1983

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Cuarta parte » Capítulo 46

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Vigilo.

Sin dormir, sin comida, sin tabaco.

Sólo vigilo y escucho:

Está previsto que un vecino de Fitzwilliam comparezca hoy en los Juzgados de Wakefield, acusado del asesinato de Clare Kemplay, la niña desaparecida en Morley cuyo cadáver fue hallado el sábado en Wakefield. Se le acusa también de varios delitos de tráfico y se espera que quede bajo custodia para ser interrogado en relación con otros delitos de naturaleza similar a los que se le imputan. Se cree que el interrogatorio se centrará en la desaparición de Jeanette Garland, la niña desaparecida al salir de su casa de Castleford en 1969, un caso de repercusión nacional conocido como el de La niña que nunca volvió a casa y que continúa sin resolverse a día de hoy…

Jueves, 19 de diciembre de 1974.

Amanece y veo a una mujer de pelo gris que sale de casa con un paquete debajo del brazo. La veo cerrar la puerta. La veo cruzar el jardín. La veo abrir la cancela. La veo dirigirse con el paquete hacia la parte trasera de Maple Well Drive. La veo abrir la verja que está detrás de las casas. La veo subir por el camino de los tractores hasta la hilera de cobertizos que está en la cima de la cuesta. La veo desaparecer. Espero a que aparecezca de nuevo. Veo a la señora Marsh desaparecer en el último cobertizo con su paquete.

Espero.

Al cabo de media hora veo salir a la señora Marsh del último cobertizo. La veo bajar por el camino de los tractores. La veo abrir la verja que está detrás de las casas. La veo volver a Maple Well Drive. La veo abrir la cancela del jardín. La veo cruzar el jardín. La veo abrir la puerta. La veo entrar con las manos vacías.

Espero.

Al cabo de veinte minutos veo un coche que aparca.

Es un Morris Oxford, grande y negro. El conductor viste de negro. Lleva un sombrero. No baja del coche. Toca el claxon dos veces.

Veo a la señora Marsh abrir la puerta. La veo cerrarla. La veo bajar por el jardín. La veo subir al coche. Los veo hablar un minuto. Los veo marcharse.

Lanzo una moneda al aire.

Me miro la mano.

Cruz.

Espero.

Diez minutos más tarde abro la cancela que da a los huertos detrás de las casas. Subo por el camino de los tractores hacia la hilera de cobertizos que están al final de la cuesta. El camino está embarrado y el cielo gris, el campo inundado de agua oscura y olor a animales muertos.

A mitad de camino vuelvo la cabeza y miro la furgoneta pequeña y blanca aparcada delante de la casa pequeña y marrón con su jardín pequeño y marrón, junto a las otras casas pequeñas y marrones con sus jardines pequeños y marrones.

Me quito las gafas, las limpio con el pañuelo y vuelvo a ponérmelas.

Sigo andando.

Llego al final de la cuesta, donde están los cobertizos: Un poblado asqueroso y dormido, con lonas viejas y sacos de fertilizante, ladrillos robados y mojados y techos de chapa de zinc.

Recorro este Poblado Maldito y llego al final de la hilera.

Llego al cobertizo que tiene la puerta más negra y sacos podridos clavados en las ventanas.

Llamo a la puerta.

Nada.

Abro la puerta negra.

Entro:

Hay un banco de trabajo con herramientas, sacos de fertilizante y de cemento, tiestos y semilleros, el suelo cubierto de bolsas de plástico vacías.

Me acerco al banco y piso algo.

Algo debajo de los sacos y las bolsas.

Aparto los sacos y las bolsas de un puntapié. Veo un trozo de cuerda, gruesa y manchada de barro, atada a la boca de una alcantarilla.

Me enrollo la cuerda en las manos y tiro de la tapa. La dejo a un lado.

Hay un agujero.

Me asomo a mirar.

Es el conducto de ventilación de una mina. Oscuro y estrecho. Las paredes son de piedra, con peldaños de metal.

Oigo un goteo al fondo.

Veo una luz, muy débil, pero una luz.

A quince metros de profundidad.

Me quito el abrigo. Me quito la chaqueta. Entro en el conducto de ventilación, con las manos y las botas en la escalera de metal.

Todo está oscuro. Todo está húmedo.

Todo frío, y allá voy.

Tres metros. Seis metros.

Nueve metros. Doce metros.

Quince metros.

Avanzo hacia la luz.

Allí termina la pared que está a mi espalda. Doy media vuelta.

Veo un pasadizo y una luz.

Salgo del conducto vertical a un túnel horizontal.

Es estrecho. De ladrillo. Se aleja hacia la luz.

Oigo una música extraña bastante lejos:

Lo único que aprendes en el colegio es el abecedario.

Empiezo a arrastrarme con la tripa por el túnel de ladrillo hacia la luz.

Pero a mí sólo me importa saber de ti y de mí.

A arrastrarme con la tripa por el túnel de ladrillo hacia la luz.

Le conté a la maestra lo que habíamos descubierto.

Con la tripa por el túnel de ladrillo hacia la luz.

Pero dijo que eso estaba prohibido.

La tripa por el túnel de ladrillo hacia la luz.

Amor de colegiales.

Por el túnel de ladrillo hacia la luz.

Amor de colegiales.

De ladrillo hacia la luz.

Tú y yo estaremos juntos.

Ladrillo hacia la luz.

Desde el final de curso para siempre.

Hacia la luz.

Amor de colegiales.

La luz.

Amor de colegiales.

Luz.

La música cesa. El techo se eleva. Hay vigas de madera entre los ladrillos.

Tropiezo. Tengo sangre en los brazos y las piernas.

Voy dando traspiés entre guijarros y trozos de pizarra. Oigo a las ratas.

Cerca.

Extiendo la mano y toco un zapato.

Un zapato de niña. Una sandalia.

Una sandalia de verano. Está cubierta de polvo.

Sacudo el polvo.

Está raspada.

La dejo y continúo.

Con la espalda desgarrada por las vigas y la carga.

El techo vuelve a elevarse. Me incorporo junto a un montón de piedras.

Respiro. Respiro. Respiro.

Doblo la esquina que está detrás de las piedras caídas y…

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!

Empiezo a caer.

Caigo.

Caigo.

Caigo.

Me alejo de allí.

De este lugar podrido y repugnante.

Su voz, la voz de Mandy…

Me llama.

Llama.

Llama.

Llama.

«No hay peor sitio debajo de la tierra.

Los cadáveres y las ratas…

El dragón y el búho…

Los lobos también están allí, y un cisne…

El cisne muerto.

Eterno, este lugar es eterno; Bajo la hierba que crece…

Entre las grietas y las piedras…

Esas alfombras tan bonitas…

Esperando a las demás, debajo de la tierra».

Estoy tumbado de espaldas.

Con los ojos cerrados.

Estoy soñando.

Sueño.

Sueño.

Sueño.

Reinos subterráneos, reinos animales de cerdos y tejones; ciudades de gusanos y de insectos; cisnes blancos sobre lagos negros y dragones que alzan el vuelo por cielos pintados con estrellas de plata y se abaten en picado sobre cavernas iluminadas con candiles donde un búho custodia a tres princesitas dormidas entre sus alas diminutas, para protegerlas del lobo que espera a que despierten…

De espaldas.

Con los ojos no del todo abiertos.

No estoy soñando.

Estoy bajo tierra:

En el reino subterráneo, este reino animal de cadáveres y ratas, de zapatos de niña, de minas anegadas por el agua sucia de lágrimas viejas, dragones que desgarran los cielos en llamas, iglesias vacías y úteros estériles, pulgas, ratas y perros picoteando entre los restos de sus huesos y sus alas, sus esqueletos blancos, abandonados allí por el lobo hasta morir de hambre y de llanto.

De espaldas.

Con los ojos abiertos del todo:

Bajo tierra:

Tendido en una cama de rosas rojas marchitas y largas plumas blancas.

Mirando un cielo de ladrillos pintado de azul, con nubes de algodón blancas pegadas aquí y allá entre faroles oscilantes.

Y allí tendido, veo una figura negra que se levanta del suelo.

Se levanta del suelo bajo un farol oscilante.

Bajo un farol, con un martillo en la mano:

George Marsh.

Con un martillo en la mano, se acerca renqueando.

No me muevo. Espero a George Marsh.

Con un martillo en la mano, se acerca renqueando.

No me muevo. Ya está casi encima de mí.

Con un martillo en la mano, se acerca renqueando.

No me muevo. Levanto la pierna derecha y le doy una patada.

Una patada fuerte en la pierna.

George Marsh lanza un aullido. Intenta pegarme con el martillo.

Con el martillo en la mano.

Vuelvo a darle una patada. Ruedo y me levanto.

George Marsh vuelve a aullar y trata de levantarse.

Pero estoy detrás de él y tengo el martillo en la mano.

A ciegas y manchado de su sangre, me detengo.

Bajo este cielo de ladrillo pintado de azul, en este largo túnel de odio, hay dos paredes forradas con diez espejos estrechos, diez espejos estrechos en los que me veo…

Me veo entre los ángeles del árbol de Navidad, los duendecillos y sus luces, entre las estrellas colgadas de las vigas, las estrellas que bailan entre los faroles oscilantes, pero nunca parpadean.

Me veo entre las cajas y las bolsas.

Las cajas de zapatos y las bolsas de la compra.

Las cámaras y las luces.

Los objetivos y los flashes.

Las grabadoras y las cintas.

Los micrófonos.

Las plumas y las flores.

Las herramientas.

Me veo y lo veo a él entre las herramientas.

Las herramientas manchadas con su sangre.

Abre la boca y vuelve a cerrarla.

Suelto el martillo.

Me tambaleo y vuelvo a arrastrarme por donde he venido, dejo atrás la sandalia de verano, por el túnel, hasta el conducto de ventilación.

Veo la luz gris arriba.

Subo por los peldaños de metal hacia la luz, débil y a punto de caer en la infinita oscuridad que hay a mis pies.

Llego a la boca de la alcantarilla. Salgo con dificultad. Me quedo tirado en el suelo del cobertizo. Me doy la vuelta, jadeando.

Jadeando y queriendo salir.

Me sujeto al banco de trabajo para levantarme. He perdido las gafas.

A ciegas vuelvo a poner la tapa de la alcantarilla en su sitio. Camuflo la tapa y la cuerda con los sacos de plástico.

Y entonces lo oigo.

Detrás de mí.

Me detengo y doy media vuelta:

Hay una figura, una silueta conmigo, en el cobertizo.

Encapuchada y silenciosa.

Agazapada en el rincón, al lado del banco y de las herramientas, escondida entre los sacos de fertilizante y de cemento, entre los tiestos y los semilleros.

Unas manos pequeñas.

Una silueta delgada, con el pelo negro y la ropa hecha jirones.

Sangrando.

Da un paso al frente.

Levanta los brazos con gesto amenazante y aspecto famélico.

Me acerco a ella.

A ciegas y a tientas, cubierto de sangre seca, susurro:

—¿Quién es?

La silueta se mueve rápidamente a la izquierda. La sigo.

Se mueve rápidamente a la derecha. La tengo.

Pero se me escapa.

Se me escapa de las manos y sale por la puerta.

Voy tras ella dando tumbos.

Salgo al campo y a la lluvia.

Pero se ha ido.

Se ha ido.

Caigo de rodillas en el barro.

Ciego y herido, alzo los ojos y el corazón al inmenso cielo gris y dejo que la lluvia áspera y negra limpie la sangre…

De mis ojos y de mi corazón, de su corazón y del mío…

Dejo que la lluvia limpie la sangre, que la derrame sobre la tierra…

Esta tierra calcinada y pagana.

Estos corazones calcinados y paganos.

Jueves, 19 de diciembre de 1974.

Medianoche.

Llego tarde:

Blenheim Road, St. John’s, Wakefield.

Corazones atravesados, perdidos.

Llego tarde.

Blenheim Road 28, St. John’s, Wakefield.

Corazón atravesado…

Llego tarde.

Aparco. Salgo del coche. Cierro con llave. Voy hacia el portal. Entro. Subo las escaleras hasta el apartamento 5.

Corazón…

Tarde.

Llamo a la puerta.

El aire cargado.

Mudo.

Intento abrir la puerta.

Se abre.

Entro.

Escucho:

No oigo sollozos, sollozos amortiguados.

Esta noche no hay llanto.

Sólo silencio.

Me paro delante de la puerta del dormitorio:

—¿Mandy?— susurro.

Cierro los ojos. Los abro. Veo estrellas.

Estrellas y ángeles.

Mi ángel.

Intento abrir la puerta.

—¿Mandy?

La puerta se abre.

Suenan fuertes sollozos animales.

Aullidos y alaridos.

El llanto es mío.

Está desnuda y cubierta de sangre.

Sin pelo.

Colgada de la lámpara.

Debajo de sus sombras.

Corazones muertos.

Olor a pis de gato y a petunias, desesperado en un sofá viejo.

Su cabeza apoyada en mi pecho. Le acaricio el cráneo cubierto de sangre.

Detrás de las gruesas cortinas manchadas, las ramas del árbol dan golpes en la enorme ventana.

Sollozan y lloran.

Están empapadas de sangre y quieren entrar.

—Te quiero.

Sollozan.

—Nos iremos.

Lloran.

—Lejos.

Su cara blanca y muerta a la luz de la vela.

Las ramas del árbol dan golpes en el cristal.

Sollozan y lloran.

Nos besamos.

Quieren entrar.

Nos besamos y luego follamos.

Las ventanas miran hacia dentro y las paredes escuchan los latidos de tu corazón.

Donde un millar de voces gritan.

Dentro.

Dentro de tu corazón calcinado.

Hay una casa.

Una casa sin puertas.

La tierra calcinada.

Una tierra pagana y siempre invierno.

Las habitaciones matan.

Aquí es donde vivimos.

Camino a oscuras, bajo sus sombras.

—La tenemos en el árbol…

Golpes en el cristal.

Está tumbada de lado, desnuda.

Golpes de ramas en el cristal.

Estoy tumbado de espaldas, en calzoncillos y calcetines.

Los golpes de las ramas en el cristal.

Tumbado de espaldas, en calzoncillos y calcetines, con la cabeza llena de aterradores lamentos y atroces elegías.

Atento a los golpes de las ramas en el cristal.

Estoy tumbado de espaldas, en calzoncillos y calcetines, con la cabeza llena de aterradores lamentos y atroces elegías, atento a los golpes de las ramas en el cristal.

Miro el reloj.

—La tenemos en las ramas.

Ha terminado.

Busco mis gafas, pero no las encuentro y salgo de la cama sin moverla, bajo a la cocina, enciendo la luz, lleno el hervidor y enciendo el gas, saco del armario una tetera, dos tazas y dos platos, enjuago las tazas, las seco, saco la leche de la nevera y noto que huele mal, pero pongo de todos modos dos bolsitas de té en la tetera, retiro el hervidor del fuego, vierto el agua en la tetera y mientras reposa veo la cocina reflejada en el cristal, y en ella a un hombre que no está muerto, en calzoncillos blancos, un hombre que no está muerto, en calzoncillos, en el apartamento de una mujer muerta a las seis de la madrugada.

Viernes, 20 de diciembre de 1974:

—Bajo el frondoso castaño.

Pongo la tetera, las tazas y los platos en la bandeja y la llevo al salón, la dejo en la mesa, sirvo el té y enciendo la radio: Un vecino de Fitzwilliam compareció ayer en los Juzgados de Wakefield, acusado del asesinato de Clare Kemplay, la niña de Morley cuyo cadáver se encontró el sábado en Wakefield. Pesan sobre él además varias denuncias de tráfico y quedó bajo custodia policial para ser interrogado en relación con otros delitos de naturaleza similar a los que se le imputan. Se cree que el interrogatorio se ha centrado en la desaparición de Jeanette Garland, la niña desaparecida al salir de su casa de Castleford en 1969, un caso de repercusión nacional conocido como el de La niña que nunca volvió a casa y que sigue sin resolverse a día de hoy

Apago la radio y llevo la bandeja a la cocina, con una taza intacta.

Aclaro las tazas, las seco y las guardo.

Vuelvo al dormitorio.

Me acuesto a su lado.

Oigo sirenas y frenos.

Le cierro los ojos.

Botas en la escalera y los primeros golpes en la puerta.

La beso.

Botas en el pasillo.

Cierro los ojos.

Los primeros golpes en la puerta del dormitorio.

La beso por última vez.

Bill me está zarandeando.

Abro los ojos.

La cojo de la mano.

Los dos tenemos heridas en el dorso de las manos.

Heridas que nunca se curarán.

Nunca.

—Creo que necesitas un amigo, Maurice.

Asiento.

Las ramas dan golpes en el cristal y gritan:

—Donde yo te vendí y tú me vendiste.

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