1983

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Tercera parte » Capítulo 34

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Sábado, 25 de marzo de 1972.

«Una mañana te despiertas tan infeliz como siempre…».

Estoy tumbado en nuestra cama, oyendo cómo empeoran las cosas: Se elevan las protestas contra el gobierno británico en Irlanda del Norte tras el acuerdo gubernamental alcanzado ayer para que el Ulster quede bajo el control directo de Westminster por espacio de un año. La decisión ha topado con el rechazo inmediato de las dos ramas del IRA, que ya han anunciado combates, al tiempo que los protestantes más radicales convocan una huelga general, pese a los llamamientos a la calma del señor Faulkner.

Entre tanto, el nuevo ministro para Irlanda del Norte, William Whitelaw, calificó ayer la tarea que tiene por delante de «aterradora, difícil e imponente».

Estoy solo, tumbado en nuestra cama, oyendo cómo empeoran las cosas mientras mi familia se viste para ir de boda.

El señor y la señora de William Molloy se complacen en solicitar la presencia del señor y la señora de Maurice Jobson y familia en el enlace nupcial de su hija Louise Ann con el señor Robert Fraser.

Una celebración.

—Paul —llama mi mujer desde el pie de la escalera—. Paul, date prisa, cariño. Te estamos esperando todos.

Mi mujer, mi hija y yo estamos en la puerta.

Mi mujer mira las escaleras, mi hija se mira en el espejo y yo miro mi reloj.

La canción de Simon y Garfunkel cesa bruscamente y lo veo bajar.

—Iré sacando el coche —digo, mientras abro la puerta.

—Yo cerraré —contesta mi mujer, empujando a los niños hacia la puerta.

Salgo. Abro el garaje y saco el coche. El coche familiar.

El Triumph Estate.

Vuelvo a salir y cierro la puerta del garaje.

—Está abierto —les digo a mi mujer y a los niños al ver que se quedan parados junto al coche. Y deseo que estuviéramos todos en cualquier otra parte.

Deseo ser otro.

Que fuéramos otros.

Subimos al coche familiar.

Clare me pide que encienda la radio.

—No tenemos —contesto.

Se agazapa en el asiento trasero y Paul le susurra algo al oído. Los dos sonríen.

Tienen quince y trece, y me odian.

Miro por el retrovisor.

—El Leeds le ha dado una buena al Arsenal hoy, ¿eh? —digo.

Paul se encoge de hombros. Clare le susurra algo al oído. Vuelven a sonreír.

Tienen quince y trece, y los odio y los quiero.

Judith, mi mujer, dice:

—Espero que salga un poco el sol cuando hagan las fotos.

Y a ella.

La odio.

La odio, con ese sombrero demasiado grande para el coche.

La iglesia de Ossett tiene el campanario más alto de Yorkshire, según dicen. Se levanta negra y alta, bien a la vista de todos, detrás de los campos de golf y de los campos de colza y ruibarbo.

Aparcamos a su sombra, en Church Street, Ossett.

Toda la calle está llena de coches a ambos lados.

—Una boda por todo lo alto —dice Judith.

Nadie contesta.

Bajamos del coche y entramos en el patio de la iglesia, donde los grupos de polis ya se han congregado con sus cigarrillos y sus trajes de gala.

Las novias y las mujeres están todas a un lado, luchando contra el viento que quiere llevarse sus sombreros, hablando con las personas mayores, ajenas a sus hijos.

—¿Verdad que ha invitado a todo el cuerpo? —se ríe Judith.

Me abro camino entre los hombres, que me saludan, arrastrando a mi mujer y a mis hijos.

—Señor —dice uno.

—Inspector —dice otro.

—Señor Jobson.

—Maurice, Judith —sonríe John Rudkin en la puerta de la iglesia.

El chico de Bill.

—¿Dónde tienes escondida a Anthea? —pregunta mi mujer.

—La he tirado al fondo del embalse de Winscar —se ríe Rudkin.

Se ríe como si deseara que fuera verdad.

—¿Cuáles son los asientos baratos, John?

—Todos los de la derecha, pero los de las dos primeras filas son para la familia.

—¿Y qué somos nosotros?

Parece desconcertado.

—Te estaba tomando el pelo, sargento. Sólo te estaba tomando el pelo —le digo.

—¿Ves qué mala idea tiene? —dice mi mujer—. ¿Ves lo que tenemos que aguantar?

Rudkin sonríe.

Sonríe como si deseara vernos a los dos muertos.

Saludo con la cabeza a otro hombre que está al otro lado de la iglesia.

—¿Ése es el hermano de Bob?

Rudkin niega con la cabeza.

—Bob no tiene familia —dice en voz baja.

—¿Estás de broma? —pregunta Judith, cubriéndose los labios rojos con el guante púrpura.

—Su madre murió hace un par de años.

—En ese caso, su lado de la iglesia va a estar un poco vacío.

—El jefe lo ha llenado con muchos tíos con los que Bob estuvo en la academia, y supongo que también vendrán muchos de la comisaría de Morley.

—Entonces no pasa nada —dice Judith.

—Hasta luego —le digo a John. Y me vuelvo a mis hijos—: Vamos.

Recorremos el pasillo y saludamos a Walter Heywood y a su mujer.

A Ronald Angus y a la suya.

Están todos:

Dick Alderman y Jim Prentice me dan la mano.

Bob Craven no.

Todos menos uno:

Falta George.

Sigue en Rochdale, donde yo quiero estar.

Oigo otra vez mi nombre y vuelvo la cabeza: Don Foster con su mujer, John Dawson con la suya.

Grandes sonrisas, saludos con la mano y ya nos veremos luego.

Llegamos a nuestro banco, más o menos en el centro.

—¿Ése no era John Dawson? —pregunta Judith.

Asiento con la cabeza y pienso:

Otras personas.

—¿No me habías dicho que conocieras a John Dawson?

—No lo conozco.

—Tendrías que ver esa casa… —dice Judith.

(Dentro un millar de voces gritan). —¿Cómo se conocieron?— le susurra Clare a su madre.

Judith me mira.

—No estoy segura —dice.

—¿Qué? —pregunto.

—¿Cómo se conocieron? —suspira Clare, con una mueca de fastidio.

—¿Louise y Bob? —pregunto.

—No —protesta—. La reina y el príncipe Felipe.

—Bob es policía y…

—Yo no quiero casarme con un policía —dice con desdén.

—No hables así, Clare —dice mi mujer.

Yo…

Su padre. No digo nada.

Y ella repite, en voz más alta:

—Nunca me casaré con un policía.

Aparto la vista y miro a Robert Fraser.

A Bob Fraser que está delante del altar, enfrente del cura, con su padrino al lado.

No reconozco al padrino.

No es policía.

No es de los nuestros.

El organista interrumpe su sinuoso tintineo. Golpea todas las teclas a la vez y todos nos ponemos en pie cuando suena la Marcha nupcial y volvemos la cabeza para ver a la novia…

Muy hermosa, de blanco, del brazo de su padre.

(Hermosa como la luna, terrible como la noche). Más contento que unas pascuas con su chaqué.

El tono gris de su traje a juego con los mechones de pelo que han inspirado su apodo y sus ojos negros.

Y empieza la función.

La celebración.

Los himnos:

Guíanos, Padre Celestial, guíanos; Oh, Amor Perfecto; Amor Divino.

Las lecturas.

Las lecturas que dicen…

Palabras como éstas:

Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos.

Si el pie dijera: Porque no soy mano, no soy del cuerpo: ¿por eso no será del cuerpo?

Y si la oreja dijera: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo: ¿por eso no será del cuerpo?

Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuera oído, ¿dónde estaría el olfato?

Porque Dios ha colocado los miembros en el cuerpo como quiso.

Y, si todos fueran un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?

Pues, aunque sean muchos los miembros, el cuerpo es uno solo.

Ni el ojo puede decir a la mano: no te necesito; ni la cabeza a los pies: no os necesito.

Más aún, los miembros que parecen más débiles son los más necesarios; Y a los que parecen menos honrosos los colmamos de honores, y a los que parecen menos presentables los tratamos con mayor recato.

Porque los más presentables no lo necesitan. Y es que Dios hizo el cuerpo dando mayor honor a lo menos noble: Para evitar divisiones en el cuerpo y que todos los miembros se preocupen los unos de los otros.

Así, si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; y, si un miembro es honrado, todos se alegran.

Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno de vosotros es miembro de ese cuerpo.

Miro a mi familia, a mi lado en el banco.

Paul tiene los ojos cerrados y Judith y Clare se secan las lágrimas cuando suena la música de Mendelsson.

Los grupos de polis vuelven a congregarse a la salida en torno a sus cigarrillos.

Las novias y las mujeres se reúnen aparte, en pugna con el viento que quiere levantarles las faldas, y chismorrean mientras los niños les tiran de la manga o de los bajos del vestido, felices con los puñados de confeti que se escapan entre sus dedos diminutos.

El fotógrafo se desespera para que posemos en grupo.

Un Austin Princess negro espera para llevarse a los recién casados.

—Ha invitado a todo el cuerpo, ¿verdad? —se ríe Judith.

Se ríe ella sola.

Veo a George.

A George Oldman, junto a la verja, con su mujer, su hijo y dos hijas.

Me ve acercarme.

Le doy la mano y saludo a su mujer con la cabeza.

—George, Lillian.

—Maurice —dice él. Su mujer sonríe un momento.

—Creí que no llegarías a tiempo —digo.

—Por poco no llega —contesta ella, apretándole el brazo.

—¿Ha habido suerte?

Niega con la cabeza y mira a otro lado. Lo dejo correr.

No es asunto mío.

George, su mujer, su hijo y dos hijas.

—Foto de grupo, por favor —suplica el fotógrafo cuando por fin sale el sol, brillando tenuemente entre los árboles y las lápidas.

Voy a posar con mi mujer y mis hijos.

—¿Podemos irnos a casa? —pregunta Clare.

—Ahora es la recepción —sonríe su madre—. Seguro que será maravillosa.

Paul susurra algo al oído de Clare y los dos sonríen.

Tienen quince y trece y su padre les da lástima.

—Última foto de familia —grita el fotógrafo.

Judith mira a los niños y luego a mí, se coloca el sombrero, se encoge de hombros y sonríe.

Tenemos cuarenta y cinco y cuarenta y dos años y odiamos…

Sólo odiamos.

En agosto hará diecisiete años que nos casamos en esta misma iglesia, eso dicen.

Volvemos al coche y vamos en silencio hasta Dewsbury, subimos por Ravensthorpe y llegamos a las afueras de Mirfield, en silencio hasta que Clare nos recuerda que Charlotte, la vecina, tiene radio en el coche y eso que su padre «sólo» es profesor, y Paul dice que en el colegio todo el mundo tiene radio en el coche, y que debemos de ser la única familia en todo el cochino mundo que no tiene.

—No digas esa palabra, Paul —dice su madre, volviéndose a mirarlo.

—¿Qué palabra?

—Lo sabes perfectamente.

—¿Por qué no? —dice Clare—. Papá la dice a todas horas.

—No es verdad.

—Sí es verdad —grita Paul—. Y dice cosas peores.

—Bueno, tu padre es un adulto —dice Judith.

—Un «policía» —dice Clare con desprecio.

—Ya hemos llegado —digo.

El Club Marmaville:

Una antigua fábrica de algodón convertida en elegante Club de Campo, con bar y biblioteca, muy frecuentado por los masones.

Muy frecuentada por Bill Molloy.

Le llevo a Judith un vino blanco y la dejo con los chicos, con otras mujeres y sus hijos. Vuelvo a la barra.

—No te olvides de que tienes que conducir —me dice Judith, y me río.

Me río como si deseara verla muerta.

En la barra, con un whisky en la mano, alguien me coge del brazo.

—¿Eso no es lo que beben los irlandeses?

Vuelvo la cabeza:

Jack.

El dichoso Jack Whitehead.

—¿Qué tal? —sonríe—. ¿Se rebajaría el inspector invitando a una escoria como yo?

—No —digo, mirando alrededor—. Claro que no.

El señor y la señora Fraser están en la puerta del salón, dando la bienvenida a sus invitados.

—Tío Maurice, tía Jane —dice la novia.

—Tía Judith —corrige el novio.

—Un chico listo —digo, dándole la mano—. Tendrías que ser poli.

Todos nos reímos.

Todos menos Paul y Clare.

Louise le da un beso a Judith en la mejilla.

—Ha sido un día muy largo.

—Aún no ha terminado —digo.

Ni mucho menos.

Nos sentamos en el comedor con Walter Heywood y su mujer, Ronald y su mujer, los Oldman, su hijo y sus dos hijas.

Los mandamases.

Comemos uvas, pollo y una especie de postre que acompañamos con bastantes copas de vino para poder digerirlo, pese a las miradas molestas de las mujeres y los chicos.

Empiezan los discursos y los acompañamos de más copas de vino, para poder digerirlos.

Alguien me pone una mano en el hombro. John Rudkin se inclina y me susurra al oído.

—Bill quiere que subamos a tomar una copa, cuando empiece el baile.

Sonrío y por dentro lo mando a tomar por culo.

Mira a Walter Heywood y a los chicos de West Riding.

—Con discreción —dice.

Vuelvo a sonreír.

Se va a tomar por culo.

Un salón en el piso de arriba, al fondo del pasillo rojo y dorado, más allá de los lavabos.

Las cortinas cerradas, las lámparas encendidas, los cigarros a punto.

La música se filtra a través de la alfombra.

La bonita alfombra de flores doradas sobre un fondo granate y rojo.

Como los whiskys y nuestras caras.

Sentados en círculo en amplias butacas, un par de ellas vacías.

La banda al completo:

Dick, Jim Prentice, John Rudkin, Bob Craven y…

—Chicos —dice Bill—. Tengo el placer de presentaros a un buen amigo del otro lado de los Peninos: John Murphy, inspector de Manchester.

Más o menos de mi edad, aunque con pelo, Murphy es un tipo atractivo.

Como Bill Molloy cuando era joven.

Otro igual.

John Murphy se pone en pie.

—¡Unas palabras! —dice Dick Alderman.

—A algunos os conozco y de los demás he oído hablar, por vuestra reputación —sonríe Murphy, saludándome con la cabeza—. Sé que estamos todos aquí por un hombre.

Murmullos y asentimientos que señalan a Bill.

Bill levanta las manos, ruborizado y modesto.

—Brindemos en primer lugar —dice Murphy—, por el Tejón, por la boda de su hija.

—Salud —decimos todos, poniéndonos en pie.

—No —dice Bill—. Ya hemos dicho bastantes gilipolleces ahí abajo.

Nos reímos. Guarda silencio y esperamos.

Esperamos a que diga:

—Brindemos por nosotros —dice, levantando la voz y el vaso—. Por todos nosotros, ¡qué cojones!

—Por nosotros —repetimos, vaciando los vasos.

Volvemos a sentarnos.

Bill le dice a Rudkin que toque el timbre para pedir otra ronda.

—Tendremos que ser breves, para que no nos hagan demasiadas preguntas —dice.

—Creen que estamos jugando a las cartas —se ríe Jim Prentice.

—Sin hablar de nuestras mujeres, Jim —señala Bill—. Más bien pensando en el viejo Walter y en nuestros primos del campo.

—Sí —digo—. Gracias por ponernos en la misma puta mesa.

Bill vuelve a levantar las manos y sonríe:

—Sólo quería que conocierais a John y…

Llaman a la puerta y Bill se calla.

Una camarera joven entra con una bandeja de whiskys.

Dobles.

Recoge los vasos vacíos y se va.

—¿Y? —pregunto.

—Y —dice Bill—. Un par de cosas más.

Bebemos un sorbo de whisky y esperamos.

—John, aquí presente, nos ha conseguido unas oficinas en Oldham Street, en el centro de Manchester. Ha organizado muy bien el asunto de la impresión y la distribución.

—También he conseguido un par de buenos contactos en Vicio —añade Murphy—. Pete McCardell, por ejemplo.

Silbidos leves.

Bill le da una palmada en la espalda a Murphy.

—Esto es sólo el principio —dice—. Todo lo que hemos planeado y por lo que hemos trabajado tanto, por fin empieza a cuajar.

Asentimientos de cabeza.

—Controlado vicio —dice Bill Molloy en voz baja—. Lejos de las calles y de los escaparates, directamente a nuestros bolsillos.

Sonrisas.

—Todo el norte de Inglaterra, de Liverpool a Hull, de Nottingham a Newcastle, es nuestro: las chicas, las tiendas, las revistas, el puñetero lote completo.

Más sonrisas.

—Nos haremos ricos —dice Bill—. Ricos de narices.

Más asentimientos, más sonrisas y oye-oye.

Me quedo mirando las dentaduras.

—¿Y qué hay de tu yerno? —le pregunto a Bill.

Todos dejan de sonreír.

Rudkin niega con la cabeza.

—Eso nunca —dice Bill—. No quiero a Robert cerca de esto.

—En ese caso, más vale que tengamos cuidado con lo que decimos —señalo.

Algunos están mirando la alfombra, la preciosa alfombra.

De flores doradas sobre un fondo granate y rojo.

Como los whiskys y sus caras.

—Pero tengo algunas caras nuevas —sonríe Bill, volviéndose a Rudkin—. Di a tus invitados que suban, John, y que traigan más bebidas.

John sale de la habitación.

—Tenemos una buena oportunidad —explica Bill—. La oportunidad de invertir el dinero de nuestros negocios y convertirlo en algo grande…

—En algo formidable.

Vuelven a llamar a la puerta. Rudkin deja entrar a John Dawson y Don Foster.

Bill se levanta.

—Caballeros, siéntense, por favor.

Don y John se suman al círculo. Bill hace las presentaciones.

Yo pienso: demasiados cocineros, demasiados jefes.

Terminadas las presentaciones, Bill señala a John Dawson y Don Foster.

—John y Don tienen sus propios sueños, ¿verdad, caballeros?

Foster asiente y carraspea.

—Con su ayuda, caballeros, construiremos un centro comercial —dice.

—El más grande de Inglaterra y de Europa —apostilla Dawson.

—Un sitio donde pueda comprarse de todo, donde se pueda ver una película o jugar a los bolos, donde se pueda desayunar, comer o cenar —añade Foster.

—Cubierto, para que dé igual el tiempo que haga —dice Dawson—. A su lado el Merrion Centre parecerá un cuchitril, que es lo que es.

—¿Dónde? —pregunto.

—En la salida de la autopista de Hunslet y Beeston —dice Foster—. Será ideal.

—Se llamará El Cisne —dice Dawson, con una sonrisa resplandeciente.

Y Foster esboza la misma sonrisa resplandeciente.

Y los demás lo imitan:

Demasiados cocineros; demasiados jefes.

Bill vuelve a ponerse en pie con la mano izquierda tendida hacia Dawson y Foster:

—Con el cerebro de John, los ladrillos de Don y nuestras placas, todo será posible.

Aplausos.

—Y ganaremos un montón de pasta.

Todos se levantan con los vasos en la mano.

—¡Una pasta de narices!

Todos los cocineros y todos los jefes.

Yo también:

Porque el cuerpo no es un solo miembro.

Bill levanta su vaso:

—Por nosotros y por el norte, ¡donde hacemos lo que queremos!

Pero…

—Por el norte —repetimos, y volvemos a vaciar los vasos.

Demasiados.

Bill me mira, sonriendo para sus adentros.

—Una cosa más —dice.

Bebemos un sorbo y esperamos.

—Todos conocéis los rumores, pero quiero comunicarlo personalmente, aquí, en presencia de todos. Me retiro.

—¿Qué? —preguntamos al unísono.

—Ya he cumplido —sonríe—. Y voy a estar muy ocupado.

—Pero… —dice Prentice.

—¿Quién va a…? —pregunta Craven.

Bill me mira y asiente.

—Maurice tomará el relevo —dice.

No digo nada.

—Walter firmó ayer los papeles —se ríe Bill—. El inspector Maurice Jobson será el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Leeds.

Antes de que pueda decir nada…

Antes de que nadie pueda decir nada…

Dick Alderman se levanta y levanta su vaso por última vez:

—Por Maurice.

Bill y Rudkin son los primeros en ponerse en pie; los siguen Dawson y Foster, Craven y Prentice…

Murphy parece desconcertado, confundido.

Tan confundido como yo cuando me pongo en pie, levanto mi vaso para brindar a mi salud y pienso: Danos fe a todos.

En el piso de abajo, todos borrachos y feos.

Todos bailando.

Todos menos mi mujer y mis hijos, sentados en la oscuridad.

Todos bailando o cayendo al suelo.

—Mira cómo está —susurra Dick, señalando con la cabeza a Anthea Rudkin.

La mujer de Rudkin está echada encima de George Oldman.

Mitad dentro mitad fuera del vestido rosa, largo pero muy escotado.

La mujer y los hijos de Oldman están cogiendo sus abrigos.

Bill mueve la cabeza y le susurra algo a Rudkin al oído.

Rudkin cruza la pista de baile y separa a su mujer de George.

Con los brazos magullados, por la fuerza con que la ha sujetado, ella empieza a dar puntapiés y grita:

—¡No te cases nunca con un poli!

De vuelta a casa, en el coche, Judith y Clare van dormidas.

Paul asoma la cabeza entre los asientos.

—¿Por qué te llaman el Búho? —pregunta.

—Por las gafas.

—Es ridículo —dice, y vuelve a recostarse en el asiento.

Miro por el retrovisor y lo veo mirando por la ventanilla: la noche, los camiones y los coches, las luces amarillas y las rojas.

Está llorando. Desearía ser otro.

Otro…

Otra persona.

O quizá que yo…

Que yo fuera otra persona.

Quizá yo.

Sólo yo.

Estoy tumbado en nuestra cama y oigo a Simon y Garfunkel a través de la pared, portazos y el teléfono que suena. Nadie lo coge.

Los sonidos de las cosas:

Aterradores, difíciles e imponentes.

El sonido de las cosas que empeoran.

Tumbado en nuestra cama, pensando:

Por favor, dame fe.

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