.

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