1983

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Tercera parte » Capítulo 37

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Mi familia no está en casa.

El teléfono no para de sonar.

No contesto.

No tengo tiempo.

Pienso en vosotras.

Despacio por Huddersfield hasta la M62, por los Moors y hasta Rochdale, entre campos donde sólo hay espectros y ovejas, torres de alta tensión, postes y el cielo negro: Heath nombra a un ministro del Interior católico en Irlanda del Norte mientras las huelgas paralizan el Ulster y los soldados se enfrentan a airadas multitudes de protestantes que incendian edificios…

Apago la radio y hablo solo:

Susan Louise Ridyard, de diez años, siete días desaparecida. Vista por última vez a las 3:55 h del lunes 20 de marzo a la salida del colegio, el Holy Trinity de Rochdale…

Llueve a cántaros.

—Ella lo sabe, Maurice. Lo sabe.

Espectros y ovejas.

—Ella la ve.

Torres de alta tensión y postes.

—Te está esperando.

El cielo negro y sólo negro.

—Pienso en vosotras a todas horas.

Aparco en las afueras de Rochdale al lado de una cabina de teléfono. Tiene el color de la sangre derramada y seca.

Quince minutos más tarde estoy aparcando a dos puertas del adosado de los Ridyard, en una zona conmocionada de Rochdale.

Conmocionada por la ambulancia que espera, por los dos coches patrulla y los agentes en la puerta.

Llueve a cántaros y no veo a George por ninguna parte.

El señor Ridyard está en la puerta, hablando con uno de los agentes.

Echo a andar por la acera y entro en el jardín, con la lluvia en la cara.

—Un tiempo estupendo para los patos —dice Derek Ridyard.

Asiento. Le doy la mano y le enseño la placa al agente. Entro en la casa con el señor Ridyard.

En el salón, oscurecido por la lluvia.

Oscurecido por el dolor.

El séptimo día: La señora Ridyard está sentada en el sofá, en zapatillas. Abraza con fuerza a su hijo mayor y a su otra hija, que se miran las manos en el regazo…

Los dibujos de la alfombra.

—Siéntese —dice el señor Ridyard—. Prepararé una taza de té.

Me siento enfrente del sofá. Sonrío a los niños y observo a la madre.

La señora Ridyard está mirando la fotografía enmarcada que está encima del televisor.

La fotografía de tres niños con uniforme escolar: el hijo mayor y la otra hija rodean con el brazo a la niña menor.

Susan Louise Ridyard.

Sonriente, con los dientes muy blancos.

La fotografía de dos niñas y un niño que en el aparador, en el pasillo y en la pared se convertirá en las fotografías de una niña y un niño, de una niña y un niño que van creciendo.

Crecen pero nunca sonríen.

Nunca sonríen por la niña a la que dejarán atrás, encima del televisor, la niña que siempre seguirá sonriendo.

Nunca crecerá pero siempre seguirá sonriendo: Susan Ridyard.

La niña a la que dejarán atrás.

Miro por la ventana las viviendas en la acera de enfrente, a los vecinos detrás de las cortinas, el aguacero en los cristales.

—Aquí está —dice el señor Ridyard, que vuelve con el té en una bandeja.

Sonrío.

El señor Ridyard deja la bandeja y me mira:

—¿Azúcar?

—No, gracias.

—Ya está bastante dulce —dice en voz baja.

Procuro no mirar.

No mirar a la mujer que está en el sofá, en zapatillas, abrazando con fuerza a su hijo mayor y a su otra hija.

Vuelvo a mirar por la ventana las viviendas de la acera de enfrente, a los vecinos detrás de las cortinas, el aguacero en los cristales…

El mismo aguacero que se filtra por las ventanas podridas de los Ridyard.

El único sonido.

—Soy Maurice Jobson, de la Brigada de Investigación Criminal de Leeds. Hace tres años desapareció en Castleford una niña llamada Jeanette Garland y participé en la investigación.

Me miran.

Los niños con aire ausente, el padre fijamente.

La madre, la mujer, asiente con la cabeza.

Asiente y dice:

—Nunca la encontraron, ¿verdad?

—No, todavía no.

—¿Todavía no?

—La investigación sigue abierta.

La señora Ridyard tiene un reguero de lágrimas en las mejillas.

Un reguero de lágrimas que deja cicatrices rojas en su piel fría y blanca.

Me mira entre el reguero de lágrimas.

Me mira con odio entre el reguero de lágrimas.

Con odio y con gesto acusador.

Con odio y con gesto acusador me mira a la cara.

Una cara en la que no ve lágrimas ni cicatrices rojas en la piel fría y blanca.

—Señora Ridyard, creo que usted sabe dónde está su hija.

Silencio.

El aguacero que se filtra por las ventanas podridas el único sonido…

El único sonido antes de que la madre lance un alarido.

Con la boca abierta, retorciéndose…

Un aullido.

Clava los dedos huesudos y blancos en la cara de su hijo mayor y de su hija.

Su marido se levanta:

—¿Qué está usted diciendo?

—Usted la ve, ¿verdad que sí? —le pregunto a la señora Ridyard.

Sigue aullando…

Con la boca abierta, retorciéndose, lanza un alarido.

Levanta la cabeza hacia el techo con los ojos agrandados de dolor.

El dolor en las entrañas donde creció su hija.

Sigue clavando los dedos huesudos y blancos en la cara de su hijo mayor y de su hija.

Está temblando.

Tiembla con lágrimas de tristeza y lágrimas de rabia, lágrimas de dolor y lagrimas de…

Espanto.

Lágrimas de espanto y de dolor, de rabia y de tristeza resbalan por sus dedos huesudos y blancos y empapan las mejillas de sus hijos, de los hijos a los que sujeta con los dedos huesudos y blancos y los brazos rotos, los brazos sacudidos por las lágrimas, por las lágrimas de dolor y las lágrimas de espanto, la lágrimas de tristeza y las lágrimas de rabia, las lágrimas por…

Susan.

Sonriente y con los dientes muy blancos.

—¿Dónde está? —pregunto.

Con la boca abierta, retorciéndose:

—Esas alfombras nuevas, tan bonitas…

Un aullido:

—Debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas…

Un alarido:

—La veo…

Los dedos huesudos y blancos señalan entre las lágrimas.

Señalan entre las ventanas podridas, por las que entra el agua.

El aguacero en las ventanas, en las ventanas de todos.

Su marido de pie, de rodillas.

Los niños no levantan la vista de las manos en el regazo.

De los dibujos de la alfombra.

Los dibujos que servían de carreteras para sus juguetes.

Carreteras hoy anegadas de lágrimas.

La señora Ridyard señala las viviendas de la acera de enfrente.

Los vecinos detrás de las cortinas y el aguacero en las ventanas.

Las luces ya encendidas.

En el cuarto de baño, con el grifo del agua frío abierto, me lavo las manos.

—Pienso en vosotros a todas horas…

En Judith, Paul y Clare, sin saber adónde han ido ni como están, si volverán o no; pienso en Mandy; pienso en Jeanette y ahora en Susan…

—Bajo el castaño frondoso…

El grifo sigue abierto y sigo lavándome las manos.

—En el árbol, en sus ramas…

Me lavo las manos a conciencia.

—Donde yo te vendí y tú me vendiste.

Maurice Jobson: el flamante jefe de la Brigada de Investigación Criminal, Maurice Jobson…

Delante del espejo en el cuarto de baño de los Ridyard, con unas gafas de montura negra y cristales gruesos, me miro los ojos, miro dentro de mí…

El Búho.

—Te espero en el árbol…

Oigo los sollozos aterradores de la madre, amortiguados, entre el olor a pino, a pis y a excrementos.

—En sus ramas.

En la puerta me quedo mirando las viviendas de la acera de enfrente.

—¿Los han interrogado? —le pregunto al agente.

Asiente, con frío, mojado, ofendido.

—¿Cuándo se construyeron?

Se encoge de hombros, con frío, mojado, inseguro:

—Hace un par de años.

—¿Quién?

—¿Qué?

—¿Quién los construyó?

Dice que no lo sabe, con frío, mojado, estúpido.

—Dígales al señor Oldman y al señor Hill que el inspector Maurice Jobson sugiere que lo averigüen.

Asiente, con frío, mojado, humillado.

El señor Ridyard sale a la puerta y contempla las nubes negras con los ojos rojos.

—Esa lluvia hace milagros en mi huerto —dice.

—Ya lo supongo —contesto.

Los huesos de su hija ya están fríos y enterrados.

Debajo de sus sombras.

Corazones oscuros.

Primero nos besamos y luego follamos.

Pis de gato y petunias, desesperados en un sofá cubierto de telas y cojines persas.

Primero follamos y luego nos besamos.

Tiene la cabeza apoyada en mi pecho y le acaricio el pelo, su pelo precioso.

Detrás de las cortinas, las ramas del árbol golpean el cristal…

Quieren entrar.

—Pensé que te había perdido —digo.

—No quiero perderte nunca —digo.

Las ramas del árbol dan golpes en el cristal de la enorme ventana…

Quieren entrar.

Se ríe:

—No podrías perderme —dice.

Se ríe:

—Aunque quisieras —susurra.

Sollozan, lloran…

Quieren entrar.

Me besa las yemas de los dedos y se detiene. Me acerca los dedos a la luz de la vela.

La fea luz de la vela.

Levanta la cabeza:

—Puedes encontrarlas. Lo sabes —dice.

Pero a la luz de la vela veo su rostro blanco e inmóvil, como muerto…

Corazones…

Sollozando, llorando…

Perdidos…

Que quieren entrar.

Las ventanas miran hacia dentro y las paredes escuchan los latidos de tu corazón…

Donde un millar de voces gritan.

Dentro.

Dentro de tu corazón calcinado.

Una casa…

Una casa sin puertas.

Me despierto en la oscuridad, bajo sus sombras…

—Nos veremos en el árbol…

Golpes en el cristal.

Está tumbada de lado, con un sujetador y una enagua blanca, dándome la espalda.

Los golpes de las ramas en el cristal.

Estoy tumbado, en calzoncillos, calcetines, con las gafas en la mesilla.

Los golpes de las ramas en el cristal.

Tumbado en calzoncillos, calcetines, con las gafas en la mesilla, la cabeza llena de melodías, palabras aterradoras.

Atento a los golpes de las ramas de cristal.

Estoy tumbado, en calzoncillos y calcetines, con las gafas en la mesilla y la cabeza llena de melodías y palabras aterradoras, atento a los golpes de las ramas en el cristal.

Miro el reloj…

—En sus ramas…

Es más de medianoche.

Busco las gafas, salgo de la cama sin despertarla y voy a la cocina. Hay un periódico en el felpudo. Enciendo la luz, lleno la tetera, enciendo el gas, busco en el armario una tetera y dos tazas con sus platos, las enjuago, las seco, saco la leche de la nevera, la sirvo en las tazas, pongo dos bolsitas de té en la tetera, retiro el hervidor del fuego, vierto el agua en la tetera, la dejo reposar, miro por la ventana, veo la cocina reflejada en el cristal, y en ella a un hombre casado en calzoncillos y con gafas, unas gafas de cristales gruesos y montura negra, un hombre casado, en calzoncillos en casa de otra mujer a las seis de la mañana…

Lunes, 27 de marzo de 1972.

Pongo la tetera, las tazas y los platos en una bandeja y la llevo al salón, me paro a coger el periódico, dejo la bandeja en la mesita, sirvo el té encima de la leche y abro el periódico:

EL HIJO DE UN ALTO MANDO POLICIAL MUERE EN UN ACCIDENTE DE COCHE

George Creaves, jefe de redacción El hijo del destacado policía local George Oldman resultó muerto cuando el coche que conducía su padre chocó contra otro vehículo en la A637, cerca de Flocton, a última hora de la noche del sábado.

La hija mayor del inspector Oldman resultó gravemente herida y se encuentra en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Pinderfields, en Wakefield. El señor Oldman, su mujer, Lillian, y su otra hija sólo han sufrido daños leves y se cree que hoy mismo podrían ser dados de alta.

El conductor del otro vehículo se encuentra estable, dentro de la gravedad, y la policía no ha revelado aún su identidad.

Se cree que el señor Oldman y su familia volvían a casa tras asistir a la boda de un policía cuando chocaron con un vehículo que circulaba en dirección contraria.

El hijo del señor Oldman, John, tenía dieciocho años.

—¿Qué es eso? —pregunta Mandy detrás de mí.

Le enseño el periódico.

No dice nada.

—¿Lo sabías? —pregunto.

Silencio.

Sólo los golpes de las ramas en el cristal, susurrando sin parar:

—Nos veremos en el árbol, en sus ramas.

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